"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







domingo, 27 de marzo de 2011

EL CORAZÓN DEL OTRO

GUSTAVO MARTÍN GARZO

EL PAÍS, 27-O3.2011
"También la lluvia", la reciente película de Iciar Bollain, ha vuelto a recordarnos la brutalidad de la conquista del Nuevo Mundo por parte de la España del siglo XVI. La película hace un atrevido paralelismo entre esa colonización y la no menos sistemática y brutal que los países más poderosos siguen llevando a cabo en tantos lugares del mundo a través de sus negocios e industrias. Uno de los protagonistas de aquella conquista fue Cristóbal Colón. ¿Pero es Colón alguien que solo pertenece a la historia o un modelo aún vigente de la insaciabilidad y soberbia que siempre han caracterizado las relaciones de Occidente con el resto del mundo? ¿Quién era este oscuro navegante, qué esperaba encontrar en aquel viaje? ¿La gloria, el poder, la riqueza, la salvación de su alma, acaso todo a la vez? Entregó su vida entera a una aventura insensata y todavía hoy nos preguntamos la razón. Una aventura que llevó a cabo en las condiciones más penosas, si consideramos que para escoltar a la infanta doña Juana, hija de los Reyes Católicos, en su viaje matrimonial a los Países Bajos, la corona fletó 130 buques con miles de soldados a bordo. Se nos ha dicho que quería encontrar una nueva ruta a las Indias, para evitar a los peligrosos piratas del Mediterráneo, pero ¿de verdad era eso lo que buscaba? Hay quien piensa que era un hombre religioso en cuyos sueños se compendiaban algunas de las grandes aspiraciones del mundo cristiano de la época: "el comercio directo con Oriente, el contacto con los misteriosos reinos cristianos del Preste Juan y el remate al ideal de la Cruzada con la toma definitiva de Jerusalén". Sin embargo, Cristóbal Colón también representa el modelo del hombre moderno, en que se combinan la mentalidad del científico y el naturalista con la del hombre pragmático que sueña enriquecerse. Todorov afirma que pueden darse tres móviles para la conquista. El primero, humano: la riqueza; el segundo, divino: la cristianización de los indígenas; y el tercero, relacionado con el conocimiento y el disfrute del mundo natural.

Cristóbal Colón fue un hombre situado a caballo entre dos mundos: uno, el moderno, que trata de regirse por la racionalidad y la observación; y el otro, el medieval, lleno aún de mitos y oscuros prejuicios. Esta alternancia de modernidad y tradición, podría explicar, al menos en parte, su compleja personalidad. Su despotismo, por ejemplo, no sería tanto el despotismo del que solo busca el poder y lariqueza, sino del que se cree investido de una misión superior y no duda en llevarla a cabo como sea, por pensar que sus cuentas no son con los hombres. Así era Colón, tan capaz de las observaciones más delicadas y conmovedoras, como de cortar las orejas y la nariz a un pobre muchacho al que cogen robando trigo.

Sus diarios son una prueba de esa personalidad contradictoria. Vemos en ellos a un hombre culto, aficionado a la lectura, dotado de un espíritu crítico y moderno; pero también a alguien que aún no ha abandonado la oscura noche del mito y cuya visión del mundo sigue condicionada por los más extravagantes prejuicios. Así, y junto a precisas descripciones de los lugares que visita, de su fauna y su flora, o de los indígenas que le salen a recibir, habla de personajes tan imposibles como los come-hombres y los hombres-perro, o se pregunta cuándo se producirá ese encuentro que tanto teme con el unicornio, del que ha oído hablar en el libro de viajes de Marco Polo. O dicho de otra forma, su travesía no tiene lugar solo por una geografía real sino también por una geografía soñada, y de hecho, al menos en dos ocasiones, cree haber encontrado el paraíso terrenal. Era un viaje real y simbólico a la vez.

De hecho, cuando los Reyes le reciben en Barcelona, a su regreso de su primera travesía, no lo hacen solo como si fuera un viajero ilustre, alguien portador de noticias acerca de nuevos mercados o países remotos con los que mantener relaciones provechosas, sino también como si viniera del mundo del mito. El hermoso relato que hace Björn Landström no puede ser más ilustrativo. La ciudad se engalana como para una fiesta, y cuando entra en el salón real los soberanos se levantan para recibirle, como habrían hecho con un igual. Acompañan a Colón las criaturas y productos de aquel mundo remoto. Varios indios casi desnudos, jaulas con cacatúas, pequeños perros que no podían ladrar. Arcas con algodón, áloe, especias y pieles de grandes iguanas. "Y grandes cestos llenos de oro: coronas de oro, grandes máscaras decoradas con oro, ornamentos de oro batido, pepitas de oro, polvo de oro". Colón iba presentando estos bienes a los soberanos, al tiempo que les hacía el relato de sus aventuras. Les habló de los caribes devoradores de carne humana y de las sirenas frente a Monte Christi, aunque aseguró que no había visto ninguno de los monstruos que los cosmógrafos creían existentes en las islas al fin de la Tierra. Toda una representación, que Colón lleva a cabo como el más avezado de los escenógrafos, presentando su descubrimiento del Nuevo Mundo como el fin de la época de escasez.

Una cosa bien distinta era lo que había dejado atrás: tormentas, enfermedades, traiciones, la llegada a unas tierras extrañas y hostiles, donde nada era lo que había esperado encontrar.

Y aun así, repite ese mismo viaje hasta cuatro veces, sin que en ninguna de ellas le vaya mejor que en las precedentes. Esta repetida frustración y las numerosas penalidades que tuvo que sufrir le volvieron un gobernante altivo e implacable, que incluso tuvo que regresar a España para responder a las numerosas denuncias que se hicieron en su contra, tal como relatan las historiadoras Consuelo Varela e Isabel Aguirre. "Aplicaba la justicia sin juicios, no distribuían víveres entre los colonos y no permitía que se bautizara a los indígenas para poder utilizarlos como esclavos". Puede que esos excesos tuvieran que ver con el fracaso de sus sueños, y con su incapacidad para aceptar sus errores.

De hecho, la historia de Colón no es sino una sucesión de equivocaciones. No había estado a las puertas de los reinos del Gran Khan, ni las tierras que había encontrado tenían nada que ver con el paraíso del que habla la Biblia. Tampoco había oro, al menos en las proporciones que esperaba, ni sirenas u otras criaturas fantásticas. Solo avidez, traición, enfermedades y muerte, la historia eterna de los hombres. Se equivocó en casi todo lo que hizo, especialmente en su trato con los pobladores nativos de las tierras descubiertas, a los que nunca hizo el menor esfuerzo por entender. Solo le importaba lo que veía, o lo que creía estar viendo: no lo que los demás podían ver u observar, ni siquiera sus otros compañeros de expedición. Se sentía superior a ellos, sobre todo a los indígenas, a los que siempre consideró poco más que animales.

Ese fue su mayor fracaso, y tal vez lo que más le acerca a nosotros, si consideramos el papel que seguimos cumpliendo con tantos pueblos. El Nuevo Mundo estaba en el corazón de los otros, y él, uno de los más grandes navegantes que ha existido, pasó a su lado sin apenas detenerse a mirarlo. ¿Sigue representado a esta Europa exhausta pero insaciable que somos?

GUSTAVO MARTÍN GARZO es escritor.

miércoles, 23 de marzo de 2011

UNA LECCIÓN DE FUKUSHIMA

ALBERT CHILLÓN Y LLUIS DUCH

LA VANGUARDIA, 23-03-2011


Cuando escribimos se cumplen nueve días desde que un cataclismo natural abriese la caja de Pandora de las pesadillas que la ficción fílmica y literaria ha soñado en el último siglo. Y, en concreto, las que desde la hecatombe de 1945 han tenido a Japón como escenario. A día de hoy resulta probable que se haya consumado un grave accidente cuando este texto vea la luz; y sólo posible que los operarios que se juegan la piel para aplacar Fukushima logren confinar al genio atómico en su arcón. Sobra añadir que, de cumplirse lo primero, se habrá desatado una calamidad sin apenas parangón, cuya gravedad oscilará entre el horror de Chernóbil y la devastación que remató la Segunda Guerra Mundial, cuando el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki sumó cerca de 150.000 muertos y una legión de heridos, amén de secuelas que aún duran. Sea cual fuere su desenlace, el presente trance deber suscitar una meditación que rehúya tanto el catastrofismo como la frivolidad, y que ante todo alumbre el hondo sentido de lo que ocurre en Fukushima, esa ominosa terminal de una civilización cegada por el mito del progreso y la tecnolatría.

Entre otras posibles, el desastre en ciernes insinúa una lección que, más allá del debate nuclear, la humanidad debería asumir so pena de que el sueño de su razón siga forjando monstruos, como expresó Goya en su aguafuerte preclaro. Una enseñanza sapiencial que no emana del acervo tecnocientífico de que dispone, sino de una antigua pero nada caduca herencia que los presentes sistemas de instrucción empujan al olvido. Los mitos de Occidente y Oriente lo ilustran a modo: a instancias del diablo, Adán y Eva muerden el fruto del árbol del conocimiento y son expulsados del paraíso; Prometeo arrostra un castigo feroz tras robar el fuego de la vida a Zeus y dárselo a los humanos; Nemrod porfía en alzar un colosal zigurat, cuya cúspide rete a Dios en su mismo cielo, pero éste lo destruye y trueca el idioma común en una Babel de lenguas; Dédalo implanta a su hijo Ícaro unas alas que lo elevan a las alturas, tanto que el sol derrite la cera que fija las plumas, y el joven se desploma al suelo en picado.

Del Génesis bíblico a Godzilla y El planeta de los simios – pasando por el Fausto de Goethe y Mann, el Frankenstein de M. Shelley o El aprendiz de brujo de Dukas-,la añeja lección enseña que ese arrogante desafuero contra los humanos límites que los griegos llamaron hybris -ese pecado de endiosada soberbia, en la tradición semita- se cobra siempre una factura impagable. Séase creyente, agnóstico o ateo, tales mitos sugieren una acientífica aunque abisal sabiduría acerca de los límites del poder y conocer que refuta la fe tecnocrática en boga. Pero también, al tiempo, narran y lamentan que el ser humano -ambiguo, indigente, ignorante a fuer de racionalista, casi siempre miope- a duras penas se muestre capaz de asumirlo. El frágil animal fantaseador que somos, en lúcido dictum de Nietzsche, tiende a vivir embriagado por una voluntad de poderío que le lleva a crecer, multiplicarse y extender su férula sin tasa, y a creer a pie juntillas en ilusiones y espejismos de toda especie.

Ni ángel ni bestia, según Pascal, se sueña no obstante Dios, y busca endiosarse a cualquier precio, embargado por una primordial idolatría en cuya entraña -como sugieren la caverna de Platón, el velo de Maya hinduista, La vida es sueño de Calderón o la película El show de Truman- vive sin darse cuenta.

Desencadenada por la naturaleza, la calamidad que acaba de azotar Japón es en sí inevitable. Pero la fisión atómica que amenaza desbocarse en Fukushima podría precipitar un impredecible cataclismo, riguroso fruto de la cultura y la acción -y omisión-humanas. Erigida sobre una inquieta falla tectónica por el único país que ha padecido el infierno nuclear, sus reactores no sólo encierran un posible -e irreversible- apocalipsis, sino una enseñanza implacable. A lomos de la opulencia tecnológica, la humanidad extiende su imperio a casi todos los rincones de la naturaleza y la vida. Y sin embargo, ebria de esa compulsiva ansia que parece catapultarla más alto aún, no repara en que la ilusión de progreso puede resultar en regreso. Ni tampoco en que el desafuero económico, biopolítico y medioambiental que la globalización fomenta deriva de su hybris sempiterna, que sólo una sabiduría basada en la autolimitación, la sobriedad y la mesura podría domeñar acaso.

Como Chernóbil, Haití, el mar de Aral o Bhopal, la tragedia que se cuece en Japón -en apariencia remotamente improbable-merodea los peores augurios. Pero también revela el envés del imperio neocapitalista y depredador que los grandes poderes promueven, y del que casi todos los súbditos y ciudadanos de sus regímenes, en mayor o menor medida, acabamos participando. Fukushima es un nodo en llamas de la tupida red tecnoindustrial que nos brinda comodidades, lujos y ensueños sin riendas, al precio de socavar los mismos cimientos naturales y culturales del limitado acomodo material que con juiciosa prudencia y contención – buscando una vida buena, y no sólo la buena vida-deberíamos reservarnos. El mundo entero precisa acometer una revolución igualitaria y austera, un cambio de paradigma civilizatorio resumible en el viejo adagio latino Ne quid nimis:”Nada en demasía”.

ALBERT CHILLÓN es profesor titular de la Universitat Autònoma de Barcelona y escritor. LLUÍS DUCH, antropólogo y monje de Montserrat.

LOS ASESINOS TAMBIÉN TIENEN PADRES

JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN

EL PAÍS, 23-03-2011

Reconozco que el título puede parecer melodramático o confundirse con un serial televisivo, pero mi propósito está lejos de esos contenidos. Pretende ser una llamada de atención sobre el tratamiento informativo de los sucesos criminales que se transmite a los ciudadanos a través de los medios de comunicación, con especial relevancia en los telediarios de algunas televisiones. El editor no duda, un asesinato pasional es prioritario.

La elección me parece discutible, pero en todo caso el mensaje resulta, casi siempre, demoledor y degradante. El responsable de la emisión tiene ante sí el abundante material proporcionado por el reportero que se ha trasladado al lugar del sangriento suceso. Puede elegir pasajes y seleccionar textos, pero debe ser consciente de que maneja algo más que sangre, venganza y morbo. ¿Está seguro el responsable de los contenidos de que es prioritario transmitir la irracionalidad de los instintos antes que acercarse al contexto en el que suceden los hechos? Podemos comprender el grito desgarrado de los familiares pidiendo que el asesino se pudra en la cárcel de por vida, pero es peligroso alimentar los sentimientos vengativos.

En la Edad Media, cuando se producían acontecimientos semejantes, la tribu reaccionaba expulsando al autor y su familia de la comunidad, privándoles de su patrimonio y exponiéndoles a todo género de represalias. Hemos progresado asombrosamente, pero los instintos permanecen al acecho.

Algunos políticos, ante el revuelo y la pasión desencadenada, no resisten la tentación de ponerse al frente de la manifestación. Recaban la opinión de expertos sociólogos o demoscópicos, prometen endurecer las leyes como remedio taumatúrgico y optan por la rentabilidad electoral de una postura populista frente a los inciertos rendimientos de un mensaje sereno, racional y civilizado.

El cuadro informativo se completa con las escenas del traslado de los detenidos a las dependencias del juzgado. Parece que los responsables policiales quieren contribuir al espectáculo. En algunos casos dejan el furgón a 20 o 30 metros de la puerta del edificio, haciendo cruzar al sospechoso ante una jauría de ciudadanos que expulsan sus peores instintos a gritos e intentan agredir a una persona esposada en medio de dos policías. El riesgo de un linchamiento es alto y debe ser evitado. Por favor, tomen medidas antes de que tengamos que lamentar el espectáculo degradante de una masa enfurecida saciando su venganza con resultados irreparables. Serenar el ambiente es una tarea que a todos nos corresponde. Es indispensable la colaboración de los medios que nos muestran el lugar del suceso. En principio, todos podríamos vernos retratados en esa masa enfurecida.

En una democracia, solo el Parlamento y el Gobierno pueden dirigir las políticas legislativas y de seguridad. Las víctimas, traumatizadas por la tragedia vivida, nunca pueden erigirse en sujetos políticos con legitimidad para imponer cambios legales. Tienen derecho a reclamar asistencia material y psicológica y a denunciar sus carencias. Los que se aprovechan de su dolor alimentando perpetuamente sus angustiosos recuerdos solo merecen el desprecio por el daño que causan a los afectados y la convivencia.

Sus propuestas son simplistas y monocordes. La cadena perpetua es el bálsamo que transformará la sociedad en un idílico paraíso seguro y sin delincuencia. Para cubrir su desnudez argumental, nos recuerdan que otros países democráticos la tienen entre sus penas. Es cierto; y también ejecutan la pena de muerte. Ignoran o soslayan que en España una persona que haya cometido varios delitos graves puede estar 40 años en prisión, medida a la que muchos nos hemos opuesto por considerarla inhumana. En los países, como Francia, que conservan la cadena perpetua, la revisan y solo excepcionalmente la pena de prisión supera los 25 años.

Felizmente, en algunas ocasiones nos llega una bocanada de aire puro. Hace pocos días la madre de la víctima pedía, en el mismo lugar de la tragedia que no se criminalizase a los padres y a la familia del posible autor del crimen. A pesar de todo, la atmósfera se vuelve irrespirable y los familiares tienen que abandonar el pueblo a pesar de estos gestos.

La venganza siempre es corrosiva para el que la siente y la alimenta. Termina aniquilando la capacidad de ser feliz. Algunas sociedades la institucionalizan como costumbre legal. En los Estados federales de Norteamérica que mantienen la pena de muerte, se ofrece la primera fila de palco a los familiares de la víctima de ese ser humano que ha pasado años en el corredor de la muerte pensando en que la mañana siguiente sería la última. Cuando entra en el recinto, es el único que mantiene a salvo la dignidad. Es una persona ante la muerte que piensa, siente y tiene miedo. No todo termina cuando el cuerpo agonizante y convulsionado del reo deja de moverse. Se dan las luces y se disipa la penumbra. Los ejecutores dejan sus instrumentos de muerte y se retiran como los obreros que abandonan el tajo. Los familiares de la víctima, que han dado rienda suelta a sus pasiones, regresan a sus casas. Tarde o temprano se mirarán en el espejo y no verán su rostro. No es que haya desaparecido, es que están muertos.

JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN es magistrado emérito del Tribunal Supremo.

jueves, 17 de marzo de 2011

LA VITALIDAD ACTUAL DEL ESPAÑOL



MARIO GARCÍA DE CASTRO

EL PAÍS, 17-O3-2011


Siempre fue mala consejera la nostalgia. Con frecuencia observa el presente degradado y el futuro lo hace patético. Pero peor resulta la egolatría, tan frecuente en el anacrónico mundo intelectual español, que en su proceso de distanciamiento de la realidad no solo ignora al otro, sino que lo agrede para imponer la visión miope del yo salvador, hasta reducirse a contemplar un submundo autista y ficticio.

Viene esto a cuento de las visiones derrotistas sobre el futuro del español que ha acogido este periódico recientemente y formuladas precisamente por exgestores del Instituto Cervantes que ahora se consideran guardianes de los bienes culturales patrios pero antes parece que menos. Otro impulso facilón en el secarral de nuestra vida académica. ¿Por qué se impone la visión negativa de la defensa del español en el mundo cuando nuestra lengua vive su mejor momento histórico? Deberíamos estar pensando en el futuro y no mirar inútilmente al pasado. Ahí están los desafíos que nuestra lengua debe encarar. Su presencia en las redes sociales y la web 2.0, en los nuevos sistemas multimedia de enseñanza.

El Instituto Cervantes existe para hacer frente a los retos que este gran patrimonio cultural y político que es el español tiene por delante. Pero sin protagonismos sino reciprocidad internacional, la que se merece una lengua utilizada por 450 millones de ciudadanos en el mundo.

¿Qué se pretende cuando se advierte que no se puede dejar que el futuro de nuestra lengua dependa solo de la fertilidad latinoamericana? Esa visión ombliguista del español que nunca condujo a nada bueno sino al casticismo más rancio ¿no se complace con el Nobel Vargas Llosa? ¿Molesta que México exporte cultura en español? ¿Molestan los nuevos creadores del español como Bolaño, Vallejo, Piglia? ¿Imaginan al British Council defendiendo en Estados Unidos la pureza del inglés antiguo de Oxford degradado por los nativos de Kentucky? ¿No ha sido América el mayor poderío del inglés?

El Instituto Cervantes tiene como objetivo la promoción de una lengua que tiene cinco siglos de historia en América. Hoy, nueve de cada 10 personas que hablan español procede de América. Como ha referido Vargas Llosa, el español ha evolucionado muchísimo y se ha enriquecido gracias al contacto con otras lenguas. Se ha contaminado. Es hoy una lengua mestiza, y por eso precisamente tiene esta gran vitalidad y se expande y desarrolla. Cada día comprobamos esta vigencia de nuestra lengua. Una lengua que es la segunda lengua más hablada en el mundo por detrás del chino, y ya por primera vez por delante del inglés, y que, algo impensable, crece en unos EE UU que caminan hacia una sociedad bilingüe inglés-español, que es la tercera lengua en la Red y que avanza de manera imparable.

Y este es el gran desafío que vivimos. La cultura digital. El español ha superado el desafío del mestizaje, del contacto con otras lenguas, pero ahora se enfrenta a un nuevo reto, el de la cultura de las nuevas tecnologías de la comunicación. Hasta ahora parecía que el prestigio de la lengua estaba depositado solo en las obras literarias. Hoy cada vez es menos así y su desarrollo depende tanto de la literatura como de la economía, la ciencia o la tecnología. De la sociedad de la información, de la innovación, de su creatividad.

Sin duda, el español es hoy una lengua con una gran vitalidad. Es una lengua multicultural que estudian en el mundo 14 millones de personas no hispanoparlantes. La enseñanza del idioma español no se ha degradado en los centros de enseñanza como se afirma con facilidad; está tratando de sobrevivir con fuerza adaptándose a las novedades. Y si no fuera así solo sería culpa precisamente de nosotros los enseñantes, nunca de los alumnos. Ese sería el desafío y no otro. Seguir desempeñando un liderazgo en la adaptación irreversible a los nuevos tiempos, que nunca están quietos y menos ahora.

¿Que el idioma español resulta triste en los medios de comunicación y en el Parlamento de la nación? Pero ¿por qué siempre hay que buscar responsabilidades fuera? Empecemos por nosotros mismos. ¿Qué han hecho los catedráticos y exdirectores del Instituto Cervantes por impedir esa supuesta degradación? ¿Acaso deben pensar que han fracasado en su labor? Esto es una discusión de barra de bar. La culpa siempre la tienen los políticos o los periodistas. Y, mientras, nos inhibimos de actuar en aquellos campos donde se la juega el futuro del español: en cómo somos capaces de estimular a los estudiantes, a los investigadores, a los periodistas, a los músicos y actores, a los creadores en español para que exporten por el mundo. ¿Se lo dejamos a los jóvenes posmodernos porque lo nuestro es "reivindicar la acción de aquellas personas que supieron plantear con lucidez..."?

¿Pero a quién debemos reivindicar, a Vargas Llosa o a los exministros? ¿Quiénes son los que supieron plantear con lucidez la extensión y el fortalecimiento del español en el mundo, los exministros o los artífices de las redes sociales, donde diariamente se comunican en español millones de jóvenes? ¿Cuál sería el futuro del español sin estas redes sociales, sin los medios y las televisiones internacionales en español, sin el cine latinoamericano, sin la literatura y el pensamiento en español, sin la creatividad y la innovación que impulsa una lengua de comunicación en el mundo?

MARIO GARCÍA DE CASTRO  es profesor de la Universidad Rey Juan Carlos y director del Instituto Cervantes de Roma.

miércoles, 9 de marzo de 2011

LA CULTURA COMO PROPIEDAD
Y EL ANILLO DE GIGES

FRANCISCO J. LAPORTA

EL PAÍS, 09-O3-2011

Hay una conocida pregunta filosófica sobre la naturaleza de las creaciones intelectuales que vale la pena recordar. El califa Omar, aquel iluminado que prendió fuego a la biblioteca de Alejandría, creía necesario acabar con todos los libros porque los contrarios al Corán eran heréticos y los otros redundantes. Para probar que el fanatismo también es capaz de simetrías sorprendentes y saltos en el tiempo, el pasado 11 de septiembre un mentecato de Florida llamado Terry Jones, pastor de una iglesia lugareña con menos de 100 ovejas, convocó a una quema solemne del Corán. Quería, al parecer, quemar solo este libro y dejar todos los demás. Omar hizo mucho más daño, claro, pero se equivocaba exactamente igual que el pastor: los libros no se queman, lo que se quema son los ejemplares físicos de esos libros. Se ha podido por ello afirmar que el califa Omar no quemó en realidad ningún libro, y mucho menos pudo quemar el Corán el cretino de Florida. Es la misma idea que se insinúa en aquella genialidad de Ray Bradbury: "Montag, tenga cuidado. Cuide su salud. Si algo le ocurriera a Harris, usted sería el Eclesiastés". Los personajes de su famosa novela dieron en memorizar los libros. No podían correr el riesgo de plasmarlos en papel o en microfilme. La sola actividad de las neuronas que nutren nuestra memoria les servía de asiento. Igual que al músico que interpreta un concierto con la partitura en la mente. Un poema declamado, una canción, un cuento narrado a un niño no tienen materialidad alguna. Como dice el verso sin par de Lope, "en el aire se aposentan".

Solo desde esa perspectiva se puede entender lo que es una obra de arte y de cultura. Es su rara inmaterialidad lo que le confiere su impronta. Los productos culturales son entes incorpóreos que descansan por lo general en un asiento físico, pero a nadie se le ocurriría identificarlos con él. Decir de las Coplas de Jorge Manrique que son hojas de papel es ignorarlo todo sobre ellas. Para referirse a esa condición, los juristas hablan, con notoria impropiedad, de corpus mysticum. Y afirman que el objeto de la propiedad intelectual es precisamente ese "cuerpo" incorpóreo. Quizás alguien pueda extrañarse de ver tratada una realidad tan delicada con las herramientas jurídicas del derecho de propiedad, pero no hay nada de sorprendente en ello. Es más difícil justificar la propiedad de una viña o una casa que la de un soneto.

Precisamente por esa cualidad incorpórea, la propiedad intelectual es la más sólidamente justificada de todas las formas de propiedad. Encaja con todos los argumentos que a lo largo de la historia han tratado de justificar la propiedad privada. Y a diferencia de las demás, sale siempre victoriosa de la prueba. Incluso frente a construcciones arcaicas. Así, el acto creador hacía de Dios señor, dominus, propietario de la creación. O la vieja teoría de la primera ocupación, que fundamentaba la propiedad en el acto originario de posesión física del bien. Semejantes razonamientos solo son plausibles para la propiedad intelectual. Solo si se piensa la obra como acto creador o como el descubrimiento de un espacio nuevo en el universo intelectual caben estos argumentos. El primero que crea u ocupa ese espacio, aquel al que se le revela por primera vez, puede considerarse su propietario.

Por no mencionar la idea de la propiedad como producto del trabajo humano, como derivación de nuestro cuerpo y su proyección sobre las cosas. Locke la formuló en una secuencia argumental que partía de la propiedad de nuestro cuerpo mismo, derivaba de ahí la propiedad del trabajo humano, y acababa por atribuir la propiedad de las cosas a quien las había mejorado con su trabajo. Aunque ya sabemos que así no se justifica la propiedad de un campo, nadie duda hoy que una novela es producto del trabajo del creador. Hasta una cautela que Locke introducía en su construcción, impensable hoy para los bienes materiales, cuadra sin embargo con la propiedad intelectual. Decía que su argumento valía solo si tras la apropiación quedaban bienes suficientes para ser compartidos por los demás. En un mundo superpoblado, de bienes escasos y ocupados, esto es impensable. Pero el creador intelectual, cuando alumbra su obra, deja siempre para el disfrute común el universo entero del lenguaje y el sonido, la geometría infinita de las formas. No erosiona nada ese bien público inextinguible que es la cultura humana. Puede así defender su propiedad también con este argumento imposible.

Y están los argumentos de la utilidad y la eficiencia, tan sobados y resobados por la cofradía del libre mercado. ¿Quién puede discutir que estas obras incrementan nuestra felicidad? ¿Quién duda de que se dan con más eficiencia en un espacio de libertad, sin dependencias del creador, sin condicionamientos para expresar su talento? Pues bien, solo la propiedad de su obra puede alcanzar esos logros en su grado máximo. Resignarnos a que sean alumbradas en horas de ocio, o sometidas a patronos y mecenas, es menguar el impulso creador. "No puedo concebir un sistema más fatal para la integridad e independencia de los hombres de letras -decía Macaulay a los Comunes en 1841- que aquel bajo el que se les enseñe a buscar su pan diario en el favor de ministros y nobles". Pues bien, de ese destino solo puede salvarlos el derecho de propiedad.

Se me dirá que esto no lo discute nadie, que todos admiten hoy que una canción es de quien la crea, que apoderarse de ella o suplantar al creador debe seguir castigándose como apropiación y plagio. Pero no se pretenda después que, sentado esto, cualquiera puede reproducirla o descargarla sin pago alguno. Eso es incongruente. Tanto como decirle a alguien que es propietario de su ordenador pero cualquier otro puede usarlo cuando le venga en gana. Es ignorar que la propiedad no es un título honorífico, una especie de aura mágica en torno a la cabeza, sino precisamente el poder jurídico de administrar la cosa como a uno le parezca y excluir de ella a los demás.

En la República reflexiona Platón sobre la idea de si ser justo es un bien deseable en sí o un obrar penoso que demanda sacrificios que pocos harían si no lo impusiera la ley. Pone para ello en boca de Glaucón la historia del anillo de Giges. Un pastor lidio encontró un anillo que al ser girado hacia el interior de la mano producía la invisibilidad de quien lo llevaba; si se giraba al contrario volvía a ser visible. Al cerciorarse de que funcionaba así, el pastor se las ingenió para matar al soberano y apoderarse del reino. El texto transmite una vieja certeza: con un anillo así "no habría persona de convicciones tan firmes como para perseverar en la justicia y abstenerse en absoluto de tocar lo de los demás cuando nada le impedía dirigirse al mercado y tomar de allí sin miedo alguno cuanto quisiera". Esta antigua relación entre la invisibilidad del actor y la impunidad de su conducta retorna hoy cuando se contemplan los contenidos que circulan por Internet. La abundancia de basura informativa, intercambios repugnantes, injurias y embustes deliberados, no hace sino recordarnos que la prodigiosa tecnología que la anima puede también funcionar como un anillo de Giges que confiera invisibilidad a quienes en ella actúan. Allí parece reinar el anonimato y la impunidad. Ese mismo anonimato tras el que los contrarios a la ley Sinde se ocultan para zaherir a la ministra. Y, no nos engañemos, es la invisibilidad lo que les envalentona para dirigirse al mercado y tomar en él cuanto quieran sin responder de nada. En el calor de las discusiones algunos han llegado a afirmar que se trata de una libertad suya, un derecho personal. Pero solo es una forma nueva de la vieja y sempiterna injusticia. Eso que sabemos hace mucho que consiste en atropellar los derechos de los demás.

FRANCISCO J. LAPORTA es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

martes, 8 de marzo de 2011

PETRÓLEO Y LIBERTAD

MIQUEL ROCA I JUNYENT

LA VANGUARDIA, 8-3-2011


¿A partir de qué día, qué hora y qué minuto Gadafi dejó de ser el jefe de Estado de Libia para convertirse en un tirano represor? Antes de este momento, todos rivalizaban para venderle armas, captar sus recursos, asegurar sus suministros e invitarle como visitante ilustre. Segundos después, ya nadie recordaba todo esto y se señalaba con unánimes y contundentes expresiones que Gadafi era y había sido siempre un tirano despreciable.

Pero las armas que servían y aún sirven para asesinar a los ciudadanos libios se le han suministrado desde Europa y Occidente, y concretamente también desde España. Hemos cambiado armas por petróleo, hemos enriquecido a sus corruptos cómplices sin pedirles nada en el terreno de los derechos humanos y las libertades de los libios. Durante mucho tiempo no hemos querido ver ni oír, hemos priorizado nuestras necesidades de petróleo y de gas y no hemos dudado en señalar a Gadafi como un socio leal de nuestra causa.

Pero ¿qué causa? No era la de la libertad ni la de la dignidad. La diplomacia del petróleo ha prevalecido sobre cualquier otra exigencia ética, política o de solidaridad. Lo hemos sacrificado todo a nuestras necesidades energéticas y, ahora, para seguir asegurándolas, damos vivas a la libertad en Libia y donde fuere, pero, seguramente, ya nadie nos cree. Nos deben de tener por tan sinceros ahora, cuando condenamos a los tiranos, como cuando antes los protegíamos y amparábamos.

Son evidentes las razones que asisten a la diplomacia del petróleo y de los negocios. Son tan evidentes como conocida nuestra dependencia energética. Pero de lo que ahora está ocurriendo deberíamos sacar conclusiones para cambiar el rumbo de aquella política. Arropar tiranos no es, a la larga, rentable. Seguramente es más fácil entenderse con un tirano y sus cómplices que con las instancias de las democracias poco estables y, a veces, poco leales con Occidente. Pero, al final, la libertad hace más amigos que apoyar a tiranos y dictadores en contra de su pueblo.

Apoyar a los nuevos regímenes, darles ayuda, asociarnos a su transición, deberían ser los objetivos de la nueva diplomacia de la libertad. Si queremos petróleo, ayudemos a la libertad.

MIQUEL ROCA I JUNYENT es abogado y profesor de Decrecho Constitucional.
ISLAM Y DEMOCRACIA

ALFONSO S. PALOMARES

EL PERIÓDICO, 7-3-2011
Con motivo de las revoluciones, revueltas y manifestaciones que agitan a todo el mundo árabe se ha reavivado la vieja polémica sobre la compatibilidad del islam con la democracia. Es difícil prever con certeza cuál será el futuro de la articulación política en Túnez, Egipto y Libia, después de la cruel barbarie de Gadafi, o por dónde irán las convulsiones que sacuden a otros países musulmanes. Seguro que evolucionarán de forma diferente, pero algunos apostarán, ya están apostando, por instituciones democráticas por las que circule con libertad la voluntad popular.

Los autócratas derribados invocaban el islam para mantener sus dictaduras y proclamar que eran los muros de contención frente al radicalismo violento de franquicias como la de Al Qaeda de Bin Laden. Es cierto que en los últimos 20 años dio la cara una islamización con rostro de extremada violencia. A esos grupos fanáticos se unieron muchos jóvenes cargados de frustraciones que buscaban una identidad en donde realizar su liberación. Esta corriente todavía pervive y sigue arrastrando, aunque según expertos muy autorizados, cada vez menos.

Si analizamos la filosofía de los nuevos rebeldes árabes, nos encontramos que, por primera vez, las masas de esos países han salido a la calle gritando la palabra libertad. Apoyan sus esperanzas de desarrollo económico y social en la idea de una convivencia libre en la que es frecuente el calificativo de democrática. Esta es la idea dominante de sus escritos en la red. Las masas árabes han poblado con frecuencia las calles y las plazas gritando sus cóleras contra las agresiones de Occidente, ya sea por las caricaturas de Mahoma o por la invasión de Irak, contra el imperialismo de Estados Unidos o contra las agresiones de Israel a los palestinos. No sé si aparecerán invocaciones al islam en el futuro, pero hasta ahora no han aparecido como base ideológica, aunque algunos rezaran ritualmente sus oraciones con visible fervor.

En este paisaje, es lógico que salte la pregunta y surja el debate sobre la viabilidad democrática en una sociedad islámica. Los ardientes defensores del no, de que no es compatible el islam con la democracia, lo argumentan afirmando que la revelación contenida en el Corán y en los hadides del Profeta ordenan minuciosamente la vida de los musulmanes y deben vivir en la sumisión a Dios.

La misma sumisión exigen los libros revelados de las otras dos religiones monoteístas, la judía y la cristiana. Aunque conviene decir que en los libros sagrados de las tres religiones monoteístas, así como en los de las otras grandes religiones, ocurre como en los grandes almacenes, se pueden encontrar citas para todo, para defender la paz y para defender la guerra, para la tolerancia y para la intransigencia. Los dioses únicos es lógico que sean celosos con sus posibles rivales. Se lo dijo Yavé a Moisés con absoluta claridad en el libro del Éxodo: «No tendrás otros dioses rivales míos, soy un Dios celoso: castigo la culpas de los padres en los hijos, nietos y bisnietos cuando me aborrecen». No hay libro más exigente ordenando la vida de sus creyentes que el Levítico. La sumisión a Yavé es la exigencia básica de todos los escritos del Antiguo Testamento. A pesar de estas amenazas, a finales del siglo XIX, el periodista judío Theodor Herzl crea el sionismo, un movimiento laico que cuajó en el moderno Estado de Israel. Un Estado con muchas aristas criticables, pero nadie pone en duda que sea un Estado democrático.

El cristianismo, en su formulación más numerosa, la católica, ha tenido unas relaciones tormentosas con la democracia y el pensamiento liberal. En el proceso histórico, la democracia que podemos calificar de moderna es una formulación relativamente reciente que parte de los pensadores de la Enciclopedia y de la revolución francesa, y la Iglesia tardó en resignarse a reconocerla. Los papas como Pío IX, en el manifiesto Syllabus reforzado por la encíclica Quanta Cura, y Pío X, en la encíclica Pascendi, condenaron de manera contundente el liberalismo, y la separación de la Iglesia y el Estado. Defendían un Estado sometido a la Iglesia. Hasta Juan XXIII, esa fue la corriente dominante. Y aún quedan notables residuos. Vean los escritos de la Conferencia Episcopal Española sobre algunas de nuestras leyes democráticas. Es una innegable realidad histórica que buena parte de la jerarquía católica se sentía más cómoda con la dictadura de Franco que con la democracia de Zapatero.

Después de lo que acabo de señalar, es lógico sostener que, al igual que ocurrió con los otros dos monoteísmos, suceda también en el mundo musulmán, y que las corrientes liberadoras de ciertos dogmatismos den paso a una sociedad civil que puede creer o no, pero donde el orden político se construya con independencia del orden religioso. Son muchos los pensadores musulmanes que, como el diplomático y escritor paquistaní Hussain Haqqabi, defienden que ha llegado la hora de que esto empiece a suceder. El proceso será largo.

ALFONSO S. PALOMARES es periodista.

domingo, 6 de marzo de 2011

LOS NIÑOS QUE VIENEN


JORDI SOLER

EL PAÍS, 06-03-2011

El cuento original de La Cenicienta, el que escribieron los Hermanos Grimm, es una historia dura y violenta que Walt Disney metamorfoseó en ese cuento suave, sin sangre ni realismo sucio, que ha llegado hasta nuestros días. La versión de la Cenicienta que finalmente se ha impuesto es la hermoseada, la pasteurizada, la falsa, vamos; y se ha impuesto por los enormes recursos de la compañía Disney, pero también porque se trata de una versión menos violenta, más adecuada para estos tiempos en los que se piensa que los niños deben vivir en un mundo idílico, poblado de seres risueños como Pocoyó y al margen de la violencia, que es parte consustancial del mundo. Quizá la violencia controlada, aislada dentro de un mecanismo de ficción, sea la forma más sensata de informar al niño sobre la realidad que se le viene encima; y en todo caso será mejor que la forma en que los niños suelen enterarse del lado salvaje de la vida, sin ningún preámbulo ni paliativo pasan de Pocoyó a los cadáveres sanguinolentos que presentan, a medio día, los noticiarios de la televisión.

A la Cenicienta original se le muere su madre en el segundo párrafo y para el tercero ya su padre se casó con otra mujer, que tiene dos hijas, las hermanastras que le hacen la vida imposible a la pobre huérfana. Más adelante, cuando el príncipe llega a casa de Cenicienta, con la intención de probar a quién le queda el zapato que perdió su amada, salen las hermanastras y, con tal de casarse con él, meten a fuerza su pie en el zapato y, para conseguirlo, la mayor se corta el dedo gordo, siguiendo este consejo materno: "córtate el dedo, cuando seas reina no necesitarás ir más a pie". El príncipe muerde el anzuelo, se la lleva en su caballo, pero a mitad de camino se da cuenta de que el zapato de la muchacha está lleno de sangre y pronto averigua que esta se ha automutilado. Al final, Cenicienta se prueba el zapato y, igual que en el cuento de Disney, se casa con el príncipe y vive muy feliz. El cuento que escribieron originalmente los Hermanos Grimm, da más juego a la imaginación de un niño, le amuebla mejor el pensamiento, lo enfrenta con valores universales como la dignidad y la justicia, le enseña vívidamente las cloacas de la avaricia y la ambición, y lo va preparando para hacerse cargo de eso que inevitablemente le espera: la vida real.

Los libros, y la infinidad de mundos que estos contienen, han jugado un papel crucial en la historia de eso que llamamos infancia, y su recorrido a lo largo del tiempo, puede darnos una idea aproximada de lo que nos espera frente a esta nueva criatura que son los niños de hoy. Después de la caída de Roma, el uso del alfabeto se contrajo hasta el punto en que la gran mayoría de la población dejó de leer y escribir, y los libros, y su escritura, pasaron a ser materia exclusiva de los especialistas. Los libros eran muy caros, un volumen costaba el equivalente a mes y medio del salario de un artesano, y con frecuencia les faltaban páginas o eran copias falsas.

Neil Postman, en su ensayo The disappearance of childhood, sitúa este periodo de oscuridad, que fue propiamente la Edad Media, en el milenio que pasó desde la caída del imperio hasta la invención de la imprenta, momento en el cual la gente comenzó a tener nuevamente acceso al conocimiento escrito, a las ideas y a los conceptos que, desde entonces, han ido forjando nuestra civilización. Entre los conceptos que se tragó aquella época de oscuro analfabetismo, estaba el de niñez, el de infancia, porque durante toda esa época oscura el niño, como lo conocemos hoy, no existía.

Los niños vivían con los adultos y compartían con ellos todos los momentos de la cotidianidad, oían y veían de todo, escenas violentas o ridículas, agrias discusiones familiares, vívidas escenas de amor carnal; el niño, según dictaba entonces la Iglesia, podía razonar y comportarse como adulto a partir de los siete años, la edad en que, según esto, una persona puede distinguir el bien del mal (a la luz de las noticias sobre curas pedófilos que últimamente van apareciendo no sería de extrañar que, la figura de adulto de siete años que proponía la Iglesia, llevara un doble propósito).

En este periodo oscuro de la humanidad los adultos perdieron, frente a los niños, todo ese universo de conocimiento que encerraban los textos escritos, y que se recuperaría con la aparición de la imprenta; la diferencia entre un niño y un adulto, basada en lo que este sabe y el otro ignora, quedó abolida en ese periodo; como niños y adultos sabían lo mismo, el concepto de infancia era, sencillamente, inaplicable. Hay otros motivos, por supuesto, como el altísimo índice de mortalidad infantil, o la enorme dificultad para sobrevivir en aquel mundo oscuro, que no admitía la exquisitez de tratar como niño a un niño.

La desaparición de la niñez en aquella época, y su posterior reinvención, gracias a los libros, es una hermosa evidencia de la utilidad que tiene la palabra escrita. En cuanto los adultos recuperaron las ideas, los conceptos, las aventuras y los paisajes de que están hechos los libros, en cuanto se realfabetizaron, adquirieron ese conocimiento que volvió a situar a los niños en su lugar, en ese territorio protegido donde paulatinamente se les va suministrando la información que necesitarán para, en el futuro, convertirse en adultos.

Neil Postman, que fue alumno de Marshall McLuhan, observaba hace 30 años que los niños empezaban a estar demasiado informados, que la televisión les presentaba, por ejemplo, un noticiario donde se enteraban de las atrocidades que sacuden al planeta; enterarse de un robo, de una violación o de una guerra los hace ver de golpe que los adultos no tienen ningún control sobre la vida, o cuando menos que la vida que les espera no tiene nada que ver con su mundo infantil. Ahora pensemos en el torrente de información, a la carta, que hoy ofrece Internet; cualquier niño, frente al teclado de un ordenador, tiene acceso a todo el conocimiento que durante siglos lo había separado de los adultos; desde cierto ángulo, el que proponía Postman, la infancia está volviendo a desaparecer; si en la Edad Media desapareció por la ignorancia y el analfabetismo de los adultos; ahora desaparece por la vertiginosa facilidad con que los niños obtienen el conocimiento; adultos y niños, nuevamente, volvemos a saber lo mismo; los adultos se infantilizan, y si no mire usted a su alrededor, y los niños se vuelven mayores cada vez más rápido.

Lo que puede hacerse al respecto es muy poco, se trata de la vida que se nos echa encima. Queda observar con atención, cada quien a los suyos, e ir improvisando una estrategia, como quién toca un solo de saxo.

JORDI SOLER es escritor. Su último libro es La fiesta del oso (Mondadori).

jueves, 3 de marzo de 2011

LA DEBILIDAD ACTUAL DEL ESPAÑOL

FANNY RUBIO / JORGE URRUTIA

"EL PAÍS",  03-03-2011
Durante muchos años no hubo defensa alguna del español. La lengua caminaba por su cuenta y ya sabemos que solo los ignaros en la materia (y en economía) sostienen que las lenguas se defienden solas. Se apoyaba únicamente en la fuerza de la demografía y en el empuje que podía darle un ejército de hispanistas, desde Bataillon a Michael, de Salomon a Macrì, de Vossler a Rossi, intelectuales de primera fila, que se jugaban su prestigio por demostrar que lo español era más que una cultura caída en la decadencia desde el siglo XVIII y cuya barbarie hubiera refrendado la crueldad de la Guerra Civil.

A principios de los años ochenta, tal vez por influencia de la política alemana o de la francesa, que sabía bien aquello de que quien habla francés compra francés, el Gobierno de Felipe González puso en marcha el Instituto Cervantes, con la misión de defender la lengua española en el mundo. Alcanzó la institución a subirse al tren de la moda española que había logrado la Transición y se labraron así los cimientos de una labor que alcanzaría en poco tiempo éxitos evidentes.

Sin embargo, estos buenos inicios no fueron acompañados por una política coordinada y coherente en torno a la lengua. Unos probablemente mal entendidos compromisos con la defensa de las lenguas vernáculas nacionales distintas del español llevaron a una posición sin salida en la Unión Europea que, al reconocer como hablantes de lenguas propias a todos los habitantes de cuatro comunidades autónomas, no aceptaba su evidente bilingüismo, con el resultado de que el español se convirtió, por arte restrictivo de ese birlibirloque exclusivista que nuestro propio Gobierno aceptó, en una lengua europea no mayoritaria, con apenas 30 millones de hablantes. No puede ser lengua de trabajo, apenas si se traducen los documentos discutidos, se despidieron traductores y está en grave peligro de no ser, ni siquiera, lengua puente en los procesos de interpretación simultánea.

Esto explica, junto a otras razones técnicas y de oportunidad, el reciente varapalo recibido por nuestra lengua común e internacional en la oficina de patentes. Es el resultado de una política preocupada solo por la aritmética de Parlamentos y comisiones sin sopesar las consecuencias futuras de los acuerdos.

Mientras tanto, el Instituto Cervantes sufre las inquietudes de que nadie lo considere una institución del Estado que debe estar al margen de los vaivenes del Gobierno, cambia de criterio con frecuencia y no mantiene muchas de las estrategias que demostraron su idoneidad.

A la vez, el Ministerio de Asuntos Exteriores deja en manos de no especialistas, que lo mismo pueden ser cónsules generales o desempeñar cualquier otro cargo diplomático, la defensa de nuestra cultura en el mundo y del apoyo a las instituciones que buscan difundirla. La AECI, por su parte, confunde en un mismo saco recuperación arqueológica, ayuda al desarrollo, comercio justo, exposiciones de pintura y socorro alimentario.

Frecuentemente, y salvo casos honrosos de apoyo a la gestión personal, causa sonrojo la ausencia en cualquier capital del mundo de nuestros diplomáticos en actos culturales de importancia en los que son honrados o intervienen artistas, escritores o profesores españoles.

No se puede dejar que la lengua española dependa de la fertilidad de las poblaciones americanas. Mucho menos se puede presumir del crecimiento vegetativo de los hispanos en Estados Unidos, sin analizar sinceramente sus reales efectos para el uso y la sociología del lenguaje.

España no es el país con mayores hablantes de español. Esa posición le corresponde a México. Sin embargo, sí recae sobre ella la responsabilidad de una historia y de una cultura que aún lidera, por su potencia creativa, editorial y productora. Pero surgen constantemente obstáculos de parte de los propios organismos oficiales. La enseñanza del idioma español se ha degradado en los centros escolares, resulta triste en los medios de comunicación (en los que el léxico vulgar y malsonante es de uso continuo) y patético en el Parlamento de la nación.

Es preciso que los intelectuales del país tomen conciencia del abandono real en el que se ve hoy nuestro patrimonio lingüístico, que se busca disimular con actos y ceremonias oficiales absolutamente hueros. Nos vemos en la necesidad de reivindicar con Juan Ramón Jiménez los nombres exactos de las cosas, pero también defender la acción de aquellas personas que supieron plantear con lucidez, desde puestos que ofrecían esperanzas a la comunidad, la extensión y el fortalecimiento del español en el mundo.

FANNY RUBIO es catedrática de la Universidad Complutense.  JORGE URRUTIA es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y fue director académico del Instituto Cervantes.