"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







martes, 28 de junio de 2011


EL AGUJERO

ROSA MONTERO

EL PAÍS, 28-6-2011

Anteayer, en la interesante sección de Psicología de El País Semanal, salió un artículo sobre el duelo de Xavier Guix, El dolor de las despedidas. Y estaba muy bien, pero de algún modo me pareció que no se acercaba al agujero. Como si el autor no hubiera vivido todavía una pérdida de suficiente importancia. Ya la vivirá. Por desgracia, casi todos los humanos tenemos que pasar, antes o después, por algo así. Es curioso: la muerte de alguien querido se percibe como algo excepcional, cuando en realidad es lo más normal del mundo. Es tan común, en fin, que por eso pensé en escribir este artículo. Para poner algunas palabras en el silencio.

Porque lo primero que se puede decir del duelo es que es mudo. Que no tienes manera de expresarlo. Puede que influya el hecho de que nuestra sociedad oculta la muerte, pero también creo que el verdadero dolor es inefable. Así que el deudo calla y el entorno presiona. Con la mejor de las intenciones, hablan por ti, te dan consejos, te ordenan que llores en las primeras semanas y luego te prescriben que ya no llores más. Yo he actuado así, he cometido todos estos errores con amigos en duelo: pido disculpas. Pero el propio deudo también se exige demasiado. Ves pasar los días y las cosas no se recolocan. ¿Estaré tarado?, te dices; ¿seré incapaz de recuperar la normalidad? Quizá sea ese el error, precisamente: lo que tú llamas normalidad no existe más. Hay que reconciliarse con otra realidad (otra normalidad) que siempre llevará el agujero del ser querido. La pena por su pérdida no es una enfermedad de la que curarse, o sea que hazte a la idea: nunca dejarás de echarlo de menos. Pero el escozor de su ausencia no impide volver a ser feliz, e incluso muy feliz, pese al agujero. Porque el desconsuelo también forma parte de la vida, y porque añorar a tus muertos es una manera de llevarlos contigo.

ROSA MONTERO es periodista y escritora

domingo, 26 de junio de 2011

ÉLITES TÓXICAS
MARGARITA RIVIÈRE
EL PAÍS, 26-6.2011
Todo parece conjurarse para que el desbarajuste y la confusión acaben por convencernos de que el presente es un caos y de que, nosotros también, estamos locos. Pues no, amigos. Seguro que todos conocemos gente perfectamente cuerda, incluso dentro de estos indignados (del 15-M) que si no han dado el paso a la abierta rebeldía -las élites tóxicas tratan de contaminarlos con su violencia- es precisamente porque les mueve una sensatez pedestre, democrática al fin.
A estas alturas, está perfectamente estudiado y definido -hasta por películas- cómo y por qué se ha llegado a una situación de miseria moral (los ricos reciben limosna de los pobres ante las narices atónitas de nuestros representantes democráticos) que puede parecer un tráiler del "fin del mundo". Esta miseria moral, impulsada por minorías tóxicas, promueve el miedo y la parálisis para tener el campo libre.
Nada nuevo. La historia ha conocido crisis, dificultad y terror, pero, a largo plazo, acaba venciendo lo que permite tener esperanza en la humanidad. Pura supervivencia de la inteligencia frente a la estupidez.
Olvidar que siempre es una minoría -enloquecida, ciega- la que crea los grandes problemas es un enorme error. Lo llamativo es que nuestra cultura mediática, maniática del género people y de personalizar éxitos o fracasos, mantenga tan descomunal recato e incapacidad para nombrar a los promotores de estilos de vida tóxicos. Así, se recurre a la fabulosa abstracción de "los mercados" y a la ingeniosa generalización de que "todos somos culpables" por haber creído la fantasía thatcheriana del "capitalismo popular", inventada por Milton Friedman, padre de los muy tóxicos Chicago boys. (Si llego a saber la influencia que tendría el señor Friedman cuando le entrevisté en mi juventud periodística, en 1973, me lo hubiera tomado más en serio). Los fantasmales "mercados" encuentran su réplica en ese latiguillo prepolítico de los indignados: en ambos casos, la realidad no tiene nombres.

Pero ahí están esas élites tóxicas que, como dicen Alain Touraine y Edgar Morin en sus últimos libros, "han destruido la idea de sociedad". Y, de paso, la idea de Europa y todo lo que ha representado el método europeo de colaboración y trabajo inclusivo.
¿Quiénes forman esas élites tóxicas? "La historia es el crematorio de las aristocracias" escribió el sociólogo Vilfredo Pareto, él mismo aristócrata, a finales del siglo XIX, que definió la teoría sobre la circulación de las élites. Acusado de fascista y antidemócrata, describió perfectamente cuando una élite -una minoría que sobresale por sus conocimientos, poder o influencia- se convierte en una aristocracia que utiliza la astucia y la corrupción para mantener su poder. Una conducta tóxica que se repite y en la que sociedades y gentes tropiezan una y otra vez. Actualicémonos.
Desde que el escritor Tom Wolfe los bautizó como "los amos del universo", en su memorable La hoguera de las vanidades (1987), el prototipo no ha hecho otra cosa que crecer, multiplicarse, enredarse, sofisticarse, perfeccionarse y degenerar. Hasta convertirse en una especie depredadora que solo entiende la sociedad -esa abstracción que formamos todos los individuos- como territorio de caza.

¿Qué se caza? Poder, dominio, influencia, visibilidad, legitimidad, autoridad: este es el abanico moral del asunto. ¿Demasiado abstracto? Nada de eso: la partida de caza casi siempre se traduce en algo muy concreto y vulgar: dinero. Si, por un casual, el dinero fuera secundario, el gran premio va en especies: vanidad saciada.
La especie tóxica tiene élites representantes en todos los ámbitos, desde la política y las finanzas hasta, incluso, sus víctimas más conspicuas, pasando por escuelas -¿de negocios?- que imparten verdades fundamentalistas sobre una convivencia exclusivamente entre rivales. Los políticos que ignoran la pluralidad y la responsabilidad pública, quienes se benefician de ingresos salvajes y quienes los jalean, quienes mercadean con las víctimas y aquellos que hacen de "el otro" un enemigo, forman élites que sintonizan en la toxicidad.

Su individualismo sin fisuras, su vocación aristocrática, convive con un instinto tribal de comunidad de intereses: ayuda mutua a cambio de protección. Los llamamos lobbies,también "mafias". Con su influencia, la caza adquiere envergadura, autoridad y se transforma en modelo social y estilo de vida tóxico, como si fuera lo normal.

Así llegamos a endeudarnos y pensar que todo estaba a nuestro alcance. Es bueno que hoy se reivindique la austeridad. Lo tóxico es que esa austeridad se aconseje a los pobres: lo que llegue a pagar Dominique Strauss-Kahn por su defensa -lo mínimo son cinco millones de euros- es una obscenidad.
Como siempre, el exceso engendra su fracaso: ya percibimos anticuerpos, antitoxinas. Los síntomas están ahí: empieza a reivindicarse la democracia y la política real. ¿Una pequeña élite, abierta y generosa, puede construir un futuro mejor? Desde luego: las minorías también sirven para eso.
Margarita Rivière es periodista y escritora.

viernes, 24 de junio de 2011

FALSOS CÁLCULOS
JUAN JOSÉ MILLÁS
EL PAÍS, 24-6-2011
La "estructura de la deuda", he ahí una expresión nueva, al menos para mí. Resulta que una hipoteca bien estructurada es un cuerpo dotado de volumen, de espesor, de vísceras, de flujos y reflujos. Mis deudas, pocas y de escasa entidad, han sido siempre filiformes: equis euros (pocos) al mes durante equis meses (bastantes). Y todo ello por miedo a no ser capaz de devolver lo comprometido. No negaré sin embargo que estuve, como muchos hombres y naciones, a punto de caer en esa suerte de ruleta rusa consistente en jugar a los préstamos. Fue hace años, en los tiempos de la prosperidad-burbuja, cuando un empleado de la sucursal de mi banco me preguntó muy serio cuál era mi "capacidad de deuda". Aquello sonaba muy importante para quien solo había soñado con alcanzar cierta capacidad de ahorro. Ese mismo empleado, tras analizar mis ingresos, dedujo que mi capacidad de deuda era altísima, más de lo que yo habría podido imaginar. El problema era que sus cálculos estaban basados en un optimismo insensato respecto al futuro. ¿Y si cojo una enfermedad?, pregunté en voz alta, a lo que el hombre respondió con una mirada de censura, como si se encontrara frente a un cenizo. ¿Y si un día me levanto de la cama y resulta que no me funcionan los neurotransmisores?, pensé entonces para mis adentros. Me dio miedo, en fin, endeudarme y abandoné la sucursal bajo la mirada compasiva de aquel bancario que me hizo sentir como si no fuera un hombre de mi tiempo. Bueno, pues ahora resulta que aquella "capacidad de deuda" era falsa, claro, como la de Grecia, la de Portugal y quizá la de España. De haber caído en la trampa que me tendía el banco, hoy estaría "estructurando" mi deuda, es decir, desestructurando mi vida. Me salvé siendo de letras. ¿Cómo es posible que los Gobiernos, todos de ciencias, nos hayan conducido a esta situación?
 JUAN JOSÉ MILLÁS es escritor.

miércoles, 22 de junio de 2011

LOS SABERES

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

EL PAÍS, 22-6-2011

Hablamos de ciencias y de humanidades en la Universidad de Cádiz. Hablamos apasionadamente de las formas de conocimiento paralelas que permiten la ciencia experimental o las narraciones literarias o las obras de arte, y de esos límites de la indeterminación y la incertidumbre para los cuales no hay mejor pedagogía que la de la educación científica. Carlos Elías, químico y periodista, clama contra la infección de las pseudociencias, que en alguna facultad de periodismo ha llegado hasta el extremo de que se impartan cursos sobre "información del misterio", entendiendo como tal las brujerías diversas que con tan perfecta caradura emiten las televisiones, algunas de ellas públicas, algunas de ellas con pretensiones de última moda cool. Cuando se viene del ámbito melancólico de las humanidades no sé si conforta o aterra el descubrimiento de que en la enseñanza de las ciencias el porvenir parece todavía más catastrófico que en la de la literatura o las artes. Carlos Elías apunta que de todos los estudiantes universitarios solo el 6% elige la física, la química, las matemáticas, la biología. Manuel Lozano Leyva, catedrático de Física de Sevilla, explica que en su universidad se exige una nota mucho más alta para estudiar Podología que Ingeniería Aeronáutica, dado que hay muchos más solicitantes de la primera que de la segunda. Los estudiantes inundan las facultades de periodismo -o de comunicación audiovisual, o ciencias de la información, dependiendo del eufemismo prestigioso con que se les denomine- precisamente en la época en la que se ve más negro el porvenir del oficio, sin más motivo tal vez que una vaga leyenda de dinámica modernidad o aventura que ya estaba obsoleta cuando los provincianos cándidos de mi generación alimentábamos el sueño de convertirnos en cronistas de guerra o en corresponsales en países exóticos. Cientos, miles, quizás decenas de miles, de aspirantes a periodistas, mientras en una facultad de físicas hay menos de dos alumnos por profesor; cientos o miles de sociólogos, de politólogos, de comunicólogos, que casi lo mismo podrían ser teólogos o astrólogos, aunque su futuro profesional sea mucho más sombrío que el de los echadores de cartas.

Un nuevo éxito de las políticas educativas de nuestro país. Mal de muchos, consuelo de tontos: algunos literatos inocentes piensan que la historia de la literatura o la del arte están en decadencia porque una sociedad utilitarista no valore esos saberes de tan escaso interés práctico. Pues no: los otros saberes también se encuentran en ruinas. Uno casi se resignaría a que un estudiante pasara por el Instituto y por la Universidad sin entender un poema de Garcilaso o un cuadro de Velázquez, si al menos hubiera adquirido una gran formación matemática o científica. Hay formas diversas de ejercer la inteligencia y la imaginación y de fijarse en el mundo, y no requiere menos sutileza comprender la segunda ley de la termodinámica que una metáfora de Góngora. Pero parece ser que cuantos más saberes dudosos o del todo fantásticos se conceden a sí mismos la categoría de ciencias más vacías se quedan las aulas en las que se imparte el sólido y anticuado conocimiento científico o se enseña y se pone en práctica el método experimental. Todavía me acuerdo del hormiguillo de arrogancia intelectual que sentí al descubrir que lo que yo quería estudiar no se llamaba periodismo, sino Ciencias de la Información.
Ciencias humanas, ciencias sociales, ciencias jurídicas, ciencias morales, ciencias de la educación, ciencias de la salud, ciencias del trabajo, ciencias de la televisión, ciencias cinematográficas. Qué raro que con tantas ciencias el ejercicio público del raciocinio y de la precisión informativa sea cada vez más raro entre nosotros. Javier Armentia, astrofísico y director del planetario de Pamplona, clama contra el comercio desvergonzado de las milagrerías pseudocientíficas, las pulseras magnéticas, las videncias, las energías positivas, la gran basura mental que se alimenta de la ignorancia y de la claudicación del espíritu crítico como una infección de un organismo debilitado. Si va contra la ley vender alimentos en mal estado y se vigila y castiga a un bar que no cumple con las medidas de higiene, ¿por qué un canal de televisión puede transmitir en directo el trance de una vidente que pone en comunicación a un personajillo de la actualidad basura con un ser querido que al parecer le habla desde el otro mundo?, ¿y cómo va a tomarse uno en serio un periódico que publica a diario el horóscopo?
Me gusta leer a los científicos y conversar con ellos porque, a diferencia de tantos críticos de arte y de tantos expertos en literatura, en sociología, en pedagogía, en politología, no hablan en jerga; y porque a diferencia de bastantes literatos y figuras diversas de lo que se llama la cultura suelo encontrar en ellos poca arrogancia, y nada de cinismo. Habrá un cierto número de fatuos, como en todas partes, pero la obligación y la costumbre de permanecer atentos a la experiencia de lo real, de someter cada intuición, cada hipótesis, al escrutinio de sus colegas, les impide perderse en las fantasmagorías narcisistas o el puro humo verbal que lo aburre a uno a los veinte minutos de encontrarse en una reunión de eso que ahora se engloba bajo el nombre de artistas. En ciencia, dice Lozano Leyva, los fraudes tardan muy poco en descubrirse. En las artes, en la literatura, fraudes colosales pueden sostenerse durante muchos años, hasta durante siglos, porque la prueba del contraste con lo real es incierta y cada vez menos relevante, y porque la autoridad de los mandarines se va volviendo más irrefutable cuanto menos espacio hay para el juicio del público. El mérito, en las artes plásticas, en la arquitectura, lo determinan por completo unos cuantos críticos o enterados cuyos dictámenes, aunque se tradujeran al lenguaje común, nadie tiene derecho a refutar, y a los que además se les concede el título, tan descriptivo, de comisarios: es el comisario el que determina qué se expone, el que canoniza o silencia, segregando sus nubes de palabras de las cuales no tiene que dar ninguna explicación.
Esa es la razón del cinismo, como en cualquier cultura en la que tiene demasiado poderío el tráfico de influencias: un guiño que se hacen entre sí los que están en el secreto, un encogimiento de hombros de los que aceptan que no haya remedio. Terminamos de cenar en Cádiz y a media noche, camino del hotel, por un paseo junto al mar, la conversación es todavía más viva. "Si volviera a nacer elegiría de nuevo dedicarme a la ciencia", dice con aire de felicidad Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología, que ha debatido vigorosamente con Lozano Leyva si se puede hablar de la luz o del sonido sin tener en cuenta la capacidad de percepción de organismos vivos que registran frecuencias y longitudes de onda y las procesan en sensaciones visuales o acústicas. "Nos dedicamos a esto por curiosidad, porque nos gusta averiguar cómo son las cosas, cómo funcionan". Nos montamos en el ascensor, la conversación todavía hirviendo entre el físico y el neurocientífico, y cuando se van a cerrar las puertas alguien entra en el último momento y vuelven a abrirse automáticamente. Y entonces Lozano Leyva dice con toda naturalidad: "Ahí tienes el efecto fotoeléctrico de Einstein".
ANTONIO MUÑOZ MOLINA es escritor.

martes, 21 de junio de 2011

ESPERAR TRESCIENTOS AÑOS

ENRIQUE VILA- MATAS

EL PAÍS, 21-6-2011


En el avión de regreso de Dublín, sustituyo las noticias de la prensa por las ideas de Flaubert (Razones y osadías, selección y prólogo de Jordi Llovet) y confirmo la capacidad de percepción de lo que estaba por venir que gobernó al autor de Bouvard et Pecuchet: "Lo que más me asombra es la feroz estupidez de los hombres. Estoy harto de tantos horrores y convencido de que estamos entrando en una época repugnante en la que no habrá lugar para la gente como nosotros. La gente será utilitarista y militar, ahorradora, mezquina, pusilánime, abyecta".

Esto lo escribió hace siglo y medio y creo que se quedó corto y que se llevaría un sobresalto si viera cómo es la gente ahora. En nuestras masas, por ejemplo, hay un lógico nivel de dudosa claridad intelectual, porque las masas, por definición, son número, son aglomeración. Pero si el vulgo no tiene claridad, menos aún parecen tenerla las clases dirigentes. Cuando se habla de la ignorancia de las masas, se habla en términos injustos e incompletos, porque a quien sería más urgente educar es a los poderosos. "Conclusión: hay que ilustrar a las clases ilustradas. Empezad por la cabeza, que es la parte más enferma; el resto seguirá", escribió Flaubert.

A los poderosos, al tiempo que se les educa, habría que recordarles que leer nos abre a un mundo ancho, es atreverse incluso con el sosegado Spencer, que proponía la abolición del Estado. Hasta no hace mucho, en los días en los que me dedicaba a buscar soluciones para el mundo, me lamentaba de que nuestros dirigentes estuvieran tan pérfidamente interesados en mantener a sus súbditos en un estado de absoluta ignorancia. Pero con el tiempo he comprendido que muchos de esos dirigentes carecen de las más elementales lecturas y sabiduría y ni siquiera son estrategas de la ignorancia de las masas y hoy en día solo son fracasados hombres de negocios, dominados por los famosos mercados; son los mismos que dejan que el mundo se hunda como una barca podrida y que la salvación del espíritu acabe pareciendo quimérica incluso a los más fuertes.

Encapsulado en mi espacio mínimo del avión, caigo en la cuenta de que lo peor del presente es el futuro. Ahí abajo me espera el mundo con su feroz estupidez y horrores y voy preguntándome qué sucederá el día en que, tal como resulta cada día más previsible, el mundo se convierta en algo frío y descarnado. ¿Y quién no percibe que ya se está volviendo así el mundo? Qué ocurrirá, creo recordar que se preguntaba Flaubert, el día en que la convivencia que alguna vez conocimos -que todos alguna vez hemos conocido- ya no exista. Y eso lo preguntaba cuando las cosas aún no tenían la extrema ferocidad actual. Pero ya entonces él deseaba apartarse. No creía en la felicidad, pero sí en la tranquilidad. Por eso, al final de su vida seguía la regla indeleble de apartarse de todo lo que le resultara enojoso.

Seguramente -me digo cuando busco soluciones- la tranquilidad es de los pocos derechos que aún podemos ejercer con calma, porque nos basta con no perder los nervios y cerrar los ojos y quedarnos con nosotros mismos y pensar, por ejemplo, en el tranquilo anarquismo de Spencer. Pero, bueno, quizás haríamos bien en no estar buscando tantas soluciones al mundo ni preocuparnos tanto y tanto por la verdad y sí, en cambio, buscar aquella verdad con la que, aun no siendo perfecta, al menos podamos vivir. Y es que quizás sea cierto que, como decía la vagabunda de la leyenda, todavía hay una gran diferencia entre tratar de sorber todo el océano o beber de los arroyos.

Le preguntaron un día a Borges si pensaba seriamente que el Estado que proponía Spencer era factible.
-Por supuesto. Pero eso sí, es cuestión de esperar doscientos o trescientos años.

-¿Y mientras tanto?

-Mientras tanto, jodernos.

Es duro, pero esta es una de esas verdades con la que precisamente podemos vivir.

ENRIQUE VILA-MATAS es articulista y escritor

martes, 14 de junio de 2011

LA EDUCACIÓN DE LAS ÉLITES ESPAÑOLAS

CÉSAR MOLINAS

EL PAÍS, 14-6-2011

En este artículo propongo la creación de un circuito público, exclusivo pero no excluyente, de centros de enseñanza secundaria de excelencia. En primer lugar, aclararé el sentido de alguna terminología que podría dar lugar a equívocos. En segundo lugar, me referiré al problema de las élites españolas y me preguntaré si el sistema educativo podría ayudar a resolverlo. En tercer lugar, pondré al deporte como ejemplo de lo que hay que hacer con la enseñanza. Por último, daré algunas ideas sobre el funcionamiento de los centros excelentes y estimaré cuánto podría costar este proyecto al erario público.

En lo que sigue utilizo los términos "libertad" en el sentido de Kant (Crítica de la razón práctica), "nobleza" en el sentido de Ortega (La rebelión de las masas) y "esfuerzo" en el sentido de Manrique (Coplas a la muerte de su padre). Como debería enseñarse en nuestro Bachillerato, los tres términos se refieren al mismo concepto moral básico y son, en este sentido, equivalentes. Kant nos enseñó que la libertad no surge de ejercer derechos, sino de asumir deberes. No hay libertad sin moral y la persona libre es la que, por consideraciones morales, se obliga. Quien se obliga es noble, dijo Ortega, invirtiendo la convención de que nobleza obliga. Y nobleza es esfuerzo, apostilló Manrique. Más terminología. Un centro educativo de excelencia es aquel que otorga un currículo de una sola línea: "me gradué en Harrow"; "soy Polytechnicien". Información adicional sobre la persona, en estos casos, es siempre letra pequeña: los centros de excelencia se caracterizan por formar personas libres, nobles y esforzadas, valgan las redundancias. Educan y, para eso, enseñan.

El problema de España no son tanto las masas, embrutecidas en las últimas décadas por una lista interminable de derechos a la que no da sentido obligación alguna, como las élites. Desde hace siglos estas últimas han sido ortodoxas, conformistas, alicortas, satisfechas de sí mismas y reaccionarias. Ortega condensó en unas pocas líneas lo que a Menéndez y Pelayo le llevó 2.000 páginas: "Lo característico de España no es que la Inquisición quemase a los heterodoxos, sino que no hubiese ningún heterodoxo importante que quemar. Cuando por casualidad ha habido algún heterodoxo español importante, se iba fuera, como Servet, y era fuera donde lo quemaban". El progreso, donde ha ocurrido, siempre ha sido impulsado por élites heterodoxas, inconformistas, ambiciosas, insatisfechas y progresistas. En España han faltado los visionarios que, plantando con firmeza sus pies en el futuro, tuviesen la energía suficiente para estirar de la sociedad. Lo llamativo del caso es que no se les ha echado de menos. "¡Que inventen ellos!", espetó Unamuno. Así nos va.
¿Puede el sistema educativo contribuir de manera decisiva a generar la nobleza de la que España carece? Es decir ¿puede el sistema educativo formar un número bastante de personas libres, insatisfechas consigo mismas y capaces de estirar de nuestra sociedad hacia el futuro? O sea ¿puede el sistema educativo enmendar el truncamiento moral de la pirámide social española? La verdad es que no estoy muy seguro, pero creo que vale la pena intentarlo.

La transformación del deporte español en las últimas décadas invita al optimismo. Los Centros de Alto Rendimiento (CAR) consiguieron poner a deportistas y atletas españoles en los podios a partir de las Olimpiadas de 1992, rompiendo con la mediocridad de las décadas anteriores. El vuelco que ha dado el deporte de élite español desde esa fecha ha sido tremendo: se han ganado medallas olímpicas, Grand Slams, Tours, copas de Europa y del Mundo... Y no solo esto. El énfasis puesto por los CAR y por centros como La Masía en la formación integral de la persona y en la educación en los valores del esfuerzo, la ambición y la humildad, ha propiciado que los deportistas de élite se hayan convertido en modelo y ejemplo para la sociedad española, especialmente para la juventud. Y hay más. La formación específica de las élites deportivas no ha resultado en un debilitamiento de la práctica del deporte en las categorías inferiores, sino todo lo contrario. La referencia de la élite ha propiciado una verdadera explosión participativa no solo en categorías competitivas juveniles e infantiles, sino también en el nivel popular y familiar. La construcción del vértice de la pirámide ha sido esencial para que en España se haga más deporte, no menos, y se haga mejor. En todos los niveles. Este es el modelo que debería adoptar nuestro sistema educativo.

La enseñanza en España ofrece un panorama desolador que recuerda al mundo del deporte anterior a 1992. En el Informe de Competitividad Global 2010-2011 elaborado por el Foro Económico Mundial para 139 países, la calidad de la enseñanza primaria española ocupa el lugar 93, la calidad de la enseñanza secundaria y profesional el lugar 107 y la calidad de la enseñanza de las matemáticas y las ciencias el lugar 114. Este desastre parece no preocupar a nadie en España, y menos que a nadie a las familias con hijos en edad escolar. Consideran que las escuelas de sus hijos son lo suficientemente buenas, siempre y cuando los hijos del vecino no vayan a una escuela mejor. No hay demanda social en nuestro país para mejorar el sistema educativo, esa es la cruda realidad: la escuela española es el reflejo de la sociedad española. Y viceversa.

La creación de un pequeño número de centros educativos de excelencia públicos en la enseñanza secundaria podría ser un factor decisivo para romper este círculo vicioso. Por tres razones. En primer lugar, porque supondría reproducir un sistema de formación de élites que funciona bien en los países avanzados de nuestro entorno. Sin élites nobles, heterodoxas e insatisfechas, España seguirá yendo en el vagón de cola del progreso. En segundo lugar, porque para aumentar la calidad media de las escuelas españolas es imprescindible aumentar la dispersión en torno a la media. Es la filosofía de los CAR. El vértice de la pirámide es lo único que puede orientar a un sistema educativo desnortado. Y ese vértice, en España, no existe: hay que construirlo. Y, en tercer lugar, porque la envidia -pecado favorito ancestral de los españoles- puede acabar siendo el fulcro sobre el que apalancar la demanda social de mejores escuelas. Si, a pesar de la envidia, consiguieran establecerse centros de excelencia -reto formidable este- la misma envidia se encargaría de presionar para que mejorase la calidad del conjunto del sistema.

Los alumnos de los centros de excelencia deberían aprender, básicamente, a hacerse preguntas y a dudar de las respuestas que obtengan. La gestión de los centros debería ser profesional, al contrario de lo que ocurre ahora con las escuelas públicas, en donde es rotativa entre los profesores del centro, como si fueran comunidades de vecinos. Los directivos serían responsables de los resultados obtenidos y deberían tener una remuneración adecuada. Dado el escaso acervo español en este tipo de educación, sería muy conveniente contar con el apadrinamiento y el control de algún programa internacional de enseñanza secundaria de prestigio como, por ejemplo, la Organización del Bachillerato Internacional (OBI). Esto garantizaría no solo la inspiración y el control de calidad externo, necesarios ambos, sino también la formación continua del profesorado.

Los centros de excelencia deben ser exclusivos, en el sentido de que solo deben admitir a los mejores, pero no deben ser excluyentes, en el sentido de que nadie debe quedarse fuera por motivos económicos. Esto plantea el problema de cuántos recursos públicos serían necesarios para costear estos centros. El coste de un estudiante de Secundaria en un programa de la OBI ronda los 15.000 euros anuales. En España este coste es 6.000 euros, con lo que el coste adicional de la excelencia quedaría en 9.000 euros anuales por alumno. Un sistema de 20 centros con 250 alumnos cada uno repartidos en cinco cursos tendría permanentemente a 5.000 estudiantes en las aulas. El coste anual adicional del sistema sería de 45 millones de euros anuales. Esto equivale al coste de construir cuatro kilómetros de línea de ferrocarril de alta velocidad o a la mitad de lo que cuesta fichar a un Cristiano Ronaldo. ¿Cuáles son las prioridades de España? ¿Un tren que irá semivacío? ¿Ronaldo?

CÉSAR MOLINAS ha sido catedrático de Instituto de Enseñanza Media.

domingo, 12 de junio de 2011

LA PELUQUERA DE HABERMAS
ERNESTO AYALA-DIP
EL PAÍS, 12-6-2011

Hace un tiempo, viendo un partido de fútbol por televisión, constaté el progresivo adelgazamiento de conocimientos generales que se instala en la gente con inquietante inercia. Durante el partido en cuestión, alguien soltó un pavo real a corretear por el césped. Mi asombro se produjo cuando los comentaristas de la cadena de televisión que transmitía el encuentro no acertaban el nombre del desorientado animal. Se dijo primero algo así como gallina, con ese titubeo típico de los que dudan de sí mismos, luego se habló de faisán. Cuando ya parecía que estaba agotada la taxonomía aviar, uno mencionó el gallo. Otros más prudentes optaron por una dudosa abstracción y dictaminaron bicho. Para cuando el ave fue capturada, ninguno de los comentaristas acertó a balbucir la palabra pavo real.

Es probable que la gente haya renunciado a saber cosas simplemente porque con eso no se gana dinero ni fama, por lo menos no tanto dinero ni tanta fama como la que obtienen algunos personajillos televisivos gracias precisamente a su oceánica ignorancia. Recuerdo cuando en Cataluña, hace unos pocos años, la sequía apretaba gravemente. Era muy habitual encontrarse con personas que en lugar de preocuparse por la escasez de agua, fruncía el ceño ante los indicios de una próxima lluvia. Ello era porque en ese instante no atinaban a relacionar el régimen de lluvias con el agua que consumían. Esa inclemencia del tiempo estropearía las excursiones a sus segundas residencias y el disfrute de sus piscinas. Pero en cuanto le dibujabas el hilo que ata el fenómeno atmosférico con el líquido que sale de sus grifos, me parecía ver en sus ojos el brillo de un descubrimiento insospechado. A veces, justo es reconocerlo, sentía como si agradecieran la obvia información. No se saben cosas y escasea la cintura mental para relacionarlas entre sí. Cuando se lo comenté a un amigo, este me contestó que eso no era nada al lado de los que ignoran que la Tierra es la que gira alrededor del sol, y la relación de estos movimientos con las estaciones del año.Este hecho no tendría mayor importancia si no estuviera acompañado por otras formas más disimuladas de ignorancia o, lo que considero más preocupante todavía, un creciente desdén por saber cosas, un quedarse tan panchos si no se tiene ni idea de dónde queda el Pacífico o cuántos habitantes tiene la desgraciada Libia, de la cual algunos me llegaron a comentar que más habitantes que Egipto (es decir, ¡más de 80 millones cuando solo tiene seis!) eso porque el territorio de Libia es mayor. Antes, cuando una persona era sorprendida in fraganti en desconocimientos de ese calibre, solía sonrojarse pidiendo casi disculpas. Hoy un individuo en una parecida situación esboza una mezcla de gesto bobalicón y autosuficiente.

Es lo mismo que sucede con la percepción que la gente tiene de las cuentas públicas. Les cuesta creer que un país se halle a veces obligado a endeudarse para hacer frente a sus necesidades presupuestarias. Endeudarse es algo que solo le puede pasar a uno o al vecino. Y ya no digamos lo mucho que cuesta relacionar impuestos con el disfrute de carreteras y servicios sanitarios, además de educación gratuita para sus hijos. Síntomas todos estos de cómo la ignorancia de los saberes más naturales y elementales y la pereza o indulgencia mental van permitiendo que toda esta realidad vaya calando (y de manera transversal) con escandalosa naturalidad entre la ciudadanía.

Puede parecer una tontería, seguramente para muchos lo es. Porque para qué puede servir saber la función de un humedal, si gratifica más poder alardear con un cuatro por cuatro o ser socio de un club de golf. Por eso mucho me temo que la cacareada sociedad del conocimiento será una utopía, y que lo que nos espera en un futuro muy cercano es la ignorancia de nuestra propia entidad como seres pensantes y almacenadores de infinitos saberes. Y esta, sin disminuir la gravedad de la actual crisis económica, sí que sería una devastadora crisis de nuestra civilización. Un paseante solitario está frente al mar. ¿Sabe que bajo su luminosa superficie existe algo llamado corrientes marinas? Supongamos que sí. Ese minúsculo dato de la naturaleza cuánto lo distingue de sí mismo cuando antes lo ignoraba.

Jürgen Habermas dijo un día que es probable que una peluquera de Hamburgo sepa más cosas que las que sabía Spinoza en su tiempo. Me sorprendió la frase cuando la leí porque precisamente mi peluquera me preguntó un día si conocía las columnas de Augusto. Le respondí que sí. Entonces somos dos, me dijo, porque a veces me parece que no las conoce nadie, y eso que vivimos en Barcelona. ¿Tú crees? Sí, contestó, y no me extraña, la gente en general sabe muy pocas cosas. Y todos tan panchos.

ERNESTO AYALA-DIP es crítico literario.