"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







sábado, 11 de septiembre de 2010


LA DERROTA MÁS SENTIDA
GREGORIO MORÁN
"LA VANGUARDIA", 11-9-2010


En el colegio público de la villa de Cangas de Onís, en Asturias, fue aprobado en referéndum por una mayoría aplastante de padres -casi el 80%- que los niños a partir de este curso deberán asistir a clase uniformados. Cada alumno deberá hacerse con su camisita y su canesú, por más que al tratarse de una institución pública, y española, quepa que cada cual pueda ir vestido como le pete. Debo reconocer humildemente que a estas alturas de la película no sé a ciencia cierta si se trata de una decisión ingenua y tradicional, o del penúltimo recurso para tratar de frenar el deterioro de la enseñanza pública. En el siglo XXI, unos padres creen, en la mejor de sus intenciones, que quizá con la vuelta al mandilón de sus bisabuelos podrán recuperar dos elementos sobre los que se construyó la entusiasta escuela pública de los años treinta del pasado siglo. La igualdad y el respeto.

¿Cuándo empezó el deterioro de la enseñanza pública en España? Cada cual tendrá una opinión bien definida a partir de sus experiencias personales, pero en lo único que podríamos coincidir casi todos es en que el destrozo no tiene nada que ver con la democracia. Bastaría decir que la enseñanza pública de la transición, con su entusiasmo y hasta su osadía, estaba a muchas millas de la tradición purgante de los tiempos del cólera.

Digo más, antes de la muerte de Franco, muchas escuelas públicas podían considerarse, gracias a la actitud de los profesores -entonces nadie los llamaba “cuerpo docente”-, auténticos centros de formación de futuros ciudadanos.

Lo cierto es que hubo un momento en que empezó a joderse la cosa, el declive. ¿Coincidió con el desdoro de todo lo público, cuando el instinto de propiedad invadió la sociedad española, y cosas que eran la evidencia en toda Europa -los pisos de alquiler, por ejemplo- eran consideradas una excentricidad para gente bohemia e inestable? Cuanto más pobres, más se ansiaba un piso en propiedad. Y entonces, bien sabe todo el mundo que no se trataba de una inversión, sino de una esclavitud. ¿La implantación de la Logse marcó el principio de la pendiente anunciada? Yo siempre soñé con leer que Álvaro Marchesi, el presunto pedagogo que capitaneó aquella fastuosa invención, a la que en su opinión sólo le faltó financiación para triunfar -argumento políticamente peregrino-, se hubiera hecho trapense o, en un rasgo de responsabilidad y lucidez, se hubiera suicidado. Quiá. Sigue en lo mismo, pero por Latinoamérica, e incluso ha aprendido a bailar salsa, como lo oyen, porque asegura que facilita las relaciones sociales con las repúblicas hermanas.

Lo cierto es que los ochenta vivieron una variante de aquella dialéctica de la Ilustración, en versión pedagógica, que ya el moderado Adorno había analizado como deriva a la barbarie. Y en ella estamos metidos. Empieza a ocurrir con la enseñanza pública algo similar al combate contra el narcotráfico, y lo digo consciente de la envergadura de la metáfora. Todos sabemos que va de mal en peor, que la educación en los institutos se ha convertido en una pelea entre la dignidad y la impunidad, que las asociaciones de padres son un comedero utilizado como trampolín para la política -y que me disculpe el progenitor honrado y desconocido-, que los sindicatos del gremio viven de las permanencias y el conchabeo, pero ¿quién lo dice en público y por derecho? ¿Acaso hay algo más patético que la discusión sobre una hora más de castellano, o de catalán, o de inglés? Cualquier profesor veterano podría ilustrar a la clase política, no digamos ya a los avezados columnistas, que da absolutamente igual sumar horas o restarlas, porque las clases transcurren en un esfuerzo titánico por que no se vaya al traste la situación y poder llegar al final del tiempo, como en un round, y que la campana o el timbre permitan al boxeador profesor quitarse la esponja de la boca; una pausa para seguir el combate.

¡Pero qué carajo van a explicar los profesores de la pública a una clase política que ha inscrito a sus hijos en la privada! Tendría un valor especial que ante las próximas elecciones al Parlament alguien pudiera apuntar en su menesteroso currículo ciudadano: “Sus hijos estudian en un colegio público”. Sería un crac electoral.

Aquí no sólo mandan a sus hijos a colegios privados o concertados, que sortean como les da la gana las leyes lingüísticas que ellos mismos promueven, sino que además los subvencionan. No sólo más que Francia o Alemania, sino incluso que Italia.

¿Y qué me dicen de si se debe permitir que las niñas musulmanas vayan con velo a clase? Vamos, el surrealismo hispano-catalán en su grado superlativo. Daliniano. Hay que tener una desfachatez de grado nueve para vetar a una muchacha que entre a clase con velo y hacer la vista gorda a su compañera que exhibe el tanga y a su hermano con el slip de Calvin Klein. Como ateo, me parece una humillación. Yo pertenezco a una generación que sólo hizo una cosa de cierto valor, rebelarse a tiempo. ¿Cómo voy a admitir que un zote reivindique su derecho a la indolencia? Y que además logre imponerlo porque sus padres están convencidos de ser intocables, cargados de derechos, y sus hijos más.

El curso escolar ha empezado y aseguran que los niños, salvo escasas excepciones, disponen de un portátil. Como soy antiguo debo entender que se refieren a un ordenador. ¿Quién paga este ordenador? ¿Son todos iguales? ¿Y de qué marca?, si no es molestia preguntar. Es el negocio del siglo, ríase usted de la que en mi época se denominaba industria textil (de texto). El portátil, como su mismo nombre indica, ¿se lo pueden llevar a casa, o deben dejarlo en la escuela? Y una pregunta estúpida: ¿es primordial para la educación de un niño tener un ordenador en la escuela? ¿De verdad están ustedes seguros de que desterrar los libros y los cuadernos, y poner ordenadores a los chavales, es un progreso educacional? En Gran Bretaña se gastaron un dineral el día que descubrieron que los niños no sabían multiplicar sin la calculadora. Cierto que cualquier adolescente avispado te respondería que para qué necesita multiplicar, si sabe cómo hacer dinero; siempre tendrá a su alcance a un inmigrante que multiplique por él. (En el sur de India, en Karnataka, los adolescentes reciben “alfabetización financiera”, para que aprendan a diferenciar sus necesidades de sus deseos).

Los pedantes decimos que estamos ante un cambio de paradigma. La base de la escuela tradicional carece de sentido porque estaba basada en tres pilares, hoy al parecer obsoletos: escritura, lectura y cuentas. Si no saben escribir, ni leer, y suman con el móvil, ¿cuáles son los pilares sobre los que basamos la educación? Por supuesto que esto es un problema limitado a los pobres, o a los que creen en la enseñanza pública. En la privada estos asuntos están de más. No hay disciplina ni rigor que no los establezca el que paga. Y así, pasito a pasito, llegamos a la paradoja más curiosa de la enseñanza en España. En la enseñanza privada los padres tienen conciencia de que son clientes de un establecimiento que ellos sufragan (y nosotros), y que el servicio a sus hijos ha de ser eficaz, exitoso. En la enseñanza pública los alumnos se han constituido en clientes, y ellos ponen las normas; sus padres consideran lo público como aquello en lo que tienen más derechos que el profesor, porque le pagan para que aguante a sus retoños.

El curso pasado, en el colegio público Gloria Fuertes de Alicante, a un profesor harto del comportamiento de una niña de primaria se le ocurrió que escribiera cien veces la frase “debo hacer lo que me mandan”. La sanción es de una simplicidad digna de otra época, cuando los profesores sencillamente mandaban, que para eso constituían la autoridad en clase. Lo curioso fue que el padre de la alumna puso una denuncia al profesor, por “maltrato y vejaciones”. Le pidió mil euros de condena.

Lo más doloroso de la derrota de la enseñanza pública es que la han liquidado los mismos que más la hubieran necesitado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario