"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







sábado, 21 de abril de 2012

"TIEMPO DE CONTAR"

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

EL PAÍS, 21-4-2012

Hay que ponerse a contar. A contar en el sentido aritmético y en el sentido narrativo. Hay que contar para recordar y hay que contar para comprender, y hay que contar también para que el recuerdo y la comprensión de lo vivido por otros se transmute en experiencia personal de esa manera íntima que quizás sea posible a través de la literatura, o de esa forma de novela visual que es el cine. Hay que contar exactamente lo que pasó y hay que empezar a hacerlo ahora que todavía viven y están lúcidos la mayor parte de los protagonistas, los testigos, las víctimas no ejecutadas. Hay tiempo, pero es urgente. Y no solo porque, como reflexionó con tanta melancolía Primo Levi, la memoria es falible y se debilita a cada momento. Hay que contar para que no se imponga la tergiversación y para que los verdugos y los responsables no cuenten con ese eficaz aliado del crimen, el olvido. 

Hay que contarlo todo, desde luego. No se mata ni se tortura a nadie, ni a quien ha matado o torturado. Y hay que contarlo todo no por equidistancia sino por amor a la verdad y porque sin el recuerdo completo no es posible ese logro tan difícil, y sin embargo tan necesario, la reconciliación, o al menos la convivencia razonable. Hay que contar el número de los asesinados, de los perseguidos, de los chantajeados, de los expulsados, de los torturados. Es importante la máxima exactitud posible de las cifras para hacerse una idea de la magnitud de la epidemia. Hay que saber cuántos se fueron porque ese número es un indicio del éxito de quienes mataban o acosaban para limpiar el censo electoral de votos hostiles. Habría que saber, pero no es posible, cuántos que deberían haber alzado la voz eligieron callar; cuántos fingieron aquiescencia con la conformidad impuesta por los criminales; qué porcentaje de gente hace falta que se someta o que calle para que una comunidad entera quede sometida, sobre todo en esos lugares donde se conoce todo el mundo y no es posible el refugio del anonimato: un claustro de instituto o de facultad, por ejemplo, un pueblo pequeño, una empresa. Es relativamente fácil contar el número de los asesinados, los heridos, los mutilados para siempre, pero no puede hacerse el censo fiable de todas las vidas que quedaron destruidas o dañadas por la lenta onda expansiva de cada crimen, que prolonga su efecto, invisible desde fuera, a través de los años y de las generaciones.

Para saber algo sobre eso hace falta la otra forma de contar: la narrativa. España es un país en el que se reivindica la memoria tan perezosamente, tan retóricamente, que los mayores esfuerzos tienden a hacerse cuando quienes pudieron y debieron contar están ya muertos. Hace falta levantar el gran archivo oral de todos los que han sufrido, los que han vivido para contarlo, los conocidos y los desconocidos, los iletrados y los filósofos, cada uno de ellos depositario de una tesela en lo que será el gran mosaico de una historia monstruosa, y quizás también ejemplar. Algo tienen siempre en común todos los verdugos ideológicos, los intoxicados por la religión y los intoxicados por el milenarismo político, y los peores de todos, los que de un modo u otro han combinado los dos, y por lo tanto han matado todavía con más convicción, porque se aseguraban la salvación de las almas al mismo tiempo que creaban el paraíso sobre la tierra: tienen en común que no ven personas individuales, sino grandes grupos humanos, abstracciones sagradas y abstracciones repulsivas, masas que merecen la salvación o masas que merecen el exterminio. Ven al proletariado, ven a la raza, ven al pueblo, y los ven en una apoteosis de beatitud o de maldad, ven a la comunidad de los fieles o a la de los infieles, pero más allá no ven nada, y si se fijan en alguien en concreto es para verlo como la representación de algo, de alguna clase de identidad colectiva, y a continuación lo idealizan o le pegan un tiro, lo abrazan o lo expulsan, pero siempre sin fijarse mucho, porque padecen una extraña aflicción ocular que les impide distinguir rasgos individuales, o porque consideran que esos rasgos carecen de importancia.

De modo que frente a las abstracciones hay que levantar las identidades personales y los nombres, meticulosamente, y para eso nada más útil que las artes narrativas, las novelas y los cuentos y los libros de memorias y las crónicas, los documentales y las películas de ficción. Otra cosa que tienen en común los verdugos y sus cortesanos es la facilidad para el olvido, la urgencia casi jovial por “pasar página”, por “mirar más hacia delante y menos hacia atrás”, etcétera. No hay injurias más fáciles de olvidar que las que han sufrido otros, sobre todo si es uno mismo el que las ha cometido. Y como también explicó Primo Levi, los que han cometido crímenes o han sido cómplices tienen la extraordinaria facultad de convertir la mentira sobre el propio pasado en recuerdo verdadero. Cuanta más información haya, cuantos más testigos hablen, cuantas más historias se cuenten, más difícil será que prevalezca la mentira o que se imponga demasiado pronto el olvido.

Cuando uno está lejos le afectan todavía más ciertas historias. Me acuerdo de la pena inmensa de ver hace unos años en el Centro Rey Juan Carlos de Nueva York el documental de Iñaki Arteta sobre algunas de las víctimas menos conocidas del terrorismo, Trece entre mil. Y esta semana he revivido ese mismo desgarro viendo en el Cervantes, que dirige ahora con energía recobrada Javier Rioyo, la película de Manuel Gutiérrez Aragón Todos estamos invitados, y escuchando a dos novelistas que han escrito con claridad y potencia literaria sobre las vilezas más sórdidas de las que se alimenta el terrorismo, José Ángel González Sainz y Fernando Aramburu. Gutiérrez Aragón muestra cómo el crimen, el chantaje y el miedo pueden coexistir fluidamente con los rituales de una sociedad próspera en la que el pistolero y su víctima viven sumergidos en una misma y vaga zona gris en la que se confunden los cómplices, los instigadores de manos limpias, las personas decentes pero cobardes, los indiferentes, los distraídos. En Ojos que no ven, González Sainz hizo una crónica de lo real que tiene por dentro una armazón de fábula. Años lentos, de Fernando Aramburu, es una novela construida con esa infrecuente destreza que alía la transparencia y la complejidad: una novela sobre gestaciones más o menos frustradas —la de una criatura, la de un joven terrorista— que trata también de la gestación de una novela. Los “años lentos” son los del declive a la vez desganado y siniestro del franquismo, ese pasado ya remoto que en las páginas de Aramburu nos da escalofríos a quienes lo conocimos, un tiempo de torturadores bronquíticos de tabaco negro y palillo de dientes y de sotanas lúgubres que empezaban a bendecir a los pistoleros tan untuosamente como recibían bajo palio al viejo tirano sanguinario.

Para esto vale el oficio al que nos dedicamos: para que nada se quede sin contar.

Trece entre mil. Una herida abierta (2005). Iñaki Arteta. www.treceentremil.com.Todos estamos invitados (2008). Manuel Gutiérrez Aragón. www.clubcultura.com/clubcine/clubcineastas/gutierrezaragon. Ojos que no ven. José Ángel González Sainz. Anagrama, 2010. Años lentos. Fernando Aramburu. Tusquets, 2012.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA es escritor.

martes, 17 de enero de 2012

LITERATURA POLÍTICA

IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA 

EL PAÍS, 11-1-2012

Ustedes entienden por qué en España los escritores escriben tanto sobre política? Abran cualquier periódico, incluyendo el que ahora tienen en sus manos o en su pantalla, y encontrarán a famosos novelistas, poetas, ensayistas y críticos literarios opinando sobre temas de política nacional e internacional. Pueden incluso explicarnos su voto en las elecciones del 20-N, como hizo antes de los comicios Mario Vargas Llosa y después Félix de Azúa. Bueno, en realidad Azúa solo nos informaba de que no había votado a los malvados socialistas, dejándonos a sus seguidores en ascuas acerca de la papeleta que metió en el sobre. Para mí que no fue la de IU.

El escritor prototípico, como cualquier otro ciudadano, no suele tener un especial conocimiento de la política. La mayoría de las veces sus tesis no son resultado de una reflexión informada. Ojalá se apoyara el literato en datos: sí, datos, esa clase de información grosera, positivista y tecnocrática que algunos consultan. Pero ante un adjetivo florido y eficaz que se retiren los datos. El literato se siente más a gusto con la retórica y se deja llevar por esa querencia tan latina y tan viril hacia la afirmación contundente, tajante y tronante. Vargas Llosa, en Una rosa para Rosa, afirmaba que la causa del elevado paro en España "es una política económica errática, imprudente, y la obstinación del Gobierno socialista en negar la existencia de la crisis a lo largo de más de un año". Y añadía que "el Partido Popular cuenta con el mejor equipo de economistas y las ideas más claras para enfrentar el difícil y sacrificado reto que será llevar a cabo las reformas radicales necesarias". Ahí queda eso. Podía haber dicho esto mismo o lo contrario, que tanto da, pues semejante afirmación no era la conclusión de un argumento, no respondía a ningún análisis, no se basaba en ningún dato. De hecho, el resto de los votantes no conocíamos esas ideas que defendía el PP, pues Rajoy había tenido buen cuidado en ocultarlas. A Vargas Llosa, en el fondo, le daba igual el diagnóstico de la situación económica: lo que buscaba no era más que ensalzar a Rosa Díez, la de "ojos efervescentes", "un político de convicción" (en sentido weberiano, entiéndase).

A veces el escritor se desliza hacia el registro más castizo del "energumenismo". Adopta el espíritu de los comentarios brutales que abundan en los medios digitales, solo que con prosa elegante. Desde estas páginas, Félix de Azúa se despachó a gusto hace poco. Hablando del "descalabro" socialista, describía a Jesús Egiguren como "un melifluo valedor de quienes han defendido el asesinato como arma política". Este tipo de matonismo verbal está muy extendido cuando se trata de la cuestión vasca. Si no aceptas ciertos dogmas sobre cómo acabar con ETA, pasas a ser tonto útil y cómplice del terrorismo. Jorge Martínez Reverte arremetía también contra Egiguren en otro artículo reciente. Insultar a Egiguren (o a Aizpeolea) se ha convertido en uno de los pasatiempos favoritos entre quienes andan mitad desconcertados, mitad cabreados por el fin de ETA.

Pero no nos desviemos. El artículo de Azúa no sobresalía por su avinagramiento (tenía la dosis habitual), sino por la tesis fantástica de que la caída del PSOE se debe a la política de los socialistas hacia el nacionalismo. En todo el artículo no se mencionaba ni una sola vez la crisis económica como un factor posible de desgaste del partido socialista. Si los socialistas se han hundido electoralmente es por no combatir el nacionalismo como se debe, es decir, mediante insultos. Hay que aclarar que Azúa estaba explicando sobre todo su decisión personal de no votar al PSOE, si bien tenía la presunción de que sus "razones" personales iluminaran lo sucedido el 20-N. Mucha presunción parece.

Es verdad que los literatos no son los únicos en confundir el análisis con la ocurrencia. Sin embargo, son especialmente habilidosos en ese ejercicio y sirven de inspiración a muchos otros que, sin tener talento literario, ocupan columnas y tribunas. Porque el talento literario de Vargas Llosa o de Azúa no está en cuestión. Lo que me pregunto más bien es si ese talento es condición suficiente para el análisis político. Este requiere algo de destreza literaria, pero exige sobre todo unas ciertas capacidades que no guardan necesariamente relación con el mundo de la ficción: entender los intereses en juego, las limitaciones con las que operan los actores políticos, las estrategias, los valores ideológicos, saber lo que se ha hecho en otros países, confiar en los hechos y no en las percepciones, etcétera. Rara es la ocasión en que ambos talentos se dan conjuntamente, de forma que el autor combine la buena prosa con la profundidad. En este sentido, Javier Pradera era sin duda un ejemplo sobresaliente.

En otros países no es tan habitual encontrarse con las opiniones políticas de los escritores en las páginas de los diarios. Basta con echar una mirada a los medios anglosajones serios, en los que el nivel de exigencia del análisis es mayor. ¿Es una aspiración desmedida acabar con la retórica de la contundencia, eliminar el matonismo verbal y reclamar argumentos y datos como materiales básicos del debate político?



IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA es profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor de Más democracia, menos liberalismo (Katz).

domingo, 8 de enero de 2012

ZAPATOS


MANUEL V ICENT


EL PAÍS, 8-1-2012

A la hora de desechar por viejos a un par de zapatos piensa qué será de ellos si van a parar cada uno a un distinto contenedor de basura, después de haber pasado juntos toda la vida. Ante el destino aciago que los ha separado, los zapatos viejos suelen llorar cada uno por su lado al recordar que un día calzaron a aquel niño salvaje que trepaba por los árboles; a aquel chaval nervioso que daba patadas a los botes en la calle camino del colegio; a aquel chico enamorado que los lustraba para ir a bailar con la novia a las verbenas; a aquel joven inconformista que siempre iba detrás de una pancarta equivocada; a aquel recién casado que durante el paseo en las tardes desoladas de domingo los arrastraba en silencio junto a su mujer tirando de un carrito de bebé; a aquel señor metido en política que tuvo que pisar innumerables charcos; a aquel anciano melancólico que renunció a ellos cuando ya no podía atarse los cordones si no era blasfemando. La historia de cada persona puede ser escrita a través de los zapatos que ha calzado a lo largo de los años: aquellos que dejó en el balcón la noche de Reyes; o aquellos de dos tonos, blancos y color café, con rejilla, de hortera; o las botas rudas de excursionista buscador de setas; o los mocasines de tafilete con dos borlitas, de lechuguino; o los últimos con las suelas pintadas de negro betún de Judea con los que cualquiera será enterrado. El alma se le baja a uno hasta los pies al caminar y gracias a que queda atrapada en los zapatos, no se pierde en la calle a merced de cualquier perro sarnoso que quiera pasarle la lengua después de olisquearla. Uno siempre es responsable de los zapatos que calza y a partir de ellos, como si fueran raíces llenas del fermento de la tierra, el individuo se desarrolla. Subiendo por las piernas, las caderas y las vísceras se puede llegar al alma de cada persona, que suele ser de la misma calidad de piel y de una horma parecida. En la memoria están todos los zapatos que uno ha llevado, los indómitos, los flexibles, los dóciles, los correosos, según las sucesivas etapas psicológicas de una vida. Los zapatos que uno desecha, si van a parar a un basurero distinto, se llevan también el alma dividida. Y allí puede que recuerden con orgullo o desprecio al individuo que los calzó un día.

lunes, 26 de diciembre de 2011

LA POBREZA
ALMUDENA GRANDES
EL PAÍS, 26-12-2011

A menudo pienso en la pobreza. El curso de los acontecimientos me devuelve imágenes de mi infancia, muchachas sin medias ni abrigo que andaban deprisa, protegiéndose apenas de las peores mañanas del invierno con una chaqueta de punto cruzada sobre el pecho, hombres oscuros, de pelo muy corto, que llevaban las solapas de las americanas levantadas y una maleta de cartón en la mano mientras andaban por la calle sin rumbo fijo. Eso pasaba en un país pobre, que se llamaba España, y no hace tanto.

Luis de Guindos, que hace mucho menos tiempo dirigió Lehman Brothers en España y Portugal, ha declarado que recuperaremos el nivel de bienestar que nunca deberíamos haber perdido. Comprendo que en su toma de posesión como ministro de Economía no habría sido indicado añadir "por culpa de la crisis financiera desencadenada por la quiebra de la compañía de inversiones para la que trabajaba yo mismo", pero podría haberse ahorrado la frasecita. Si no lo ha hecho, es porque se lo puede permitir. Por eso, al escucharle, volví a pensar en la pobreza.

Si, como parece, estamos condenados a ser otra vez pobres, nos conviene recuperar la estampa de las mujeres y los hombres sin abrigo que cruzaron el frío de nuestra infancia. No para asumir que tendremos que volver a vivir como ellos, sino para aprender las lecciones que podamos extraer de su experiencia. En el umbral del pavoroso abismo que se lo traga todo, las fotografías antiguas se tiñen de una pequeña y profunda ternura. A los españoles no se nos ha dado bien ser ricos, pero hemos sabido ser pobres con dignidad durante muchos siglos, y aquí seguimos estando. No pretendo amargarles la Navidad, al contrario. Si rebuscan entre las imágenes de su infancia, tal vez estén de acuerdo conmigo en que no podemos dejar una herencia mejor a nuestros hijos que la memoria de una pobreza con dignidad.

viernes, 11 de noviembre de 2011

IRONÍAS
JUAN JOSÉ MILLÁS,

EL PAÍS, 11-11-2011

Entre parado y preparado no hay más que un prefijo, distancia que, si nunca fue excesiva, con la crisis se ha reducido hasta extremos insoportables. De hecho, ahora todos los trabajadores somos, en potencia, preparados. La recomendación tradicional de los padres ("hijo, debes formarte para estar preparado") ha devenido en una ironía sangrienta, igual que la expresión "jamás hemos tenido una juventud tan preparada". En efecto, nunca hemos tenido una juventud tan cerca de quedarse en el paro; la mitad de los que acaben sus estudios este año se encuentran ya en situación de preparados. El significado se desliza por debajo de las palabras con el sigilo de una sombra asesina. Estar preparado, que en otro tiempo quiso decir haber estudiado dos carreras y cuatro idiomas, significa hoy encontrarse en la situación previa al desempleo, en el umbral del paro, en la frontera de la desesperación laboral. Ahora que habíamos logrado vivir como si no fuéramos a morir nunca, vamos a la oficina con la certidumbre de que nuestro empleo es la antesala del desempleo. Por eso hay también más trabajadores prejubilados que jubilados y contribuyentes más preocupados que ocupados. Hubo un tiempo, ¿recuerdan?, en el que el prefijo de moda fue pos: nos encontrábamos de súbito en la posmodernidad, en la poshistoria, en la era posindustrial o posanalógica. Parece mentira que un cambio de prefijo implique un cambio tan grande de cultura. Ahora todo es más premeditado que meditado, hay también más prejuicios que juicios y presentimos las cosas antes de sentirlas. Perdido su prestigio el pos, nos hemos dado de bruces con el pre. Pero no imaginábamos, la verdad, un pre tan duro, un pre de premonición, sobre todo sabiendo como sabemos desde el principio de los tiempos que no hay presentimientos buenos, pues no existen los profetas de la dicha.

martes, 8 de noviembre de 2011

LA COSTUMBRE

ROSA MONTERO

EL PAÍS, 8-11-2011

A lo tonto modorro, llevamos ya cuatro años de crisis económica. Cuatro años al borde del precipicio sintiendo cómo el viento del desastre nos lame las mejillas. Recuerdo, al principio, los meses de aguda angustia y la obsesiva sensación de que los bancos (y nuestros ahorros) se iban a derrumbar como castillos de naipes. Cuatro años más tarde, todo es mucho peor y más horroroso. Las amenazas son más grandes que nunca y el pasmoso lío del referéndum griego demuestra una vez más que los que mandan no tienen ni la más repajolera idea de cómo salir de esto. Por no hablar de las hordas de parados y de las decenas de miles de personas que han perdido sus casas. Y, sin embargo, se diría que lo soportamos mejor. Que nos hemos acostumbrado a vivir en la vecindad del Apocalipsis, como los labriegos medievales se acostumbraban a las sangrientas y periódicas incursiones de vikingos. Que nuestro miedo ha perdido su filo y ya ni nos molestamos en comentar la última noticia catastrófica con los amigos. Incluso nos las apañamos para no leerla e ignorarla. 

Ya lo dice el viejo refrán: que Dios no te mande todo aquello que puedas aguantar porque puedes soportarlo casi todo. La estupenda fotógrafa Christine Spengler me contó cómo en la inacabable guerra de Líbano, un instante después del estallido de las bombas e incluso antes de que se hubiera disipado el humo, los vendedores ambulantes de Beirut volvían a vocear como si nada sus muestrarios de relojes y sus varitas de nardos. Es lo que tiene la asombrosa capacidad de adaptación de la especie humana, la flexible tenacidad que nos protege. Sin duda es nuestro mejor recurso de supervivencia, pero, por otro lado, esa adaptabilidad embota el filo crítico. O sea: también nos acostumbramos a los incompetentes y dejamos de pedirles cuentas por este desastre. 

lunes, 31 de octubre de 2011

DEMOCRATIZACIÓN Y ODIO INTELECTUAL

CÉSAR ANTONIO MOLINA

EL PAÍS, 31-10-2011

En el pasado, uno de los autores que más frecuenté fue McLuhan, aquel señor al que Woody Allen hacía aparecer en Annie Hall. El ensayista canadiense, allá por mediados del siglo pasado, cuando todavía existían de manera incipiente medios de comunicación de masas tales como la radio, el cine, pero sobre todo la televisión, hablaba ya no de un cambio de cultura sino de civilización. McLuhan adivinó como pocos lo que iba a suceder, aunque se fue a la tumba sin saber que esos medios se iban a quedar cortos ante la aparición, pocos años después, de este nuevo Polifemo llamado Internet. El cíclope era antropófago. ¿Internet antropófago? Desde su aparición lo ha engullido todo y aquello que se le resiste lo cerca con tretas dignas de su contrincante Odiseo. El héroe de Troya es hoy la lectura profunda, la escritura creadora y el libro, sobre el soporte que sea, tal cual lo concebimos como compendio del saber al menos desde Gutenberg, aunque su ideario ya había sido conformado antes, al menos 400 años antes de Cristo, cuando Platón en el Fedro debate con Sócrates lo bueno y lo malo que la nueva tecnología de la escritura va a traer a la educación y a la cultura basada en la memoria y la oralidad. La memoria (hoy algo tan combatido) que en la filosofía y la estética de los antiguos (también nuestros contemporáneos) era la madre de las Musas, "saber de memoria", escribe Steiner, "es dejar que el mito, la oración o el poema se ramifique y se expanda en nosotros". 

En los libros de McLuhan hay clarividentes intuiciones sobre el futuro, nuestro presente, a través de los soportes con los que él mismo convivía advirtiendo ya un cambio radical en el individuo y la sociedad. Se refería a máquinas progresivamente más sofisticadas que, por una parte, ayudarían a la actividad humana, pero que, por otra, influirían y condicionarían su conducta. "Estamos acercándonos -dijo- a la fase final de las prolongaciones del hombre, o sea, la simulación técnica de la conciencia". Así es. Este salto gigantesco en la evolución tecnológica está produciendo un cambio tan radical como jamás aconteció. En un solo soporte la palabra escrita, el sonido y la imagen. ¿Qué nuevos géneros literarios o periodísticos saldrán de aquí? ¿Destronarán a los actuales? Simultaneidad en la información, en las redes sociales, facilidad para almacenar y encontrar. El contenido de un medio, afirmaba McLuhan, importaba menos que el medio en sí mismo a la hora de producir efectos en nosotros. Durante la segunda mitad del siglo XX, a pesar de su cruda y premonitoria verdad, el hombre convivió con estos nuevos instrumentos y, en contra de lo que esperaban muchos vaticinadores infaustos, los unos no se comieron a los otros. La prensa y los libros no solo sobrevivieron sino que alcanzaron cotas desconocidas. Pero el tiempo a McLuhan le ha acabado dando la razón. Cada nuevo medio tecnológico nos cambió y modificó. Pero Internet nos está transformando y manipulando de manera radical, como jamás sucedió antes. 

McLuhan pasó de moda, pero ahora vuelve con una verdad que no compartimos en su momento. Aquella referida a que el texto escrito, el libro y la lectura eran una tiranía sobre nuestro pensamiento. Algo que, para él, afortunadamente, había comenzado a resquebrajarse por la acción imparable de los nuevos sistemas de comunicación de masas. Sentí que el autor de Galaxia Gutenberg promovía injustamente el fin de la cultura del libro y propiciaba los nuevos instrumentos audiovisuales uniformadores. ¿Por qué McLuhan atacaba la base tradicional de transmisión del conocimiento? Defendía la democratización de la cultura a través de los medios audiovisuales de comunicación de masas y combatía -él, un intelectual- la aristocracia del saber, debida al libro y la lectura. Este inquietante planteamiento es uno de los que ahora observo desarrollado, con más profundidad, en nuevas monografías. No solo estudiantes, profesionales o profesores confiesan con desparpajo que han dejado de leer libros de papel y que leen solo fragmentariamente en pantalla, sino que los libros son superfluos y que grandes autores de la literatura y obras esenciales ya no les dicen nada. Personas cultivadas muestran claramente un desconocido y desconcertante odio intelectual. Internet facilita el acceso a la información, pero el acceso al conocimiento aún tiene que alcanzarse a través de los usos de siempre. Leer con concentración, atención y en silencio todavía no es algo arcaico y prescindible, se haga a través de cualquier soporte. Lo mismo que la lectura debe ser total y no parcial. La cultura y el conocimiento siempre se obtendrán estudiando: es decir, leyendo. El viejo proceso lineal de pensamiento es el que nos ha conducido hasta nuestros días, ¿por qué no readaptarlo a los nuevos usos tecnológicos? Seguramente es una batalla perdida porque, como dice Nicholas Carr, Internet ofrece tal cantidad de posibilidades que finalmente acaba distrayendo la atención antes reflexiva, concentrada, atenta de la mente lineal ahora desplazada por otra nueva que quiere diseminar información resumida, superficial, poco conflictiva. Que Internet está modificando nuestras costumbres y que el mundo muy pronto será distinto, está claro. Pero eso no significa que abandonemos nuestro espíritu crítico y nos entreguemos a su suerte. No podemos permitirnos el lujo de que nuestros estudiantes pierdan su capacidad para leer, y entreguen su juventud al hipervínculo o al scrolling y que piensen que Don Quijote oUlises son creaciones incapaces de ayudarles. 

Leer un libro no es un acto anticuado. Leerlo entero, compartir su enseñanza, es un acto superior al del mero cazador experimentado en Internet. Nuestros jóvenes se resisten a leer en profundidad y por tanto se resisten a estudiar, a adquirir un conocimiento propio. Han delegado su mente en una máquina, ahora su más fiel amigo. Nuestros jóvenes leen más, escriben más, pero de una manera superficial. Nuestros jóvenes son maestros del puzle. La influencia del ordenador sobre quien lo utiliza es muy grande. Nos estamos dejando vencer por la industria y el mercado, que dictan nuestros gustos y cambian nuestras maneras intelectuales. La modificación del acto, del sentido y el fin de la lectura está ya trayendo los primeros cambios. Como escribe Ong en su libro Oralidad y escritura, las tecnologías no son meras ayudas exteriores, sino también transformaciones interiores de la conciencia y, sobre todo, cuando afectan a la palabra. 

La lectura, la cultura, la educación, el saber y el conocimiento no son algo pasivo, sino activo. Si lo delegamos todo en un instrumento, si vaciamos toda nuestra memoria, también perdemos en estos actos parte de nuestra libertad. Radio, cine, televisión, nunca atacaron frontalmente al libro. Compitieron con él robándole espacio y tiempo, pero la cultura por excelencia seguía transmitiéndose a través de la imprenta. Internet es distinto. Archiva, procesa, comparte la información, también la textual, tecnologiza la palabra, la creación. Es un instrumento útil que no debería suplantar sino completar los buenos usos anteriores. Pero no está siendo así. Carr, en ¿Qué está haciendo Internet?,afirma algo que, muy a mi pesar, reconozco como inevitable: que el futuro del conocimiento y la cultura ya no se encuentra en los libros, ni en los periódicos, ni en televisión, sino en los archivos digitales difundidos por nuestro medio universal a la velocidad de la luz. 

Libro de papel, libro electrónico, conocemos ya sus ventajas y desventajas. El primero, multisensorial, una obra de arte en sí mismo; el otro, repleto de información, de distracciones, de emboscadas a la textualidad. Me preocupa mucho menos el soporte que el cambio profundo que se está produciendo en la antigua manera de leer, buena, experimentada y sabia. El cambio de forma sufrido por un medio supone un cambio de contenido. Cambio profundo en la manera de leer y en la de escribir. 

Muchos jóvenes comentan que no leen novelas porque son demasiado largas para seguirlas en pantalla. Probablemente, en un futuro cercano, las novelas electrónicas serán más visuales que textuales, lo que ya se conoce como vooks. ¿Dónde se hallará el creador? Todo estará socializado y, probablemente, abocado a lo superficial. ¿La lectura "masiva" fue una "breve anomalía" de nuestra historia intelectual y cada vez irá quedando dentro de una minoría que se perpetúa a sí misma, la clase "lectora"? En realidad, ¿no fue siempre así? ¿Por qué este odio intelectual, que lleva a muchos a decir que no debemos llorar por la muerte de la lectura pues estuvo siempre sobrevalorada, así como las grandes obras que la conforman y sus autores, dotados de una genialidad insultante y antidemocrática? ¿Por qué Internet tiene que obligarnos a dejar de leer, a dejar de escribir, a dejar de pensar? En el Fedro, yo estaría de parte de Platón, de parte de la escritura, del avanzar sobre los inconvenientes razonables de Sócrates. Hoy estoy de parte de Internet siempre que, como decía este último, no amenace la profundidad intelectual. 

CÉSAR ANTONIO MOLINA  es escritor y director de la Casa del Lector y fue ministro de Cultura.