"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







sábado, 28 de mayo de 2011

¿LOS ATEOS REFLEJAN MEJOR LA IDEA DE DIOS?

JUAN ARIAS

EL PAÍS, 28-5-2011

Vivo en Brasil, donde el ateísmo es un señor desconocido. Aquí creen hasta las piedras. Y se cree en todo. La religiosidad impregna la vida. No conozco un solo personaje importante del mundo de la cultura, del arte y hasta de la ciencia que se declare ateo. Pero soy español, aunque me siento ciudadano del mundo después de haber pasado dos tercios de mi vida correteando por el planeta. Y conozco las pasiones del corazón ibérico amante del ángulo, al contrario, por ejemplo, de los italianos y brasileños que privilegian la línea curva, más femenina. El español es duro como el acero y no ama las medias tintas. El legendario político Andreotti solía decir que, por ejemplo, a la política española le “faltaba finezza”, aunque quizás a la italiana le sobre hoy superficialidad.
Con esto quiero decir que no me extraña que haya nacido en España la ocurrencia de hacer procesiones de ateos durante la pasada Semana Santa. ¿Prohibirlas? ¿Por qué? Si me permiten una santa provocación diría que pocas cosas hay menos religiosas y más paganas que ciertos excesos de devoción de algunas procesiones llamadas religiosas. Nada más lejano, con sus lujos y lustres, de aquella procesión del Evangelio cuando la gente salía con ramos de olivo y hojas de palmera a aclamar al profeta maldito que caminaba en un asno, hacia Jerusalén, el templo del poder judío, en busca de la muerte en la cruz por subversivo religioso, más que político. Quería destruir el templo. Una blasfemia.
Es conocido el adagio: “Soy ateo por la gracia de Dios”. El gran ateo Saramago escribió antes de morir: “Mi obra no tendría sentido sin Dios”. El ateo, al intentar negar la existencia o la necesidad de Dios, en realidad la está defendiendo. Nadie ataca algo que no existe. ¿Se imaginan una procesión contra los fantasmas o los marcianos?
Existe hasta una teología moderna del ateísmo. La Iglesia llegó a defender en el Concilio Vaticano II, que el origen del ateísmo, así como del comunismo ateo, fueron culpa del desarraigo del mundo religioso de los verdaderos problemas del ser humano, sobre todo de los más miserables, abandonados en la cuneta de la vida.
No existiría el ateísmo sin Dios, por paradójico que pueda parecer. Una procesión de ateos puede ser vista como una demostración de que Dios es algo importante que vale la pena combatir. Deberían ser los creyentes los que menos se deberían escandalizar de que los ateos demuestren su “fe”.
Los agnósticos son más convincentes. Ellos reconocen que “no saben” (del verbo latino conocer) si existe o no Dios. En ese sentido todo cristiano debería ser un poco agnóstico, ya que difícilmente nadie podrá probar, si no es por la fe, que Dios existe. Los mayores santos lucharon contra sus dudas de fe. El mismo Jesús, dudó mientras expiraba en la cruz: “¿Por qué me has abandonado?”, como diciendo: “¿Y si no fuera verdad que Tú, Dios, existes?”. No entendía que un Dios Padre pudiera abandonar a su hijo. Como no lo entendieron los millones de judíos que murieron en los campos de concentración bajo las garras nazis. Como no lo entienden las caravanas del dolor del mundo: los emigrantes de la miseria, los refugiados de todas las guerras, los condenados a la miseria eterna.
Creer o no creer es algo tan personal como soñar, vivir o morir. Dejemos a los creyentes soñar y disfrutar con su Dios y dejemos a los ateos que tengan la libertad de luchar contra Dios, que generalmente es más contra la falsa imagen que de él han creado los creyentes, que no contra él mismo. Si existe un Dios, lo mínimo que puede haber regalado al hombre es su libertad, mientras no dañe al prójimo. Y si no existe, tampoco existe mayor Dios laico que la libertad que no debería ser negada a nadie, y menos en el seno de una democracia.
Yo no soy ateo, simplemente porque no sé si Dios existe o no, por ello me sería difícil combatirlo. Me basta saber que existe mi prójimo y que él, como yo, tiene todo el derecho de manifestar pública y privadamente tanto su fe como su no fe, su ateísmo.
En la Universidad Gregoriana de Roma, donde me licencié de joven en Filosofía y Teología, nos solían decir que “no existe mayor acto público de fe que la blasfemia”. Nunca se me olvidó. No he visto a nadie blasfemar contra las brujas, aunque a lo mejor hasta existen.
Hoy rebulle en el mundo aún no democrático, el de las no libertades, un clamor de búsqueda de democracia, de libertad de expresión y de conciencia, política y religiosa. La paz será solo fruto de la libertad. Las dictaduras llevan en su vientre el germen de la guerra.
Dejar que los ateos se manifiesten en la calle es un acto de libertad como lo es el que lo hagan los religiosos. Toda prohibición lleva en su entraña escondida la víbora de la intransigencia y de la cobardía.
Los jóvenes -como estamos viendo en los países árabes y africanos y ahora mismo en las calles y plazas de Europa- son los más sensibles a las ansias de libertad. Y la libertad conlleva en sí todos los riesgos. La libertad religiosa tiene que hacer las cuentas también -para ser auténtica y leal- con la libertad de los ateos de manifestar su no a Dios. Lo contrario es fascismo, es dogmatismo y absolutismo. Y todos los ismos desembocan fatalmente en las inquisiciones, laicas o religiosas.
Nunca la Iglesia fue más atea que cuando quemaba en las hogueras a los que no compartían su fe.
JUAN ARIAS fue sacerdote y es periodista, filólogo y escritor.

domingo, 22 de mayo de 2011

DIEZ MENTIRAS SOBRE DEMOCRACIA REAL YA


IGNACIO ESCOLAR

PÚBLICO, 22-5-2011

1. Es falso que sólo traigan protestas y no propuestas. Están en su web, y son más concretas que algunos programas electorales.

2. Es falso que estén contra los políticos. Lo que piden es políticos responsables que no estén en contra de la sociedad y que no utilicen las instituciones de todos para su interés personal.

3. Es falso que rechacen la democracia. Lo que quieren es más democracia, y que la soberanía resida en el pueblo, no en los mercados ni en los banqueros.

4. Es falso que no crean en el voto. Por eso exigen una reforma electoral, para que cualquier voto de cualquier ciudadano valga igual.

5. Es falso que sean unos antisistema. Antisistema es la corrupción, la injusticia o la impunidad. ¿Es acaso esa democracia, que ellos reivindican desde la primera palabra, contraria al sistema actual?

6. Es falso que sean violentos. Apenas ha habido incidentes, a pesar de la muchísima gente que hay.

7. Es falso que sean apolíticos. Es un movimiento apartidista, que no es igual.

8. Es falso que sean sólo jóvenes. Hay muchos jóvenes en esas plazas; jóvenes a los que ya no se podrá descalificar como “ninis” o “conformistas”. Pero también hay ciudadanos de cualquier edad.

9. Es falso que pidan la abstención. Lo que piden es el voto responsable: un atrevimiento “contra la libertad“, según el casposo criterio de la Junta Electoral de Madrid.

10. Y sobre todo es falso que esto se vaya a terminar el domingo, después de votar. Porque la democracia no consiste en votar y callar. Porque el lunes, cuando estas elecciones hayan terminado, el Mayo de 2011 continuará.

IGNACIO ESCOLAR es periodista.

sábado, 21 de mayo de 2011

LA DEMOCRACIA SOÑADA


LLUIS BASSETS

EL PAÍS, 21-5-2011

Nada hay más inquietante para los estados mayores políticos que un fenómeno fuera de control y de agenda. No cabe responder con encuestas ni consultar a los expertos y a los focus group. No hay campaña de publicidad que sirva. Ni siquiera se sabe a quién puede beneficiar o quién puede sacar tajada. Todos los partidos temen como al granizo que sean los otros quienes lo aprovechen. El PP dice que lo está organizando el PSOE, y el PSOE asegura que va a contribuir a la abstención y a la victoria del PP.

Todos estamos indignados y casi ya no sabemos quiénes son los indignantes. ¿Será al final un solo hombre, un banquero o un presidente de Gobierno por ejemplo? Cuidado, porque si así fuera, se trataría de otra cosa: un chivo expiatorio. Esta indefinición señala una revolución sin sujeto. Si caben los parados y los empresarios, los mileuristas y los profesionales, los revoltosos de hoy y los revoltosos de hace 40 años, entonces es un movimiento que no se identifica con un grupo definible, sino con todos. Es entonces una revolución sin sujeto revolucionario.
Pero es una revolución, adjetivada como española y surgida de un mimetismo perfectamente explicable. Si los jóvenes árabes se levantan, ¿por qué no se pueden levantar los jóvenes españoles? Si la democracia se constituye frente a la dictadura, ¿por qué no se puede reconstituir frente al anquilosamiento y la disfuncionalidad? Ahí están los tres elementos del cóctel: un cambio generacional, la tecnología de las redes sociales y la crisis económica que quita trabajos, viviendas y esperanzas. Para que esta revolución tenga objeto necesita unos objetivos tan claros, difíciles pero tangibles como era echar a Ben Ali o a Mubarak. Aquí esto ya se experimentó, de otra forma, aunque su impulso aparece agotado para las nuevas generaciones. Como ha señalado Felipe González, los jóvenes árabes querían votar como nosotros y los nuestros quieren que no se vote.
Ahí está la diferencia. Cuando una revolución lo impugna todo, al final pierde foco y no impugna nada. Se queda sin objeto. ¿Cambiar la ley electoral? Muy bien. ¿Que los partidos organicen primarias? Perfecto. ¿Que los corruptos se vayan de la política? Albricias. ¿Más impuestos para los ricos y más servicios sociales para los pobres? ¡Qué bien! ¿Que la crisis no la paguen los de siempre? Más que encomiable. Nada que ver con echar al dictador. Y algunos pequeños problemas de solución difícil. ¿Cómo se hace? ¿Quién prepara y decide todas estas reformas? ¿Cuáles son los reconstituyentes concretos y eficaces para una democracia con síntomas de anemia?
La respuesta está bien sintetizada: la democracia real, una forma adjetiva de la democracia que denuncia lo que ahora echamos en falta. No sirve la democracia directa, bellísima en la utopía y en la idealización del ágora griega, pero coartada para la dictadura (véase la república asamblearia de Gadafi). Tampoco la democracia popular que, cuando existió, indicaba exactamente lo contrario: dictadura de un pequeño grupo de burócratas. La democracia real denuncia la idea de una democracia de ficción o virtual, que ya no es efectiva. Pero sería peligroso que toda democracia fuera tachada de ficticia y que se propugnara una democracia arcangélica cuya esencia y sistema de funcionamiento nadie conoce.
No tiene sujeto ni objeto, pero sí tiene sentido. La protesta, a pesar de las conspiraciones que quieran imaginar unos u otros, es síntoma y a la vez estímulo. Demuestra la funcionalidad de la indignación y la encauza. Los organizadores, partidarios de la conversación democrática y del combate por medios pacíficos, ejercen sus derechos de manifestación y de expresión. Quieren perfeccionar el sistema aunque tengan la apariencia de atacar al sistema. Hacen política en estado puro aunque se la tache de antipolítica. Sus protagonistas quieren rentabilizar el malestar y la desafección. Y pueden estar satisfechos, porque ya lo han conseguido. El foco del último tramo de la campaña electoral ha sido entero para ellos. Pero la respuesta a los numerosos interrogantes que plantean deben responderla antes y después de las elecciones los dirigentes y los partidos políticos.
La democracia real es la que tenemos. No hay otra. El sueño debe ser que funcione y que funcione bien, a satisfacción, si no de todos, de cuantos más mejor. Para cambiarla solo hay un método: no se conoce otro. Como dice el tópico, el menos malo de todos los sistemas, aunque se halle en crisis. Se trata precisamente de la democracia representativa: escogemos de vez en cuando a unos representantes que se organizan en partidos para gobernar y legislar. Debemos elegirlos con más tiento y someterlos a mayor control y escrutinio, en vez de dejarlos sueltos, es verdad. Pero ellos son los que pueden cambiar esas cosas que no nos gustan: la ley electoral, las primarias, los impuestos, el Estado de bienestar. Para que lo puedan hacer, finalmente, hay que votarles.
LLUIS BASSETS es periodista.

viernes, 20 de mayo de 2011

HORA DE DESPERTAR
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
EL PAÍS, 20-5-2011

He pensado desde hace muchos años, y lo he escrito de vez en cuando, que España vivía en un estado de irrealidad parcial, incluso de delirio, sobre todo en la esfera pública, pero no solo en ella. Un delirio inducido por la clase política, alimentado por los medios, consentido por la ciudadanía, que aceptaba sin mucha dificultad la irrelevancia a cambio del halago, casi siempre de tipo identitario o festivo, o una mezcla de los dos. La broma empezó en los ochenta, cuando de la noche a la mañana nos hicimos modernos y amnésicos y el gobierno nos decía que España estaba de moda en el mundo, y Tierno Galván -¡Tierno Galván!- empezó la demagogia del político campechano y majete proclamando en las fiestas de San Isidro de Madrid aquello de “¡ El que no esté colocao que se coloque, y al loro!” Tierno Galván, que miró sonriente para otro lado, siendo alcalde, cuando un concejal le trajo pruebas de los primeros indicios de la infección que no ha dejado de agravarse con los años, la corrupción municipal que volvía cómplices a empresarios y a políticos.
Por un azar de la vida me encontré en la Expo de Sevilla en 1992 la noche de su clausura: en una terraza de no sé qué pabellón, entre una multitud de políticos y prebostes de diversa índole que comían gratis jamón de pata negra mientras estallaban en el horizonte los fuegos artificiales de la clausura. Era un símbolo tan demasiado evidente que ni siquiera servía para hacer literatura. Era la época de los grandes acontecimientos y no de los pequeños logros diarios, del despliegue obsceno de lujo y no de administración austera y rigurosa, de entusiasmo obligatorio. Llevar la contraria te convertía en algo peor que un reaccionario: en un malasombra. En esos años yo escribía una columna semanal en El País de Andalucía, cuando lo dirigía mi querida Soledad Gallego, a quien tuve la alegría grande de encontrar en Buenos Aires la semana pasada. Escribía denunciando el folklorismo obligatorio, el narcisismo de la identidad, el abandono de la enseñanza pública, el disparate de un televisión pagada con el dinero de todos en la que aparecían con frecuencia adivinos y brujas, la manía de los grandes gestos, las inauguraciones, las conmemoraciones, el despilfarro en lo superfluo y la mezquindad en lo necesario. Recuerdo un artículo en el que ironizaba sobre un curso de espíritu rociero para maestros que organizó ese año la Junta de Andalucía: hubo quien escribió al periódico llamándome traidor a mi tierra; hubo una carta colectiva de no sé cuantos ofendidos por mi artículo, entre ellos, por cierto, un obispo. Recuerdo un concejal que me acusaba de “criminalizar a los jóvenes” por sugerir que tal vez el fomento del alcoholismo colectivo no debiera estar entre las prioridades de una institución pública, después de una fiesta de la Cruz en Granada que duró más de una semana y que dejó media ciudad anegada en basuras.
El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la satisfacción del hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de la época de la Contrarreforma, cuando lo importante en la España inquisitorial consistía en mostrar que se era algo, a machamartillo, sin mezcla, sin sombra de duda; mostrar, sobre todo, que no se era: que no se era judío, o morisco, o hereje. Que esa obcecación en la pureza de sangre convertida en identidad colectiva haya sido la base de una gran parte de los discursos políticos ha sido para mí una de las grandes sorpresas de la democracia en España. Ser andaluz, ser vasco, ser canario, ser de donde sea, ser lo que sea, de nacimiento, para siempre, sin fisuras: ser de izquierdas, ser de derechas, ser católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de la Macarena, ser machote, ser joven. La omipresencia del ser cortocircuita de antemano cualquier debate: me critiacan no porque soy corrupto, sino porque soy valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque tengas argumentos, sino porque eres de izquierdas, o porque eres de derechas, o porque eres de fuera; quien denuncia el maltrato de un animal en una fiesta bárbara está ofendiendo a los extremeños, o a los de Zamora,o de donde sea; si te parece mal que el gobierno de Galicia gaste no sé cuántos miles de millones de euros en un edificio faraónico es que eres un rojo; si te escandalizas de que España gaste más de 20 millones de euros en la célebre cúpula de Barceló en Ginebra es que eres de derechas, o que estás en contra del arte moderno; si te alarman los informes reiterados sobre el fracaso escolar en España es que tiene nostalgia de la educación franquista.
He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los colores tirar cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva York en presuntos viajes promocionales que solo tienen eco en los informativos de sus comarcas, municipios o comunidades respectivas, ya que en el séquito suelen o solían venir periodistas, jefes de prensa, hasta sindicalistas. Los he visto alquilar uno de los salones más caros del Waldorf Astoria para “presentar” un premio de poesía. Presentar no se sabe a quién, porque entre el público solo estaban ellos, sus familiares más próximos y unos cuantos españoles de los que viven aquí. Cuando era director del Cervantes el jefe de protocolo de un jerarca autonómico me llamó para exigirme que saliera a recibir a su señoría a la puerta del edificio cuando él llegara en el coche oficial. Preferí esperarlo en el patio, que se estaba más fresco. Entró rodeado por un séquito que atascaba los pasillos del centro y cuando yo empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse a hablar por el móvil y dejarnos a todos, al séquito y a mí, esperando durante varios minutos. “Era Plácido”, dijo, “que viene a sumarse a nuestro proyecto”. El proyecto en cuestión calculo que tardará un siglo en terminar de pagarse.
Lo que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un economista, era cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Y me preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo. Por eso creo que el despertar forzoso al que parece que al fin estamos llegando ha de tener una parte de rebeldía práctica y otra de autocrítica. Rebeldía práctica para ponernos de acuerdo en hacer juntos un cierto número de cosas y no solo para enfatizar lo que ya somos, o lo que nos han dicho o imaginamos que somos: que haya listas abiertas y limitación de mandatos, que la administración sea austera, profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo para salvar lo imprescindible en los tiempos que vienen, que se debata con claridad el modelo educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser viable y para ser justo, que las mejoras graduales y en profundidad surgidas del consenso democrático estén siempre por encima de los gestos enfáticos, de los centenarios y los monumentos firmados por vedettes internacionales de la arquitectura.
Y autocrítica, insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar sobre lo que cada uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace con el empeño con que debiera: el profesor enseñar, el estudiante estudiar haciéndose responsable del privilegio que es la educación pública, el tan solo un poco enfermo no presentarse en urgencias, el periodista comprobando un dato o un nombre por segunda vez antes de escribirlos, el padre o la madre responsabilizándose de los buenos modales de su hijo, cada uno a lo suyo, en lo suyo, por fin ciudadanos y adultos, no adolescentes perpetuos, entre el letargo y la queja, miembros de una comunidad política sólida y abierta y no de una tribu ancestral: ciudadanos justos y benéficos, como decía tan cándidamente, tan conmovedoramente, la Constitución de 1812, trabajadores de todas clases, como decía la de 1931.
Lo más raro es que el espejismo haya durado tanto.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA es escritor. 

jueves, 19 de mayo de 2011

 LA HOGUERA Y LAS CENIZAS

VICENTE VERDÚ

EL PAÍS, 19-5-11


Cuesta decirlo, pero resulta lastimoso escuchar las explicaciones que dan a sus protestas los participantes en el llamado movimiento del 15-M. Y no se diga ya de la afasia que acompaña a la enunciación de alternativas. "Otra política es posible". ¿Cuál? ¿Por qué medios? ¿En qué sistema?

El vacío que ha dejado el fracaso de esta democracia envejecida se corresponde con el vacío de la juventud airada. Un vacío ante otro vacío, ya sea de pensamiento, de palabra u obra.

A un pecado de omisión se le encara otro pecado de lo mismo. La diferencia es que a la corrupción se opone la "indignación" y a la injusticia la "reacción" justa. Pero no hay quien saque de este punto muerto al tremendo cadáver. Los "indignados" piden "democracia real ya", pero ¿qué es la democracia existente sino "la democracia real"?

Ocurre aquí lo mismo que ocurría con el "socialismo real". Pedíamos un socialismo de verdad pero la verdad era sencillamente así de horrenda. Otra cosa era, frente al "socialismo real", el socialismo ideal o el socialismo de Marx. Como otra cosa efectivamente opuesta a la "Iglesia real" sería, para los buenos cristianos, la genuina Iglesia de Cristo. Pero ¿dónde están esos modelos? ¿Se hallan en lo real o son precisamente buenos porque viven en lo ideal?

Cuesta decirlo, pero la "democracia real" es esta democracia de baja calidad, coherente con la comida basura, la telebasura, el malestar de las aulas y las malas barras de pan. Y tampoco es cierto que en el pasado una ética superior mantuviera las cosas en un nivel ejemplar. El pasado se ha pasado precisamente porque sus artículos se han revenido y en su momento no sirvieron para soportar la evolución.

Cuesta decir estas cosas pero nada cuesta afirmar que esta Crisis es una Crisis General. Y sin vuelta atrás. No hay una democracia que recuperar ni tampoco un sistema de representación a imagen y semejanza de este pero depurado y bruñido para el provenir. El modelo ha fenecido.

¡Indignaos! es el grito que brota naturalmente de los viejos más honestos. De hecho, ellos son los mejores e impotentes ideólogos de esta protesta que los jóvenes toman como consagración de su malestar. Efectivamente, toda irritación es un estadio hacia la transformación pero ¿qué? ¿cuál?

La gran diferencia respecto al movimiento del 68, con el que se compara este 15-M es que allí no faltaban ideas ni pensamientos, ni alternativas, ni hermosas teorías. Era la época de oro de todo eso.

Hoy, sin embargo, no es ayer ni, por tanto, es cabal regresar medio siglo atrás para recoger las cenizas vintage de lo que se quemó en aquella hoguera de ideas. Ahora, sin embargo, no hay idea que perseguir ni pensamientos que desarrollar. La información y la acción sustituyen ahora, aquí y allá, a la reflexión elaborada e ilusionada. En consecuencia, sin ideas tampoco hay "ideal" que alcanzar.

A la destrucción del sistema desde su interior siguen las fuerzas de destrucción desde las afueras. La destrucción, el terremoto, el terrorismo, el tsunami, la agitación y las matanzas árabes son la actualidad. O, como dice el Eclesiastés (3, 1-11): "Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para edificar y un tiempo para demoler, (...) un tiempo para buscar y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar...". O como exclama el Apocalipsis (13.9): "Si alguien tiene oídos que oiga".

VICENTE VERDÚ es articulista y ensayista.

miércoles, 18 de mayo de 2011

UN MALESTAR DIFUSO QUE AFECTA AL CONJUNTO DEL SISTEMA

LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS

EL CONFIDENCIAL, 18-5-2011

No hace falta una capacidad muy aguda de análisis para constatar que, se mire por donde se mire, el sistema político español está alcanzando unas altísimas cotas de desprestigio, y que el malestar de muchísimos ciudadanos crece a ojos vista, muy especialmente entre las capas más ilustradas e independientes, de las que deberían nutrirse las instituciones políticas en una situación de plena normalidad. Las direcciones de los partidos, ocupadas siempre en un muy miope día a día, no son los lugares ideales para percibir con nitidez el fenómeno, pero mal harían en no analizarlo y tratar de buscarle remedio, y no mero lenitivo.

Este malestar no está, todavía, políticamente articulado, y afecta al conjunto de los partidos, más a los grandes, desde luego, y, muy especialmente, al partido en el poder, pero está creando un estado de opinión que supone una grave objeción a la forma de funcionamiento de esta democracia que, más pronto que tarde, debería de encontrar respuesta en una reforma de fondo que, de no hacerse bien y relativamente pronto, puede poner en un riesgo muy serio la viabilidad de la democracia.

Este malestar está cristalizando en un conjunto de ideas bastante coherentes a las que  nadie se ocupa de dar respuesta, confiando ciegamente en que la lealtad de los ciudadanos a la democracia, que nadie pone en cuestión, se traduzca inmediatamente en fidelidad a este sistema concreto que nos gobierna, lo que no es sino otro caso de cortedad de miras, del defecto de fondo que los descontentos señalan. Entre los argumentos que expresan el malestar de fondo, merece la pena destacar las siguientes:

1. Los partidos son sordos a los problemas reales de la sociedad española y los reducen, de manera irresponsable, a su aspecto puramente electoral; en consecuencia, las proclamas de los políticos tienden a parecer falsas, insensibles y oportunistas.

2. Como los partidos son conscientes de esta situación parecen haber decidido, hace tiempo, que no tienen nada que decir salvo a los muy convencidos, de manera que su acción política se vuelve dogmática, previsible y rígida. Ello acentúa más la distancia entre los ciudadanos y los partidos y convierte en retórica vaga cualquier intento de cumplir la función que les atribuye la Constitución de ser cauces de participación ciudadana.

3. Los ciudadanos tienen la impresión cada vez más firme de que la situación es inamovible y el bipartidismo reinante se les antoja una camisa de fuerza muy estrecha para la realidad en la que viven.

4. Técnicamente se dice que vivimos en un sistema de bipartidismo imperfecto, pero el sistema resulta ser imperfecto en otros muchos sentidos que provocan una honda frustración, por ejemplo, su incapacidad para consensuar reformas que todo el mundo entendería como necesarias, como la de la educación y la Justicia, o su resistencia interesada a poner remedio cierto y razonable a problemas que causan hastío y una ira sorda a muchos ciudadanos, como el terrorismo o, en otro orden de cosas, el abuso desmedido de determinadas fuerzas minoritarias.

5. Los políticos no inspiran ninguna confianza. Los electores no ven en ellos a personas, sino a siglas, y no comprenden su sumisión al liderazgo, por negativo que esté resultando al propio partido, como le ocurre ahora mismo al PSOE, ni la absoluta falta de iniciativa de la mayoría de ellos, además de su absoluto desinterés  por las cuestiones que realmente preocupan a quienes representan.

6. Cada vez se tiende a pensar más en los partidos como auténticas redes mafiosas en las que la protección de unos por otros es el mandato fundamental. Nadie puede entender el desinterés que muestran los partidos por limpiar sus propias filas y eso se interpreta, desgraciadamente, como una muestra de que la corrupción está metida en el seno mismo de las organizaciones, de manera que se tiende a pensar y a sentir que son los partidos mismos los  que promueven la corrupción como sistema para blindar su poder económico y la situación personal del conjunto del escalafón.

7. Por último, los electores piensan que el objetivo de los partidos es siempre distinto al que proclaman, de manera que les atribuyen una dosis estructural de mentira y de manipulación, una actitud que impide radicalmente cualquier intento de explicar con sinceridad, sin miedo, y de manera razonable las políticas que una buena mayoría de electores apoyaría. En consecuencia, los partidos se ven como meras máquinas para llegar al poder y permanecer allí el mayor tiempo posible, nada que ver, en último término, con someter propuestas a los electores para que estos decidan por si mismos lo que consideran mejor.

Este es el panorama una semana antes de unas elecciones decisivas. Muchos españoles van a interpretarlas, seguramente, como una manera de castigar a un personaje que les ha hecho mucho daño, pero el supuesto vencedor de esta convocatoria, haría muy mal en no darse cuenta de que tampoco ellos producen ningún entusiasmo.

JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIROS es analista político.

domingo, 15 de mayo de 2011

NO TE HAGAS VIEJA

ELVIRA LINDO


EL PAÍS, 15/05/2011


Nuestras abuelas, aquellas que nacieron a finales del XIX o principios del XX, parecían viejas casi inmediatamente después del primer parto. Generalizo, claro, pero ya lo he dicho otras veces: si no generalizo no escribo. Era dramático ese cambio físico que nuestras abuelas experimentaban (sigo generalizando). En esa foto que le hicieron a nuestra abuela cuando "se puso de novia" con el que luego sería su marido resulta tan joven que casi parece una niña a la que han disfrazado de adulta. Tiene la cara de susto que se les ponía (en general) a los retratados. Nadie estaba acostumbrado a mirar a la cámara con la ligereza con que ahora certificamos cada paso que damos en la vida. Después venía la foto de boda, tan artificiosa que la piel de los novios tenía la textura de la cerámica de los maniquíes. A partir de ese momento el tiempo enloquecía, avanzaba al trote en la vida de esa mujer hasta hacer de ella una señora de edad indefinida que se convertiría en abuela aun antes de tener nietos. Los partos continuos agotaban, la crianza agotaba, el trabajo sin descanso del hogar agotaba, y aquella virgen de la foto con cara de susto se quedaba encerrada en un álbum para que hijos y nietos la miraran cada cierto tiempo con asombro y dijeran "qué guapa era", no pudiendo imaginar que la abuela hubiera sido en el pasado aquella tierna criatura. No, las cosas ya no son así. A la vista está. El paso a la madurez es más lento y la madurez en sí más larga. La maternidad no está reñida con la coquetería, ni tampoco el paso de los años. Pero, aun así, qué cantidad de mensajes recibimos las mujeres que aumentan absurdamente nuestra capacidad de frustración. La alianza más diabólica que puede darse en los últimos tiempos es la de cierto feminismo con la información estética. Aunque parezca una contradicción, estos dos mundos opuestos se han encontrado. Han llegado a la conclusión de que si una mujer se lo propone puede pasar por los años siendo rabiosamente atractiva. Parir es tan natural que una sale del hospital como si se hubiera tragado una aceituna y con "una silueta envidiable", siguiendo la expresión de rigor; pasar la barrera de los 45 es tan natural que, si una se lo propone y lucha por ello, puede llegar a estar tan buena como Demi Moore. Ay, Demi Moore. Ella es el personaje favorito de esta suerte de posfeminismo petardo. Demi fue valiente porque se rapó la cabeza en una secuencia "impactante" de aquella película, La teniente O'Neil. Demi burló el estereotipo de chica sexy. Demi apareció en la portada del Vanity Fair mostrando la voluptuosidad de un desnudo en avanzado estado de gestación. Demi demostró a las mujeres que se puede ser sexy en cualquier momento de la vida. Demi se echó un novio 16 años más joven que ella. Demi contradijo la vieja idea de que las mujeres siempre han de buscarse un hombre mayor y viceversa. Demi siguió cumpliendo años, como suele ocurrirnos a las demás, con la diferencia asombrosa de que a Demi no se le notaba nada. Pero nada. Y a partir de sus 40 las entrevistas a la actriz ya no se centraron en el trabajo, sino en sus secretillos de belleza. Y la conclusión a la que se suele llegar después de leer una semblanza sobre esta dama, publicada en una revista femenina o en un periódico como este, es que la juventud eterna puede lograrse si se lucha a diario por ella. Demi dice que lo importante es lo que una tenga dentro (en el alma, quiere decir) y que eso se acaba reflejando en el rostro. Ah, claro, era el alma... Demi dice que sigue los consejos de su madre: límpiate la cara por la noche, llegues a la hora que llegues a casa. Ah... Demi dice que la edad está en el corazón. Demi dice que estar con un hombre 16 años más joven la rejuvenece. ¡Acabáramos! Y las periodistas la jalean hablando de esta mujer valiente, que se puso el mundo por montera y ha acabado desafiando al tiempo y teniendo la edad que le sale de las narices. Enhorabuena, Demi. Es una mujer en permanente rebelión, tanto es así que ha declarado que no descarta la posibilidad de tener un nuevo hijo. ¿Más allá de los 50?, se pregunta el o la periodista ya rendido a los pies de esa heredera de las sufragistas. Y Demi dice que sí, que las mujeres, oprimidas por las absurdas leyes de la naturaleza, se habían resignado a tener hijos hasta el momento en que la puerta de la fertilidad se cierra, y eso no es justo; la mujer, la nueva mujer a la que Demi representa, debe perseguir su deseo y tener nietos, perdón, hijos, cuando se lo pida el alma, que, como sostiene Demi, es quien manda en el cuerpo. A ustedes varones esto les parecerá una tontería porque, probablemente, no habrán reparado en la cantidad de veces que este mensaje demiesco sale de esas boquitas que hablan y hablan y hablan de lo que las mujeres podríamos conseguir a nivel espiritual, y por ende, estético (en el demimoorismo una cosa lleva a la otra). Basta con alcanzar la paz de espíritu y seguir la estela de nuestros deseos sin que el maldito reloj biológico nos frene. Ah, y desmaquillarse aunque lleguemos a casa a las tres de la mañana tropezando con los muebles. De verdad que hoy día la que se hace vieja es porque quiere.

martes, 10 de mayo de 2011

BAJO LOS PUENTES DE PARÍS

REYES MATE,

EL PAÍS, 10-5-2011


El alcalde de Madrid no quiere mendigos durmiendo a la intemperie. Al mandarles a pernoctar bajo techo, Gallardón toma en serio la ironía del escritor francés Anatole France, que explicaba la majestuosidad de la ley en el hecho de que prohibiera a los parisienses dormir bajo los puentes del Sena. Decisión justa, pensarían muchos, porque la prohibición iba dirigida a todos, aunque evidentemente no afectaba a todos por igual. Para los ricos la ley les suponía tal vez privarse de alguna siesta a la vera del río; para los pobres, quedarse sin su casi-hogar.
No es una medida original. Gil y Gil, sin ir más lejos, ya la practicó a conciencia. A los pobres no se les ha perdido de vista ni siquiera en la más venerable tradición política. Para Aristóteles, por ejemplo, política y pobreza van tan unidas que la segunda llega a ser la razón de ser de la primera. Dice en su Política que en toda sociedad hay dos partes, la de los pobres y la de los ricos. El noble arte de la política consiste en hacerlos convivir, asunto nada fácil, señala, porque los ricos quieren imponer sus reglas y los pobres, los únicos interesados en reglas comunes, no tienen fuerza para hacerlas valer. El Filósofo, que no era un revolucionario precisamente, entendió, sin embargo, que solo desde el margen, es decir, desde la pobreza podrían pensarse reglas justas de convivencia porque el secreto de los que viven al margen es saberse marginados y eso, la marginación, no podía ser el precio de la convivencia. Aristóteles pensaba que quien haya experimentado una vez la dureza de la marginación, no podía aceptar que el precio de la vida en común fuera la exclusión de algunos. Y cuenta el caso de aquellos pobres que, liberados del destino de tener que pagar su insolvencia económica con la esclavitud, gracias a una ley, esta sí revolucionaria, de Solón, no corrieron al Ágora para hacer valer sus derechos de seres libres, sino que plantearon otra forma de hacer política que no tuviera que contemporizar con la esclavitud, ni basarse en exclusiones, como era el caso del Ágora ateniense.
El secreto de los pobres es la conciencia de la falsa universalidad del sistema de los ricos. Eso era evidente en la edad de bronce del capitalismo, cuando se trabajaba para vivir y se vivía para trabajar. Y sigue siéndolo hoy cuando, ante la crisis financiera, el Estado corre en socorro de los bancos al precio del empobrecimiento general. Aunque esta movilización general en ayuda de los ricos se nos presente como inevitable o un mal menor, los pobres saben que no son medidas para salvar a todos porque ellos ya están hundidos.
Por eso a los sistemas políticos dominantes les desasosiega la figura del mendigo. Han invertido mucho en ideología para hacerlos invisibles: desde la repetida tesis de que los pobres son culpables de su pobreza, hasta el dicho evangélico de que “pobres, siempre los tendréis entre vosotros”, pasando por el desprecio del marxismo que solo veía en ellos un ejército de parásitos. Si son culpables, inevitables e inútiles, solo cabe quitarles de en medio. No es un asunto de estética. Se trata más bien de ocultar la figura denunciadora de un sistema político construido con exclusiones pero presentándose con una vocación compasiva, como decía aquel Bush de su política.
Los pobres son, en su desamparo, peligrosos. La pobreza ha sido el humus en el que han nacido los episodios de agitación social más definitivos. La experiencia de pobreza, en los unos, y el espectáculo de la miseria, en los otros, han sido el detonante de la indignación social. Las utopías de un mundo mejor o las teorías revolucionarias, incluidas las marxistas, solo han fructificado en terrenos abonados con la indignación provocada por el espectáculo de seres impotentes y humillados.
En un momento como el actual en el que la izquierda necesita la complicidad de la derecha para subsistir -¿cómo pagar si no la factura del Estado de bienestar o la protección al desempleo?- los pobres son el resto de una tradición crítica que se ha quedado sin claros contenidos. Son el índice de un fracaso. No solo del fracaso de un sistema empeñado en identificar los intereses de una minoría social con los de toda la sociedad, sino del fracaso de la política occidental que nació con la idea de encontrar reglas de juego que valieran para el partido de los ricos y de los pobres. Esa confianza estaba fundada en la experiencia de la humanidad, expresada en los mitos más antiguos, de que la pobreza no es algo natural, ni merecido, ni irremediable, sino que es un empobrecimiento del hombre por el hombre. Lo natural, desde la Biblia a Rousseau, es la igualdad. La política quiere hacer cohabitar al rico y al pobre porque entiende que hay una relación nada inocente entre pobreza y riqueza. Vamos, lo mismo que Alierta, el presidente de Telefónica, que decide de una tacada despedir a 6.000 trabajadores y repartirse 450 millones de euros entre los directivos.
REYES MATE, profesor e investigador del CSIC, es autor de La herencia del olvido, premio Nacional de Ensayo.

domingo, 8 de mayo de 2011

NADIE LLORA A OSAMA
JOSÉ MARÍA RIDAO


EL PAÍS, 8-5-2011

De acuerdo con la versión de la Casa Blanca, el cadáver de Osama Bin Laden fue preparado según "el rito islámico" y, acto seguido, arrojado al mar. Las explicaciones a este proceder se han referido, por lo general, al hecho de no darle sepultura conocida, y el acuerdo ha sido amplio en torno a la idea de que el Gobierno norteamericano quería evitar la creación de un santuario donde acudirían en peregrinación los partidarios del terrorista. Menor atención se ha prestado, sin embargo, a los preparativos religiosos del cadáver, con independencia de que verdaderamente se hayan llevado a cabo o no. La deferencia hacia el enemigo muerto, hecha pública de inmediato, parecía cumplir una doble función: transmitir la imagen de que, pese a haberlo ejecutado, se le había respetado en algún punto y, en segundo lugar, desactivar el rechazo que, de conceder crédito a los manuales de teología y antropología recreativas que han inspirado la guerra contra el terror, provocaría entre los musulmanes sepultar sin preparación un cadáver.

En la interminable lista de agravios contra los musulmanes perpetrados desde que Bin Laden apareció siniestramente en escena, este no pasará por ser de los menores. ¿De verdad se sigue pensando entre los estrategas de la guerra contra el terror que a un musulmán que haya perdido a su familia a causa de un crimen ordenado por Bin Laden le importa mucho que se vistiera su cadáver con una camisola blanca, se le introdujera en algo parecido a un saco y se le rezaran tresazoras, piadosamente traducidas al árabe por un hablante nativo? ¿Con qué clase de ciudadanos piensan los ideólogos de esta estrategia que están tratando? ¿En qué tipo de seres alucinados por un credo religioso se empeñan en convertirlos al dedicarles el delicado gesto de preparar según "el rito islámico" el cadáver de un repugnante asesino, que ha matado a muchos de sus conciudadanos y ofrecido la coartada para que los repriman dictaduras como las de Túnez o Egipto con el beneplácito general? ¿No debería tomarse nota, con todas sus consecuencias, de que en ningún rincón del mundo ha habido masas fanatizadas lanzándose a las calles para lamentar la muerte de Bin Laden?

La teología y antropología recreativas que han abducido el debate político e intelectual desde el 11 de septiembre han jugado malas pasadas a los aventureros que, utilizando el monstruoso atentado como coartada, pretendieron exportar la democracia a bombazos. Pero ahora están a punto de jugársela además a quienes se opusieron a aquella locura, al ocultarles el verdadero significado de que el Gobierno de Estados Unidos asegure haber cumplido con "el rito islámico" antes de arrojar el cadáver de Bin Laden al mar. Con este gesto conseguía marcar diferencias con una práctica -la de arrojar cadáveres al mar- que inevitablemente evoca el comportamiento, entre otros, de los oficiales de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada con los enemigos del golpe de Estado en Argentina. Frente a esa evocación tan inevitable como terrible, la condición democrática de Estados Unidos se ha querido poner a salvo, no evitando incurrir en el mismo comportamiento, sino tomándose la molestia de preparar el cadáver del siniestro terrorista según "el rito islámico". Imagínese por un instante que la Casa Blanca hubiese comunicado, sin el aditamento de la mención religiosa, que el cadáver de Bin Laden había sido arrojado al mar después de abatirlo a tiros en su escondite de Abbottabad...

Si la hipocresía es en el fondo un tributo del vicio a la virtud, las contradicciones sobre la muerte de Bin Laden en las que ha incurrido la Administración norteamericana son, por su parte, la paradójica prueba de que, a diferencia de la Argentina de la ESMA, Estados Unidos sigue siendo un país democrático, pese a la inquietante involución de su sistema político provocada por la adopción de la estrategia de la guerra contra el terror. Las primeras informaciones suministradas por el Pentágono hablaban de un tiroteo durante el asalto y la captura; Bin Laden, oponiendo una resistencia numantina, se habría parapetado tras una mujer que también resultaría muerta, al igual que otros tres habitantes del escondite. Si la operación se hubiera desarrollado de este modo, confirmando la versión que circulaba bastantes horas después de los hechos, pocos argumentos servirían para cuestionar la manera en la que se había dado caza al terrorista número uno. Si el Pentágono la puso en circulación en primer término fue, seguramente, porque entre recurrir a una mentira de Estado o reconocer un asesinato selectivo, sus dirigentes debieron de experimentar la vaga sensación de que la primera alternativa les alejaba menos del comportamiento que se espera en un sistema democrático.

Pero la versión cambió de un momento para otro, y los argumentos que habían sido
desechados hubieron de regresar a la palestra. Bin Laden no iba armado, ni tampoco usó como escudo a la mujer que resultó muerta, según confirmó el Pentágono. El único habitante del escondite que abrió fuego contra los soldados norteamericanos habría sido el correo de confianza que sirvió a los servicios de inteligencia para descubrir el paradero de Bin Laden, Abu Ahmed el Kuwaiti. Nada más conocerse esta nueva versión de los hechos de Abbottabad, la Administración estadounidense todavía intentó ofrecer otra paradójica prueba de que sigue siendo un sistema democrático, pese a la estrategia de la guerra contra el terror.

Tanto los portavoces del poder ejecutivo como los del judicial buscaron justificar la actuación de los soldados calificándola como "acto de guerra". Lo más significativo de este intento desesperado de sobreseer un comportamiento que, de acuerdo con la nueva versión, no puede serlo no es que disparar contra unos enemigos sin armas difícilmente encaje en la noción de "acto de guerra"; lo más significativo es que muestra la repugnancia que, por fortuna, por inmensa fortuna, sigue experimentando el actual Gobierno de Estados Unidos a hablar de asesinato selectivo o de ejecución extrajudicial, por más que sea eso, eso exactamente, lo que llevó a cabo. Se dirá, no sin razón, que es una exhibición de hipocresía. Por vía de comparación se podría observar, sin embargo, cómo el vicio volvió a rendir tributo a la virtud: el presidente del Comité de Asuntos Exteriores y de Defensa del Parlamento israelí, Shaul Mofaz, aseguró que Estados Unidos había recurrido a la misma estrategia que emplea su país contra los terroristas y, a continuación, llamó a incrementar los asesinatos selectivos de palestinos, según recogía el Jerusalem Post. No es eso lo que se proponen los dirigentes norteamericanos.

Calificando de acto de guerra la muerte de Bin Laden, y anunciando el fin de Al Qaeda -algo que, a todas luces, resulta cuando menos prematuro-, Obama parecía estar transmitiendo un mensaje subterráneo diferente del expreso. Lo que para la Casa Blanca se habría acabado después del asalto al escondite de Abbottabad no es el yihadismo, que podría seguir golpeando mientras exista un solo fanático y un único kilogramo de dinamita, sino la guerra contra el terror como estrategia para combatirlo. El debate sobre la tortura como medio para obtener información que permita dar caza a los terroristas, reabierto en Estados Unidos por Dick Cheney tras la captura y muerte de Bin Laden, es, en realidad, teórico, o, más bien, retrospectivamente exculpatorio: Guantánamo continúa en funcionamiento, no por voluntad, sino por incapacidad de Obama para cerrarlo, pero desde su llegada a la Casa Blanca cesaron las torturas a los detenidos. Cheney y, con él, los partidarios de la estrategia de la guerra contra el terror desean que se les reconozca la parte que supuestamente les correspondería en la captura de Bin Laden. No solo para reivindicar la paternidad del éxito, sino para lavar en él los execrables abusos cometidos.

El último de ellos, el deliberado asesinato de Bin Laden en el momento de su captura, es, sin duda, responsabilidad de Obama, no de Bush y sus adláteres. Pero, a diferencia de estos, Obama no escogió entre alternativas aceptables e inaceptables partiendo de cero, sino que se limitó a convalidar la única que ofrecía la lógica siniestra de la guerra contra el terror, con su parafernalia de nuevos conceptos jurídicos, limbos extralegales e impunidad para sus ideólogos y ejecutores. El Gobierno de Estados Unidos tal vez podría haber hecho frente a los riesgos para la seguridad que generaría un Bin Laden vivo y entre rejas, lo mismo que lo hizo mientras estuvo en libertad. Lo que no estaba en condiciones de resolver eran los problemas jurídicos que suscitaba. ¿Qué debería hacer con Bin Laden vivo, recluirlo en Guantánamo como jefe de los "combatientes enemigos" y privarse, así, de someterlo a cualquier género de juicio, justo o injusto, como sucede con el resto de los internos? ¿O debería haberlo entregado a los tribunales de Estados Unidos, incurriendo en la contradicción de ofrecer un juicio justo al máximo jefe de los "combatientes enemigos" mientras se le sigue negando a estos por el derecho que adquirirían a perseguir penalmente a sus captores, desde los presidentes Bush y Obama hasta el último de los carceleros de Guantánamo?

La Administración norteamericana ha cometido un asesinato selectivo, y habrá voces que lo justifiquen o que nieguen que lo sea y voces que se limiten a condenarlo invocando los principios. Pero ni una ni otra postura pueden responder al interrogante de por qué lo ha cometido. El simple intento de hacerlo la coloca ante la evidencia de que la estrategia de la guerra contra el terror es un imparable sumidero por el que se despeña la democracia, y del que hasta ahora ningún dirigente ha conseguido ponerla a salvo. La opción no se agota en el aplauso o la condena, sino que debería ser posible compartir entre demócratas el mismo escalofrío.
JOSE MARÍA RIDAO es ensayista.

sábado, 7 de mayo de 2011

VUELVE EL PANFLETO

ROSA MARÍA ARTAL


EL PAÍS, 7-5-2011


Un nonagenario, Stéphane Hessel, desborda las fronteras francesas llamando a enfrentarse a la crisis holística de nuestra sociedad. En España, su libro, ¡Indignaos!,   publicado por Destino, se refuerza con un vibrante prólogo de José Luis Sampedro, de la misma edad que Hessel. Sin apearse ni de la vida ni de su constante lucha, ambos hombres, pese a los achaques de su edad, dan una lección de empuje y coherencia. Con 94 años, a ambos, de trayectoria plena e insobornable compromiso, la preocupación por la deriva de la sociedad actual les ha unido.
¡Indignaos!, 19 páginas, publicado en Francia por una pequeña editorial, parece alumbrar el renacer del panfleto, ese veterano género que trata de satisfacer la necesidad de comunicar ideas a contracorriente en tiempos difíciles; un género que, en todos los países y en todos los momentos históricos, siempre ha sido perseguido por las autoridades.
Está en la naturaleza del ser humano el querer expresar la crítica y la denuncia aunque el poder no se lo permita. Con los antecedentes de las filípicas griegas y los libelos romanos, el panfleto atraviesa el medioevo como sinónimo de escrito de carácter satírico y/o difamatorio. Para algunos autores, el vocablo toma el nombre de una obra teatral del siglo XII que llegó a constituir un género, Pamphilius seu de amore. Más tarde, en el último tercio del siglo XVIII, los panfletos pasaron a transformarse en escritos políticos e ideológicos con las revoluciones democráticas norteamericana y francesa. Surgieron como reprobación al orden establecido y con el objetivo de difundirse rápidamente al margen de los canales tradicionales que les estaban vedados. Su época dorada, sin embargo, es el siglo XIX. Los movimientos obreros utilizaron el panfleto para la difusión ideológica y para incitar a la acción libertadora; la obra cumbre del género es el Manifiesto Comunista (1848).
En cuanto a España, varias instituciones ilustradas canarias conservan panfletos del siglo XIX, de pulcra caligrafía, convocando a la insurrección contra la invasión francesa. Y bajo el franquismo, las octavillas a multicopista fueron arriesgados ejercicios de oposición y llamamientos a rebelarse contra una dictadura asfixiante.
La similitud de circunstancias está en la clave de la vuelta hoy del panfleto político y social. Si en el siglo XIX se produjo una gran convulsión con la industrialización y el nacimiento de la clase obrera, asistimos ahora a una transformación profunda que está acabando con los derechos laborales y sociales logrados desde entonces. La única diferencia es que el asalariado del siglo XXI se considera a sí mismo, al menos en España, “clase media” y no se mueve. Casi nadie lo hace.
Y sin embargo, el nuevo panfleto se abre paso con inusitado vigor, publicitado, como siempre, de boca a oído, horadando el “pensamiento único” oficial, combatiendo la resignación y la cobardía. Si ¡Indignaos!, de Hessel, es ya el libro de no ficción más vendido en España, Reacciona, publicado por Aguilar, que ahonda en nuestros motivos particulares, ha escalado en solo tres semanas al quinto puesto. En este caso es Hessel quien prologa un libro que inicia el relato coral con José Luis Sampedro levantando una alfombra donde se ocultan las miserias al gran público: “Se confunde a la gente ofreciéndole libertad de expresión al tiempo que se le escamotea la libertad de pensamiento”. Como él, Federico Mayor Zaragoza, ex director general de la Unesco, habla de los cambios radicales a acometer: “¡Ha llegado el momento de ‘rescatar’ a los ciudadanos!”. Pero la economía no es el único sector del que se habla en este librito, por la sencilla razón de que no es el único afectado por esta profunda crisis.Toda una generación estafada de jóvenes -como dice el periodista Ignacio Escolar-, la sociedad desinformada o la debacle de la ciencia, la educación y la cultura, que son la base del auténtico progreso, sufren hoy las consecuencias de un sistema injusto.
Y hay más: el Manifiesto de economistas aterrorizados, de autores franceses, también comienza a propagarse en España.
El descontento de una parte de la ciudadanía -la que con criterio propio se siente seriamente agraviada- se está canalizando también en iniciativas como juventud sin futuro/sinmiedo o democraciarealya, entre otras, con creciente seguimiento en Internet. La actuación de los políticos sufre un claro desprestigio (representa el tercer problema para los españoles tras los económicos), lo que menoscaba peligrosamente el valor de una actividad destinada a dignificar el papel del ciudadano y a regular la acción del Estado en beneficio de la sociedad.
Las asambleas y mítines de los siglos XIX y XX parecen haberse trasladado a las redes sociales e Internet con su enorme poder amplificador. En un océano de masificación informativa, en el que los grandes medios difunden de manera casi uniforme la cultura dominante, se necesitan brújulas, periscopios y radares para orientarse. Y así, impresa o digital, una literatura panfletaria -cuya calidad desmiente el carácter peyorativo que solía acompañar al género- se abre paso con el mismo espíritu crítico de antaño. Son textos breves y directos que hablan con vehemencia cargada de razones. Dos nonagenarios -con décadas de historia vividas y reflexionadas- marcan el camino por el que ya muchos avanzan para indignarse y reaccionar. Ignorarlo sería insensato.
ROSA MARÍA ARTAL, periodista, es coordinadora y coautora de Reacciona.

martes, 3 de mayo de 2011

VIVO O MUERTO 

ENRIQUE GIMBERNAT


EL MUNDO, 3-5-2011


Según los diversos Convenios internacionales de derechos humanos todas las personas -por consiguiente, también lo tenía Bin Laden- tienen derecho a la vida y, cuando sean sospechosos de haber cometido algún delito, derecho a un juicio justo con todas las garantías del Estado de Derecho.
Ignoro si entre EEUU y Pakistán, dos países estrechamente aliados en la guerra contra Al Qaeda, existe algún tratado -publicado o secreto- que autorice a las fuerzas armadas norteamericanas a intervenir en territorio pakistaní en la lucha contra esa organización terrorista. Desde luego, si la causación de la muerte de Bin Laden se hubiera producido en España, nuestros tribunales, en virtud del principio de territorialidad, habrían sido los competentes para esclarecer y determinar si los agentes norteamericanos habrían incurrido o no en algún delito al ejecutar aquella conducta.
Bin Laden era una persona acusada de gravísimos delitos y, en consecuencia, podía ser legítimamente objeto de detención tanto por agentes de la autoridad como por ciudadanos particulares, para ser puesto a disposición de la autoridad judicial. Pero, al mismo tiempo, era un delincuente extraordinariamente peligroso, dispuesto a hacer uso de las armas para impedir su detención. En tales casos, todos los ordenamientos jurídicos, también el español (art.5º 2 c Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad: «Solamente deberán utilizar las armas [los miembros de esas fuerzas y cuerpos] en las situaciones en que exista un riesgo racionalmente grave para su vida, su integridad física o al de terceras personas»), autorizan al uso de la violencia, por lo que si, según las informaciones de las que disponemos, Bin Laden se opuso a su detención disparando contra quienes querían practicarla («las fuerzas especiales le dieron opción de rendirse antes de matarle»), su muerte habría estado penalmente justificada al haber actuado los agentes en el ejercicio legítimo de su derecho al uso de las armas.
En el enfrentamiento, además de Bin Laden, han resultado muertos también tres hombres más que repelieron a las fuerzas norteamericanas violentamente y «una mujer usada como escudo por un combatiente». Las circunstancias del homicidio de esta mujer deberían ser investigadas en un procedimiento penal, en cuanto que, en principio, se trata de un tercero inocente cuyo derecho a la vida ha sido vulnerado sin que existiera ninguna causa aparente que pudiera justificarla. Y así, la sentencia del TC alemán de 15 de febrero de 2006 ha declarado inconstitucional, por vulnerar el derecho fundamental a la vida y la garantía de la dignidad humana, un precepto de la Ley de Seguridad Aérea que autorizaba a las fuerzas aéreas alemanas a derribar, para salvar otras vidas, aviones comerciales ocupados por pasajeros inocentes que eran dirigidos por terroristas para estrellarse, cargados de explosivos, contra edificios urbanos (tal como sucedió en los atentados del 11-S).
En cualquier caso, la muerte de Bin Laden, aunque esté justificada, no debe ser objeto de celebración alguna, en cuanto que estamos ante un fracaso, ya que hubiera sido de todo punto preferible que hubiera sido enjuiciado por un tribunal imparcial en un juicio oral, público y contradictorio. Pero ya se sabe que en EEUU sigue rigiendo el principio del Salvaje Oeste de que, si se trata de un delincuente, es indiferente que se le entregue «vivo o muerto».
ENRIQUE GIMBERNAT es jurista y catedrático de Derecho Penal.