"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







lunes, 29 de agosto de 2011

RETRATO DE UN HÉROE


ARTURO PÉREZ-REVERTE


EL SEMANAL, 29-9-2011




Hay héroes en la vida real. No sólo en el cine, la tele o la literatura. Usted y yo nos cruzamos con ellos con frecuencia, sin reconocerlos. Es injusto, pero así son las cosas. La gente debería llevar su biografía escrita en la cara. En la mirada. A veces la lleva, pero no todo el mundo sabe leer allí. Pocos lo hacen. De cualquier modo, las biografías visibles no son el caso. Los héroes pasan por nuestro lado sin que reparemos en ellos. Se sientan en la terraza del bar, se sujetan a la barra del metro o hacen cola en la oficina del paro, como tantos. Conozco a uno con pinta de pobre diablo: un emigrante rumano que se busca la vida trabajando de albañil en lo que puede. Es joven, de maneras toscas. Un día, camino de la obra, vio que una anciana, a la que no conocía de nada, quería tirarse por la ventana de un tercer piso. El hombre trepó arriba como pudo y la estuvo sosteniendo, jugándose la vida en el vacío, hasta que llegaron los vecinos y los bomberos. Después se fue a acarrear ladrillos, como cada día, y agachó la cabeza cuando el capataz lo abroncó por llegar tarde. 

Sé de otro héroe, entre tantos, con el que se cruzan algunos de ustedes de vez en cuando. Lleva casi treinta años salvando vidas, pero no se le nota. Es un tipo callado. Discreto. Supongo que nunca me perdonaría que diese aquí su nombre, así que ni lo intento. Baste decir que hay quien lo admira y quien lo ama. Quien le lleva la cuenta de los rescates que ha realizado en el mar. Unos cuatro mil, calculan. Primero como buceador y luego en Salvamento Marítimo. De manzanilla man, que dicen allí; porque, como las bolsitas de infusión, lo cuelgan con un cabo desde un helicóptero y lo sumergen en el agua para que trinque a la gente. Duro que te rilas, imagínense. El pavo. Una vez salió su foto en los periódicos, sujetando los intestinos de un fulano al que llevaban en una zodiac camino del buque hospital Esperanza del Mar. Antes de evacuar al herido tuvo que reducir a hostias al tripulante que se paseaba por la cubierta del pesquero con un ataque de delirium tremens, llevando en la mano el cuchillo con el que acababa de rajar a su colega. 

Hace un tiempo, el helicóptero donde volaba con tres compañeros cayó al agua frente a la costa de Almería. Cosas de la mala suerte. De que salga tu número. Nuestro héroe es un hombre entrenado para esa clase de situaciones: sabe cosas que el común de los mortales ignoramos. Así que las puso en práctica por instinto de adiestramiento. Se llenó el pecho de aire segundos antes del impacto, hiperventiló mientras se inundaba la cabina, se zafó del arnés que lo ataba al helicóptero que se hundía, y subió a una balsa salvavidas. Allí cogió un cuchillo y una linterna, se quitó el chaleco inflado para poder sumergirse, y tras palpar la carne levantada en su cuero cabelludo y comprobar que pese al golpe y las heridas estaba entero, buceó de nuevo en busca de sus compañeros. No los encontró. Agotado, volvió a la balsa. No usó las bengalas de mano porque sabía que flotaba en una mancha de queroseno. Lanzó una con paracaídas, se tumbó en la balsa y aguardó haciendo señales intermitentes con la linterna. Rescatado por una patrullera de la Guardia Civil, sus palabras en el hospital fueron «¡Cosedme ya, joder!... ¡Tengo que ir a por mis compañeros!». Pero los tres habían muerto en el impacto. 

Hubo medallas con distintivo rojo para los cuatro. Los muertos y el superviviente. A menudo queda alguien para contarlo, aunque éste sea poco amigo de contar. Aquel día, el telediario apenas mencionó la noticia: un helicóptero de rescate caído al mar y tres palabras del ministro del ramo. Punto. Nada sobre quiénes eran los tres desaparecidos, qué los llevó a la muerte, cuántas vidas salvaron jugándosela durante años y años. Nada sobre el cuarto hombre. El que seguía vivo. El que se lamía las heridas. Por aquellos días aún lo copaba todo el terremoto de Haití, más espectacular y vistoso. Comparados con las conexiones en directo desde Puerto Príncipe, tres rescatadores muertos eran poca cosa. Para lo que sí hubo espacio fue para que la tele y los periódicos se ocuparan de las andanzas de Brad Pitt y Angelina Jolie. Sus vacaciones solidarias en no sé dónde. También en Haití, me parece. Tan humanitarios ellos. Tan guapos y tan fashion. 

Hágase un favor, estimado lector. A usted mismo. Cuando vaya hoy a tomar un café, una caña o lo que sea, preste atención al apoyarse en la barra del bar o la cafetería. 

Tal vez haya a su lado un hombre o una mujer, solos o acompañados, mojando un churro en la taza, despachando un pincho de tortilla o tomándose una aspirina. Tipos normales, como usted o como yo. Gente de infantería. Obsérvelos de reojo y con respeto, porque nunca se sabe. Quizá esté mirando a un héroe.

¿PROHIBIMOS O TOLERAMOS?


AURELIO ARTETA


 EL PAÍS, 20-8-2011


Tras la feroz matanza de Noruega, la pregunta brota inevitable: ¿debemos permitir o prohibir la difusión de las ideologías que alientan conductas criminales como esta? Ya es un paso adelante caer en la cuenta de que las ideas suscitan o modelan nuestras emociones y deseos y, por tanto, guían nuestra conducta. Porque se sigue diciendo como si tal cosa que cada cual piense como quiera, y eso solo puede proclamarse si se supone erróneamente que nada de lo que el otro haga tendrá que ver con lo que piensa o que no afectará a nuestros derechos. Es otra variante tonta del tópico de que una cosa es la teoría y otra la práctica. La observación más común se encarga a cada instante de desmentir ambos supuestos, pero ni aun así nos aprestamos a revisar las ideas que nos parecen nefastas. Pues entonces tropezaríamos con un nuevo prejuicio, el nihilismo arraigado en la mentalidad ambiental: que nadie puede arrogarse juzgar el pensamiento de nadie ni coartar su libertad de expresión, porque todos los códigos morales son relativos a las respetables creencias de sus sujetos…
Dejemos en paz esas ideas, como las científicas o las referidas a gustos culinarios, que ni orientan nuestra existencia ni suelen enfrentarnos a muerte al prójimo. Pero adviértase que las otras ideas, las morales y políticas, no son repudiables tan solo cuando incitan al asesinato. Son malas también si justifican la explotación laboral o sexual, los abusos de poder, los tribalismos identitarios, el conformismo frente a la injusticia…, tantas cosas cuya lista sería interminable. Ya es hora de abandonar ese perezoso simplismo de que lo único malo en la vida pública es la violencia y que todo lo demás debe ser permitido. “Sin violencia todas las concepciones son legítimas”, se ha repetido a coro en nuestro país ante el terrorismo. Pues no: aunque él mismo no hubiera disparado un solo tiro en su vida, la concepción política del señor Breivic desbordaría ilegitimidad por todos lados.
Es decir, solo comprendemos la maldad de ciertas ideologías cuando palpamos, a posteriori, sus efectos más virulentos y sanguinarios. Solo entonces empezamos a asustarnos, nunca antes. Al parecer no importa ni el veneno previo que han ido inoculando en la sociedad en sus sectores más sensibles, ni el desarme intelectual y moral que traen consigo. Y estos últimos son estragos incluso peores que los crímenes, no solo por ser mucho más extensos y ordinarios, sino también porque pasan sin réplica y acaban propiciando aquellos mismos crímenes.
La atmósfera prenazi (y pronazi) se formó gracias a la difusión de su ideología y al conformismo de esos pasivos “espectadores” que fueron los alemanes en su mayor parte. Las mentes más lúcidas de aquel momento han reconocido que desdeñaron a Hitler, ni siquiera se tomaron la molestia de leer Mein Kampf y, en consecuencia, no sabían después hacer frente al ideario nacionalsocialista.
La atmósfera abertzale vasca se ha gestado durante 50 años de siembra sistemática de dogmas etnicistas, de tergiversación de la Historia, de sumisión por parte de una izquierda confusa… y de silencio. Todo se callaba, salvo (y eso ya en épocas tardías) el atentado mortal; solo se condenaban los medios brutales, mientras los fines y sus dogmas básicos permanecían intocables. La mayoría aún no ha entendido que el mal causado en esa sociedad por ETA no acababa en sus asesinatos ni acabará con la desaparición de la banda. ¿O es que no lo estamos viendo en sus últimos herederos?
Podremos dudar entre tolerar y prohibir la exhibición pública de ideas tóxicas. Lo que no podemos es aplaudirlas ni desentendernos de ellas; pero entre nosotros han sobrado aplausos y prudencias harto interesadas. En casos extremos no cabe descartar la prohibición de una doctrina, programa o agrupación políticas que vomitan abiertamente contra los valores democráticos primarios y, por tanto, contra la libertad e igualdad de los ciudadanos o de un grupo particular de estos.
Ni el derecho a la vida es el único del catálogo ni el “prohibido prohibir” deja de ser un lema tan enfermizo como incoherente. Nada más estúpido que invocar el pluralismo para permitir decálogos o partidos que pregonan sin tapujos su intención de acabar con ese pluralismo. El pluralismo no tiene por qué acoger todo lo plural, por lo mismo que no todas las diferencias son valiosas. De manera que será un hipócrita quien se rasgue las vestiduras ante la menor sugerencia de censura en esta materia…, al tiempo que se despreocupa de la calidad de la conciencia ciudadana. Habrá que proponerse más bien reforzar esta conciencia si la queremos capaz de defenderse de aquellas soflamas.
Mientras no se traspasen esos límites de lo intolerable -del respeto de los derechos-, en cambio, lo habitual será la tolerancia hacia lo que nos molesta e incluso desafía. Ahora bien, tolerar no es solo reconocer el derecho de los otros a profesar una creencia o mantener una conducta contrarias a las comunes. Sería un dudoso tolerante, próximo a la mera indiferencia, quien por principio renunciara a mostrar su desacuerdo con el otro y, llegado el caso, a invitarle a discutir las discrepancias. Y es que el desacuerdo entre las gentes, claro está, exige mucho más que si entre ellas reinara la unanimidad.
El derecho del otro a ser tolerado demanda un deber legal de tolerar, pero no menos la obligación moral de afinar nuestro juicio acerca de lo que toleramos y por qué. Tampoco puede uno contentarse con reclamar el derecho a la libertad de expresión como este no venga con el deber de apoyar en argumentos las opiniones que expresa, al menos en lo que atañe a nuestra vida común. Nadie deberá pedirme cuentas de mis comentarios deportivos, pero cualquiera tiene derecho a exigirme responsabilidad por mis juicios políticos.
¿Me dejarán una coda final? De poco sirve que unos profesores exquisitos tengamos a John Rawls como pensador de cabecera, mientras no transmitamos su enseñanza a la opinión pública. Para este pensador, si en una sociedad se cultivaran ciertas doctrinas incompatibles con el ideal democrático, tarea de la razón pública sería “impedir que obtengan la suficiente difusión” como para comprometer la justicia política básica.
Y a todo esto, ¿qué responden nuestra escuela y universidad? Pues verá usted: casi nada la primera y todavía menos la segunda. Una Ética escolar que se propone la vaguedad de “educar en valores” y de hacerlo al modo de una “asignatura transversal”, como si careciera de contenido propio, acepta de antemano el sambenito de maría.Aquella Educación para la Ciudadanía ya salió malparada de su batalla con los obispos, que no admiten otro adoctrinamiento que el suyo. Y en las aulas universitarias, la teoría de la democracia y materias afines se enseñan hoy a todo lo más en un par de asignaturas y facultades: para la mer-cantilización del conocimiento que busca el proceso de Bolonia ya es demasiado.
Al paso que vamos, los Breivic del futuro tal vez ya no necesiten perseguir a tiros a estudiantes, porque sus ideologías no hallarán muchos estudiantes que sepan resistirlas.
AURELIO ARTETA es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

domingo, 28 de agosto de 2011


EL PORVENIR DE LA DEMOCRACIA

TAHAR BEN JELLOUM

LA VANGUARDIA, 28-08-2011

Han desaparecido diversos vocablos en el discurso de los políticos europeos. A pesar de no estar de moda, son fundamentales. Las palabras pueblo, popular, lucha de clases, imperialismo, tercer mundo, países subdesarrollados… ningún político las utiliza ya, al menos en Francia. Se dice los ciudadanos, las francesas y los franceses; se dice desigualdades sociales, globalización, países emergentes, etcétera. ¿De dónde procede tal renuncia lingüística? Indudablemente, el mundo ha cambiado desde la guerra de Vietnam, desde que el partido comunista era una poderosa fuerza y los países del tercer mundo eran muy pobres. No obstante, no por el cambio de terminología han desaparecido las realidades a las que nos estamos refiriendo. El pueblo existe, las clases sociales existen más que nunca, el dominio de la economía mundial es flagrante, los países roídos por la corrupción e incapaces de salir de la miseria están ahí ante nuestra mirada. Sin embargo, por razones electorales se maquilla y disfraza esta realidad con palabras menos hirientes que quieren dar la sensación de una posibilidad de mejorar. Esta técnica recibe el nombre de populismo. En estos momentos, la extrema derecha e incluso una minoría de extrema izquierda recurren al populismo a la hora de presentar su programa. Por populismo debe entenderse una simplificación extrema de la realidad. Se apela a los instintos susceptibles de motivar con mayor facilidad una reacción; se dispara precisamente contra el ámbito donde la posibilidad de reflexión se revela vana y estéril o, al menos, se ve relegada a un segundo plano.

El populismo es, de hecho, el desprecio del pueblo. Se habla al pueblo infantilizándolo, reduciéndolo a una masa compacta en cuyo seno se ha suprimido la complejidad de los problemas como por arte de magia. Se hace creer a la gente que sus problemas se solucionarán cuando tal partido rija los destinos del país. Se miente, se inventan o amañan las cifras y se engaña a quienes piensan que el resto de los partidos están podridos, que todos los políticos son corruptos y no valen nada. Se les dice: “Son todos unos mentirosos y unos ventajistas” dando por descontado que quienes hablan son íntegros y sin mácula. Esto se llama demagogia. Entre populismo y demagogia existe acuerdo perfecto.

Ahí radica lo que asquea y disuade a buena parte de la juventud europea a la hora de hacer política. Los jóvenes no se sienten motivados y no se interesan por la construcción y el reto de la democracia.

Sin embargo, la democracia no es únicamente una técnica, una decisión de votar por este o aquel. La democracia es una cultura que debe enseñarse en las escuelas para que el niño crezca en el respeto a valores fundamentales en que se basa el contrato social. En ningún sitio se enseñan los principios y normas de la democracia ni, por lo demás, los estragos de las dictaduras en todo el mundo.

Cabe constatar el avance de las mafias en el mundo. El delito organizado y el inmenso beneficio que acumulan las operaciones ilegales están asestando golpes de muerte a la democracia. El dinero fácil, el desprecio de la ley, el secuestro del derecho, la arrogancia de quienes controlan el mercado de la droga y de la prostitución… es adonde lleva el populismo que repite que “todos los políticos son corruptos”. El descrédito de la política y de la nobleza del trabajo en beneficio de todos se ven alimentados por la acción de demagogos y mafiosos. El delito organizado se aprovecha de hecho de la democracia a la que asesina cada día. Obsérvese la situación de Italia, de Rusia y de otros numerosos países.

Alguien ha dicho: “¡El porvenir de la democracia es el reinado de las mafias!” Si la democracia es privada de sus principios, se abrirá la puerta a todas las demagogias, incluida la del delito y de la mafia.

En la actualidad, Europa se esfuerza por salvar el euro; es valiente acudir en auxilio de un país como Grecia, pero nadie ha mencionado el robo y la corrupción que han arruinado a este país. ¿De qué sirve salvar a Grecia si quienes han destruido su economía no son identificados, detenidos y juzgados?

La fragilidad económica de varios países procede en parte de ese lado oscuro de la sociedad donde el Estado se ve sustituido por otro sistema que obtiene provecho y escapa a los impuestos. Jueces y políticos, por cierto, han sacrificado su existencia luchando a cara descubierta contra el populismo y la mafia. Han caído bajo las armas de ese sistema. Será menester apreciar en lo que vale su nobleza de espíritu, llamar a las cosas por su nombre y enseñar a nuestros hijos que la democracia, que es el respeto de sí mismo y de los demás empieza en la propia casa, que es un sistema imperfecto pero que no se ha encontrado otro mejor. Así es el ser humano, una rata para el hombre. Es mejor saberlo y hacerlo saber.

La historia abunda en ejemplos en que el mal absoluto (Hitler, Stalin, Pol Pot, etcétera) es capaz de derrotar al bien y burlar a toda la humanidad.

Es menester permanecer vigilantes. La democracia es frágil.

TAHAR BEN JELLOUM es escritor y articulista.

jueves, 25 de agosto de 2011

TODOS SOMOS CREYENTES


FRANCESC DE CARRERAS

LA VANGUARDIA, 25-8-2011

A raíz de la venida del Papa a Madrid se suele hablar de los creyentes como sinónimo de los religiosos (en este caso los adeptos al catolicismo), diferenciándolos así de los no creyentes, aquellos que no profesan religión alguna. Todo ello suscita algunos interrogantes: ¿sólo son creyentes los religiosos, sean de la religión que sean? Aquellos que no creen en ninguna religión, en ningún Dios trascendente ni en otra vida, ¿no son, o no pueden ser, también creyentes, aunque sea en algo de naturaleza distinta?

Se me ha ocurrido que un método para abordar esta ardua materia e intentar responder a estas complejas preguntas, sea el de acudir al conocido ensayo de Ortega y Gasset Ideas y creencias, escrito en 1934, todo un clásico. Ortega siempre tiene una ventaja: te guía por sendas complicadas con una claridad de razonamiento que, al menos, evita que te pierdas. Puede ser que el punto de llegada, o el de partida, no sean convincentes; pero nunca dejas de seguir la argumentación por la que te conduce el maestro. Así pues, de su mano, intentaré contestar a las preguntas que formulaba al principio.

La creencia es aquel tipo de conocimiento que nos encontramos ya dado y que hemos incorporado a nuestro modo de ser sin ponerlo siquiera en cuestión porque lo consideramos indubitable o, mejor dicho, previo a toda tentación de duda. Es decir, creemos porque la verdad objeto de la creencia no necesita ser demostrada ni argumentada para que la consideremos como tal verdad.

“Creencias -dice Ortega- son todas aquellas cosas con las que absolutamente contamos aunque no pensemos en ellas. De puro estar seguro de que existen y de que son según creemos, no nos hacemos cuestión de ellas sino que automáticamente nos comportamos teniéndolas en cuenta”. Para ilustrarlo no hay por qué remontarse a las grandes cuestiones trascendentales. Basta con un burdo ejemplo: “creemos” que los muros son impenetrables y, por tanto, para llegar al otro lado, sin pensarlo damos un rodeo.

De las creencias se distinguen las ideas, un concepto muy distinto. Así como las creencias son algo que nos encontramos dado y aceptamos sin plantearnos su verdad o mentira, las ideas se adquieren, son un producto del acto de pensar, el resultado de un esfuerzo de nuestro intelecto. Uno vive en una creencia, está en ella; en cambio, tenemos ideas, estas se obtienen tras un proceso cognitivo mediante el cual logramos alcanzarlas. “Las ideas son, pues -dice Ortega-, las cosas que nosotros de manera consciente construimos, elaboramos, precisamente porque no creemos en ellas (…) Las ideas nacen de la duda, es decir, de un vacío o hueco de creencia (…) actúan allí donde una creencia se ha roto o debilitado”. La creencia es un legado de la tradición, la idea una creación propia producto de la operación de pensar.

Si aceptamos esta contraposición entre ideas y creencias, en nuestra tradición cultural el conocimiento surge de una enconada lucha entre ambas. En la historia del pensamiento occidental, las ideas procuran ir ampliando su campo en detrimento de las creencias: el objetivo es llegar a un mínimo de creencias y a un máximo de ideas. Es el combate de la razón contra la tradición. Ya los filósofos presocráticos empezaron a dudar que los fenómenos naturales -el viento, el fuego- encontraran su fundamento en la voluntad de los dioses. Más tarde, los clásicos griegos pusieron las primeras piedras de la ciencia en sentido moderno. Con el cristianismo, el conocimiento se hace teológico y se basa en una creencia: la verdad ha sido revelada por Dios en la Biblia. En coherencia con tal creencia, mediante el intelecto se establece un sistema de ideas: la escolástica.

La ruptura radical con este fundamento teológico lo formula Descartes. Su cogito ergo sum, el pienso luego existo, significa que para alcanzar el conocimiento toda creencia debe ser puesta en cuestión. No hay, pues, verdad revelada, sólo un método para alcanzarla basado en la razón, es decir, la posibilidad que tiene el ser humano, y sólo el ser humano, de pensar. Pero en el fondo, si bien se mira, el método cartesiano también se basa en una creencia: en que todo debe ser puesto en duda y sometido a la razón. A partir de ahí vendrán las ideas mediante las cuales podremos ir accediendo a la verdad, a una cierta y provisional verdad, siempre cuestionada.

Así pues, tanto religiosos como no religiosos son creyentes. Unos creen que sólo un Dios trascendente, que conoceremos con certeza tras la muerte, es la fuente que revela mediante un libro todo conocimiento. Otros creen en la capacidad humana de utilizar las ideas -producto de la observación, la experiencia, la argumentación, hasta la intuición- para que podamos irnos acercando a la verdad.

El progreso humano, hoy tan poco de moda, probablemente consista en ese camino que conduce al predominio de las ideas sobre las creencias. Al final sólo debería quedar una creencia: la duda como método. Todo lo demás serían ideas. Pero como la duda es también una creencia, ninguno dejamos de ser, ciertamente en más o en menos, creyentes.

FRANCESC DE CARRERAS es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
LA ESTELA DEL TERROR


ANTONIO ELORZA

EL PAÍS, 25-8-2011

Al acercarse el décimo aniversario de los grandes atentados de Al Qaeda, estamos en condiciones de apreciar hasta qué punto es válido el planteamiento de Martha Crenshaw al contemplar el terrorismo como una forma específica de violencia para cuya explicación resulta preciso tomar en consideración el contexto histórico en que surge. Luego será preciso rastrear los efectos que produce, tanto sobre ese marco como sobre los comportamientos y las mentalidades de los grupos sociales, los individuos y las instituciones afectados. Porque como cualquier otro fenómeno social y político, el terrorismo es analizable, y también como cualquier otro modo de acción presenta zonas oscuras, que empiezan, igual que en el genocidio, por su propia definición, partiendo del intento por los propios interesados de enmascarar su contenido. Botón de muestra: el terrorismo disfrazado de "lucha armada" o edulcorado como "violencia" en el lenguaje de los dos nacionalismos en Euskadi. Hay también zonas similares a un no man's land, donde efectivamente el terrorismo converge con otras formas de actuación agresiva, singularmente en lo que viene denominándose "terrorismo de baja intensidad" (nuevo ejemplo vasco, la kale borroka).

Pero precisamente son esas tácticas de enmascaramiento y esas fronteras inseguras las que permiten singularizar el fenómeno terrorista, en sus múltiples variantes. Y desautorizar el recurso habitual, utilizado por tantas explicaciones que acaban en justificaciones, orientadas a no afrontar el terrorismo en cuanto tal, desviando los focos hacia una supuesta causa exterior, cuya entrada en escena acaba convirtiendo a las víctimas en responsables de la agresión sufrida. Es "la opresión de Euskadi" o el "problema vasco" sin resolver desde 1839, que a partir de los años setenta han permitido a tantos verdugos voluntarios, tal vez ciudadanos ejemplares en otros aspectos, y sobre todo a sus apoyos sociales, eludir el verdadero problema, que no es otro que la práctica terrorista, con su carga de deshumanización radical, superior a la de la propia guerra. Si pasamos al 11-S, el chivo expiatorio es inevitablemente el imperialismo americano, o judeo-americano para el mundo árabe, heredero de la carga precedente de todas las culpas sobre el "colonialismo". Lo importante en este tipo de exculpación indirecta no es su insistencia en destacar las responsabilidades históricas o políticas de las políticas colonialistas o imperialistas, cosa perfectamente justa, sino que las mismas son introducidas como simple coartada para descalificar toda aproximación al terrorismo realmente existente.

Hubo dominio colonial francés sobre todo el Magreb, pero la opción de derivar la lucha hacia el terrorismo fue una decisión en Argelia propia del FLN, del mismo modo que hubo opresión política y cultural sobre Cataluña y no surgió ETA. La invasión de Irak por Estados Unidos constituyó un tremendo error político; junto a eso, y por encima de todo, fue un crimen contra la humanidad, al haber lanzado sobre imputaciones falsas una guerra y una ocupación que causaron decenas de miles de muertos, lo cual debería convertir hoy a George W. Bush en un hombre juzgado y condenado por sus decisiones con mayor razón que los genocidas menores que van a parar a La Haya. A pesar de lo cual, Al Qaeda no fue una respuesta a Bush, de la misma manera que las Brigadas Rojas o el terrorismo del Tirol del Sur no nacieron para combatir un régimen fascista, o ETA intensificó sus crímenes cuando llegó la democracia. Stalin no fue la causa de Hitler, ni Hitler de Stalin, ni los crímenes del uno borran los del otro. Al encarar este o aquel terrorismo, el establecimiento de falsas relaciones de causalidad, inductoras de un efecto de inversión de responsabilidades, es demasiado frecuente y solo sirve para esconder el fondo del problema, promoviendo en definitiva la absolución de los terroristas.

Lógicamente, al buscar la citada inversión, tales estrategias exculpatorias se cuidan de borrar todo cuanto contribuya a una explicación endógena de los procesos terroristas, y en especial de ignorar su dimensión teleológica, su finalidad, cuyo conocimiento, al lado del examen de los recursos técnicos e ideológicos -con frecuencia religiosos-, es la clave para la eventual aplicación de medidas políticas y culturales de prevención.

Pensemos de nuevo en el caso vasco. La historiografía ha progresado en las dos últimas décadas por lo que toca a la reconstrucción de procesos sociopolíticos y acontecimientos, pero si en las obras de mayor circulación sigue difundiéndose la imagen de un Sabino Arana racista como cualquier otro en su época, sin entrar en su religión política del odio montada sobre ese racismo, con la consiguiente violencia que la acompaña tanto en su origen como en su transmisión posterior en la historia del nacionalismo hasta ETA, no entenderíamos nada de lo sucedido en el último medio siglo. O entenderíamos lo que al PNV interesa, ensalzando la modernidad del movimiento y preguntándonos sin buscar respuesta cómo una sociedad culta y progresiva pudo abrigar el terrorismo (perdón, "la violencia"). Solo que también en el nacionalsocialismo fueron modernos, y surgió en la culta y progresiva Alemania de Weimar, pero no por generación espontánea, lo mismo que las Brigadas Rojas emergen de la modernización espectacular que Italia experimentó en los años sesenta. Hubo en todos los casos una gestación de ideologías de la violencia, legitimadas por mitos sobre los cuales nadie se preocupó en incidir. Con el nacionalismo vasco sucede otro tanto, y es esa mentalidad discriminatoria que le sirvió de base, y alentó luego el terror, lo que aún hoy debiera preocuparnos.

Con el islamismo después del 11-S ha sucedido algo similar, por lo que concierne a la eliminación de los contenidos ideológicos, tanto para entender la lógica de los grandes atentados como para apuntalar el futuro. Así, mientras Bush ponía en marcha su catastrófica idea de cruzada, fue sorprendente la insistencia de tantos arabistas en refugiarse detrás de esa cortina de humo. Sin percibir que a partir de una lectura del Corán y de las sentencias de Mahoma, perfectamente acotada por los propios yihadistas, resulta posible individualizar las fuentes de su terrorismo, separar islam de islamismo (y yihadismo) y plantear la deseable adecuación entre visión islámica del mundo y democracia.

Para muchos ha sido más fácil echar balones fuera, negando toda posible conexión entre la lectura pretendidamente ortodoxa de los textos sagrados que propone el islamismo radical, y la legitimidad, y las formas del terror practicado por Al Qaeda y otros grupos yihadistas. Claro es que al adoptar semejante política del avestruz, en nombre de una oposición por lo demás ineficaz a la islamofobia, quedan borradas las posibilidades de analizar y contribuir a la difusión de un islam progresista. Si proponemos que no existe vínculo alguno entre ese terrorismo internacional y lo que pudo predicarse o difundirse en el siglo VII, no hay razón alguna para esforzarse en analizar un proceso tan complejo de transmisión de la violencia. Consecuencia: la tal islamofobia cabalga hoy feliz, favorecida por la crisis económica, sin que los clamores para sofocarla tengan la menor incidencia, ya que se hacen en nombre de un islam realmente inexistente. Incluso en términos teológicos, la angelización es la premisa de la satanización. Sobran apologistas y falta impulso para el conocimiento del islam: se premian simplezas y estudios capitales están sin traducir.

Entretanto, el disparate de Irak ha hecho inevitable el desastre a cámara lenta de Afganistán. Menos mal que sí cabe anotar datos positivos en una partida, la de los mecanismos de seguridad a escala internacional, inicialmente desbordados, tanto el 11-S como el 11-M. Cabe confiar en el mantenimiento de esa barrera, que compensa las espectaculares insuficiencias de la actuación internacional en los planos de la formación y de la ideología. Sin olvidar los daños colaterales en cuanto al funcionamiento de las relaciones de alteridad, entre los colectivos culturales y religiosos. Más allá de Estados Unidos, en Argelia, en una Europa con minorías musulmanas en ascenso, los efectos perversos del terrorismo sobre las mentalidades siguen reproduciéndose.

ANTONIO ELORZA  es catedrático de Ciencia Política.

martes, 23 de agosto de 2011

EL DEDO AL OJO DEL REAL MADRID

JOHN CARLIN

EL PAÍS, 23-8-2011

Javier Marías, probablemente el mejor escritor madridista del mundo, opinó en El País Semanal hace unos meses que José Mourinho era "un individuo dictatorial, ensuciador y enredador, nada inteligente, mal ganador y mal perdedor". Me atreví a pensar en su momento que Marías había ido demasiado lejos. Eso de que el entrenador del Real Madrid era "nada inteligente" me pareció un pelín exagerado.

Ya no. Un comunicado de Mourinho publicado en los medios ayer nos informó de que no se arrepentía de sus agresiones cobardes y declaraciones infantiles al final del partido de Supercopa que su equipo perdió contra el Barcelona el miércoles pasado; y mantuvo que hizo todo lo que hizo con el noble motivo de defender al Madrid. Imbecilidad se suma a imbecilidad y las pruebas se vuelven irrefutables: no solo es un ensuciador, enredador, mal perdedor y todas las demás cosas que ya sabíamos, sino que el tipo es algo peor.

Yo me imaginé que durante el parón veraniego Mourinho reflexionaría sobre su papel público. O que alguien en el Madrid hubiera tenido las agallas para aconsejarle que bajara un poco el tono. No por cuestiones morales. No para dar un mejor ejemplo a la juventud, o para intentar recuperar el famoso "señorío" del club, cuya imagen mundial se ahoga en las cloacas sin que nadie pareciera darle mayor importancia. No, no. Por motivos puramente pragmáticos.

¿Cuál es el reto más grande al que se enfrenta el Madrid de Mourinho? Bajar al Barça de su pedestal. ¿Cuál es el principal reto del Barcelona de Pep Guardiola esta temporada? No perder el hambre competitiva de un equipo saciado de gloria.

¿Y qué hace Mourinho? Pues le da un regalo a Guardiola. El regalo más deseado. La motivación que necesitaban Messi, Iniesta, Xavi y compañía para que siguieran con las ganas, hasta mayo o más allá, de meterle el dedo en el ojo al Madrid.

Mourinho debería de saber mejor que nadie que no hay motivador más poderoso que el rencor, el combustible que lleva a naciones a declarar guerras y a individuos, incluso los mediocres, a triunfar. Sin embargo, fue el propio Mourinho el que le ha inyectado el rencor en las venas a los jugadores del equipo menos mediocre del planeta, alimentando sus ánimos de venganza.

Mourinho sabrá mucho de táctica, pero no es un estratega. Tendrá experiencia y títulos, pero es un niñato. Será listo, pero no es inteligente. Javier Marías lo pilló antes que nadie.

JOHN CARLIN, inglés afincado en España,  es periodista deportivo y escritor.

martes, 16 de agosto de 2011

EL TÍO GILITO Y SUS SECUACES


ARTURO PÉREZ-REVERTE


EL SEMANAL, 16-8-2011


Decía Unamuno que, cuando en España se habla de honra, un hombre honrado debe ponerse a temblar. Más de uno debió de temblar el otro día, escuchando decir a un poderoso banquero que ahora los bancos serán más compasivos con sus clientes. Es hecho probado que a ningún banquero, de aquí o de afuera, le da acidez de estómago la ruina ajena. Un banquero es un depredador social con esposa en el Hola, un Danglars que traiciona a cuanto Edmundo Dantés cruza su camino, un Scrooge al que se la traen floja los espectros de las navidades pasadas, presentes y venideras, un tío Gilito que hasta con su sobrino el pato Donald -los que leíamos tebeos lo calamos desde niños-, ignora la piedad. Y ni falta que le hace. 

De economía no tengo ni idea; pero lo que no soy es completamente gilipollas. Por eso me toca la flor, corneta, que los banqueros maltraten mi sentido común a semejantes alturas de la feria, en esta España donde no hay monumento al sinvergüenza desconocido porque aquí nos conocemos todos. Un infeliz país donde la gente puede verse obligada a cerrar tienda o negocio por equivocarse en su gestión; pero donde ningún banco ni banquero, que llevan años equivocándose en la gestión irresponsable de un dinero que ni siquiera es suyo, pagan el precio de sus errores. Nunca. 

Durante mucho tiempo, al socaire ladrillero que el Pepé del amigo Aznar nos legó por sucia herencia, esa panda de golfos, que igual engorda con unos que con otros, concedió préstamos a todo cristo, sin importar la capacidad de devolución de la clientela. A mi hija, por ejemplo, cuando cumplió dieciocho años, le mandaron seductoras cartas ofreciendo créditos para coches, videoconsolas y ordenadores, los hijos de la gran puta. En vez de centrarse en su trabajo de captar dinero y prestarlo bien, los bancos inundaron España de créditos que rozaban lo fraudulento. Lo usual era hipotecar la casa, en un ambiente de euforia que llevó hasta conceder el precio total de la vivienda, tasada por encima de su valor real, a veces con una cantidad suplementaria, también a sugerencia del propio banco. Y esto fue Disneylandia. Alentada, naturalmente, por la estúpida condición humana; por nuestra criminal simpleza, capaz de tragarse que alguien vendiera duros a cuatro pesetas, y que un empleado que ganaba mil quinientos euros al mes pudiera permitirse -«yo también tengo derecho» fue la frase de moda, como si tener derecho equivaliese a tener posibilidades- hipotecarse en una casa de medio millón, coche para el niño y vacaciones en el Caribe. 

Al fin, como era de esperar -aunque nadie parecía esperarlo-, todo se fue al carajo, y los bancos quedaron saturados de garantías que no garantizaban nada. De casas que no valían lo que los tasadores de esos mismos bancos dijeron que iban a valer. El resto lo conocemos: los bancos no quisieron asumir las pérdidas. En cuanto al Gobierno, en vez de decirles oye, cabrón, te has equivocado, así que ahora paga por ello, lo que hizo fue darles dinero. Pero, en vez de destinar esa viruta a proteger a sus clientes, lo que hicieron los bancos fue trincarla para mantener su beneficio. Ni un duro menos, dijeron. Y lo que ocurrió, y ocurre, es que el Estado mira y consiente. Un Gobierno tan aficionado a gobernar por decreto como éste podría limitar las comisiones que cobran los bancos en tarjetas, transferencias, cuentas y cosas así. O los sueldos y beneficios de los banqueros. Pero eso, dicen, conculca los principios del Estado liberal. Obviando, claro, que más liberales son Gran Bretaña y Estados Unidos, donde sí han limitado los ingresos de los banqueros. Allí, cuando el Estado da dinero, vigila qué se hace con él. Por eso se ha metido en los consejos de administración de los bancos y ahora vigila desde dentro. Si piden mi apoyo, exijo. Y cuidado conmigo. 

Pero esto es España, y los políticos evitan meter mano. Lo hicieron con las cajas de ahorro cuando todo era ya tan disparatado que no quedaba más remedio. Es el lobby bancario quien decide y el Estado el que babea. Nada raro, si consideramos que los principales deudores de los bancos son los sindicatos y los partidos políticos; y que, tanto a esos dos payasos que salen en la tele con pancartas llenas de siglas como a los de corbata y coche oficial, los bancos los tienen agarrados por las pelotas, o -seamos paritarios- por el folifofó. Y mientras el tendero, el del bar, yo mismo si no vendo libros, asumimos nuestras pérdidas y nos vamos a tomar por saco, nuestro banco se las endosa a otros, sin despeinarse. Y tan amigos. Ahora, para más recochineo, están saliendo a bolsa entre sus mismos depositarios. 

A sacar más dinero de aquellos a quienes ya se lo sacaron. Haciendo la bola más grande todavía. Y lo que dure, pues oigan. Dura.

sábado, 13 de agosto de 2011

LONDRES, MADRID Y LA LUCHA POR EL ESTADO


JOAQUÍN VILLALOBOS

EL PAÍS, 13-9-2011

Durante la guerra civil en mi país, El Salvador, se nos juzgaba a los insurgentes como proyecto político cuando en realidad éramos solo un síntoma de una sociedad enferma de autoritarismo. Era imposible que una generación, que en su mayoría oscilaba entre los 16 y los 25 años, fuera una solución. Lo que da valor a una protesta o rebelión no es la coherencia de las demandas, si es que las presenta, sino la espontaneidad y la rapidez con las que se expande, y su masificación. Una protesta es cólera e indignación generalizadas y será siempre más emocional que racional. Cuando los jóvenes españoles tomaron las plazas de Madrid, algunos conservadores vieron esa protesta como un juego existencial; ahora que estallaron los motines de saqueadores en Londres se puede cometer el error de confundir la manifestación del problema con el problema mismo. Por ello, en este tipo de situaciones, no hay que preguntarse solo sobre lo que hay que hacer, sino también sobre lo que se dejó de hacer.

Lo que está ocurriendo en Reino Unido tiene enormes diferencias con relación a las violentas protestas griegas y a las pacificas españolas, que están conectadas directamente con la crisis económica. En Reino Unido no hay ni organización, ni propósito político, ni control y, a pesar de que el detonador fue una operación policial, no se las podría llamar protestas, de no ser por su generalización y espontaneidad. Lo más preocupante es que el saqueo violento de tiendas aparece como objetivo directo de los participantes. Un saqueo se puede presentar en cualquier protesta como acción circunstancial, pero no es común como propósito central. Esto le da a la violencia de Reino Unido el carácter inédito de acciones criminales masivas.
Cuando comenzaron los primeros saqueos en Londres fue obvio que la violencia se generalizaría en pocas horas y que la policía no podría controlar fácilmente la situación. El problema de las pandillas juveniles ha venido creciendo en los barrios británicos durante años. La crisis apareció cuando estas descubrieron las redes sociales y la vulnerabilidad de una seguridad basada más en la tecnología que en el despliegue policial en el terreno. Lo más cercano a lo ocurrido en Reino Unido serían los disturbios en Río de Janeiro en 2010, los bloqueos de avenidas en Monterrey (México) este año y los paros al transporte provocados por las maras en Centroamérica. En todos estos casos se trata de acciones masivas provocadas por pandillas en el contexto de una severa descomposición social. Obviamente el problema es más grave en los países más pobres, sin embargo los motines británicos han evidenciado un explosivo problema que puede repetirse en otras ciudades del primer mundo. Las pandillas pueden escalar de conductas antisociales hacia acciones criminales masivas.

Los pocos policías y las muchas cámaras que dan base a la seguridad británica no han resultado efectivas contra grupos de saqueadores que se concentran, dispersan y cambian de lugar fácilmente. No han podido ni disuadir ni capturar, y no podrán judicializar, los miles de casos de robo y violencia. Existen millones de jóvenes en el Primer y Tercer Mundo que ya no se sienten parte ni de sus comunidades, ni de su país. Esto, sumado al descontento por la falta de oportunidades, constituye una mezcla explosiva para generar caos y desobediencia. En Reino Unido no se hizo lo suficiente socialmente para detener el problema y, cuando explotó, no había fuerza suficiente para contenerlo. Lo paradójico es que el actual Gobierno aplicará recortes a escuelas, policías y prisiones.

Estamos frente a la crisis de los Estados en su capacidad para mantener la cohesión social, garantizar la seguridad y educar a los ciudadanos. Venimos de 30 años de mercados desregulados y Estados reducidos, y en Reino Unido apareció la consecuencia en su expresión más dramática para el mundo desarrollado. Si no se resuelve esta situación, la violencia podría volverse crónica. En los países pobres este mismo problema mezclado con el crimen organizado puede conducir a Estados fallidos.

La hegemonía del mercado durante varias décadas impuso a la sociedad un sistema de valores donde la política fue señalada persistentemente como corrupta, ineficiente y burocrática. Los empresarios fueron considerados seres superiores, mientras que maestros, policías y servidores públicos pasaron a ser ciudadanos de tercera. Los ricos se multiplicaron y el glamour de ostentar llegó a toda la sociedad. La revista Forbes incluyó, sin ningún reparo, a criminales como el Chapo Guzmán y Pablo Escobar en su lista. Corromperse se justificó porque tener se volvió más importante que ser. Los salarios de banqueros y futbolistas se despegaron de la realidad. Las enormes reservas de mano de obra no cualificada existente en los países pobres devaluaron el valor del trabajo y esto se mantendrá por muchos años. Hace 10 años el salario de un ejecutivo era varias decenas de veces mayor al de un trabajador y ahora es varios cientos de veces más alto.

Muchos de los empleos perdidos en la crisis de 2008 difícilmente retornarán, porque las empresas mejoran su rentabilidad con tecnología a costa de agravar la crisis social reduciendo empleos. Se dice ahora que el problema es que el Estado de bienestar es insostenible, pero el debate no es sobre asistencialismo, sino sobre seguridad. Si la situación sigue como hasta ahora, los conservadores tendrán que pensar en segregar naciones y barrios, expulsar inmigrantes masivamente y en crear ejércitos privados que protejan a los ricos. El dilema es claro: o se reducen las utilidades o se reducen los servicios sociales y los policías. Se trata de escoger entre la paz social o el glamour. Es cierto que hasta ahora no se ha inventado nada mejor que el mercado para crear riqueza, pero es igualmente cierto que no se ha inventado nada mejor que el Estado para crear seguridad.

JOAQUÍN VILLALOBOS  fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos.

viernes, 12 de agosto de 2011

NO ES LA LUCHA FINAL


FRANCES-MARC ÁLVARO

LA VANGUARDIA, 12-8-2011

Si Marx, el que está enterrado en Londres, volviera del otro mundo este agosto, le costaría distinguir al nuevo sujeto histórico heredero del proletariado que debía hacer la revolución. Los gamberros de las barriadas inglesas, los turistas borrachos de Lloret y los okupas de Barcelona nos regalan imágenes fascinantes, muy codiciadas por cualquier funcionario del pensamiento dispuesto a anunciar la llegada de la lucha final. Ante automóviles y contenedores incendiados hay quien se frota las manos y, en su miopía y cinismo, ve, quizá, alguna ventaja electoral. Hay una cierta izquierda que, de manera automática, siente simpatía por todos los que se enfrentan a las fuerzas policiales de los países democráticos mientras es experta en callar sobre la represión en Siria, Irán o Libia. La cosa todavía es más tramposa cuando la izquierda oficial no gobierna, porque entonces sale gratis decir cualquier tontería.

El tío Baixamar no está de acuerdo con algunas palabras utilizadas por los medios a la hora de describir el origen de estos disturbios: “Veo la palabra rabia en todas las crónicas, pero aparece poco la palabra aburrimiento, que es más importante. Cuando yo era pequeño, los chicos de la playa nos peleábamos a pedradas por simple y puro aburrimiento y, durante las vacaciones, cuando el tedio nos convertía en reptiles, todavía nos peleábamos más”. No sé si estoy completamente de acuerdo, porque, detrás de todo eso, acostumbra a haber un malestar de base socioeconómica. Baixamar, sigue con su argumento, mientras agita el gin-tonic de las siete y media: “Mira, en casa éramos siete hermanos y no sobraba nada, pero mi adolescencia estaba dominada por el aburrimiento más que por la sensación de ser un humillado o un excluido del gran banquete, y eso que mi padre había hecho la guerra con los perdedores y que el clasismo primario y rancio dominaba todo tipo de relaciones en el pueblo, sobre todo las laborales”. Dos hermanos de mi amigo pescador completaron estudios superiores y él mismo pasó por la universidad, aunque no acabó ninguna de las dos carreras que empezó. Se lo recuerdo para advertirle que hoy, en cambio, en ciertos barrios, el ascensor social sufre una avería que reclama reparación urgente. Me mira, sonríe y apunta, con un tono algo fatigado: “Hoy, hay más plazas universitarias, más protección social, más becas, más intercambios con el extranjero y más alternativas para la juventud que hace medio siglo, pero también hay más aburrimiento y más desprestigio del saber como camino de emancipación personal”. El tío Baixamar vierte un culito de tónica en su copa.

No se me va de la cabeza: los gamberros de las barriadas inglesas, los turistas borrachos de Lloret y los okupas de Barcelona son los grandes aburridos de nuestro tiempo. Confundirlos con el hombre nuevo no es un error, es una obscenidad.
 LA DEMOCRACIA EN SUS ORÍGENES

CARLES FERRER

 EL PAÍS, 12-8-2011

Las instituciones educativas occidentales encomiendan a los profesores de filosofía la tarea de presentar la “democracia” a los bachilleres, con el propósito tácito de que lo hagamos como si fuera aproblemática, presuponiendo que no hay problema en la propia forma democracia, sino solamente en su aplicación, por diversa, por compleja… Así, nos convertimos en pieza del adoctrinamiento que desea que entendamos por democracia toda forma organizativa territorial cuyo Gobierno se base en la intervención del conjunto de sus habitantes en la elección de los gobernantes.

Dado que la filosofía ni puede ni quiere seguir doctrina (sin dejar de ser filosofía y convertirse en otras cosas), no procede alabar las virtudes de la democracia, ni siquiera presentarla estoicamente como “el menos malo de los sistemas”, sino acaso aventurar consideraciones de rigor en el uso de esa palabra, aunque ello nos conduzca (cualquier reclamo de coherencia en el lenguaje lo hace) hacia cierta pedagogía política. Buen momento para hacerlo, aprovechando que el lema de las acampadas populares “democracia real, ya”, denuncia que su uso institucional no es más que seudodemocracia.

La llamada “democracia”, que se suele traducir por “gobierno del pueblo, los ciudadanos, etcétera”, es una de las formas que toma la polis ateniense a lo largo de su historia prehelenística. Una entre otras. El extranjero que la visita se sorprende por su carácter constantemente litigioso. Puesto que el ejercicio del poder parte de la ley, que su aplicación depende de su interpretación, y que todo ciudadano debe participar en el proceso, en Atenas, la discusión es continua, el pleito está servido. El visitante se extraña: los atenienses, en vez de pelearse contra sus enemigos, se pelean entre ellos, contra sí mismos. La democracia se presenta como una forma de gobierno esencialmente inestable. ¡Curiosos, los atenienses! Dictan leyes y pasan el tiempo discutiendo acerca de cómo aplicarlas. Para colmo, hay entre ellos “expertos” en crear polémica, los sicofantas, delatores, pendencieros especialistas en servirse de la ley para su propio beneficio, aun respetándola siempre. El visitante parece convencido de la debilidad de la ciudad: a los atenienses, no es necesario declararles la guerra: la tienen ya en su interior. Y sin embargo, Atenas resultará ser más sólida y resistente de lo que parece…

Lo que convierte a Atenas en democracia no es el hecho de que sus gobernantes sean elegidos entre los ciudadanos. Aunque lo sean, lo que los legitima para gobernar es la exigencia de que cualquier ciudadano deba poder ser gobernante. Dicho de otro modo, no se trata de que pueda gobernar tal ciudadano sino cualquier ciudadano, que será demócrata en la medida en que actúe como si el gobernante no fuera él en concreto, sino un mero ciudadano, todos y nadie al mismo tiempo, abstrayéndose y despojándose de sus intereses y particularidades.

No es demócrata el sistema que escoge a sus gobernantes, sino aquel que garantiza que cualquier ciudadano podrá ser gobernante. Por tanto, no es democracia el haber elegido a este ni a aquel, sino la condición de que cualquiera pueda gobernar, y de que lo haga como ciudadano cualquiera. Para facilitar esa difícil exigencia, algunos métodos de elección (como el de los miembros de la Bulé) utilizan mecanismos aleatorios (combinaciones de bolas blancas y negras vinculadas a fichas nominales), de modo que la selección no es elección sino sorteo.

Tal sorteo es considerado por algunos el procedimiento más democrático, la mejor manera de hacer que las tareas ciudadanas sean equitativamente repartidas, evitando favorecer a ricos, a poderosos, a oradores elocuentes, o a retóricos convincentes, cosa que no ocurre con la elección nominal.

La ciudad no siempre se jacta de su gobierno (como suelen hacer nuestras “democracias”). Por Platón o Aristóteles conocemos razones para considerar que la organización política óptima es el gobierno de los “mejores”, el consejo de sabios (expresado en la palabra “aristocracia”) capacitados para esta tarea tras un larguísimo proceso de selección y formación. Con un solo aristócrata, la ciudad podrá recurrir, a la espera de un nuevo consejo, a la monarquía (gobierno de uno). En su defecto, será fundamental que nadie ocupe ese lugar, que no gobierne nadie, que se impida que la ciudad caiga en manos de algún caudillo embaucador y degenere en alguna de las formas de gobierno decadentes (oligarquía, tiranía, demagogia, etcétera). Asegurar que no gobierne nadie indebido equivale a pedir que puedan gobernar todos, o sea, cualquiera. Esa es la llamada democracia.

La democracia no se basa en la selección ciudadana de los gobernantes, sino justamente en lo contrario, en la imposibilidad fáctica de tal selección. El hecho de que sea imposible elegir a un “mero ciudadano” nos lleva a una forma orientada a la exigencia de que nadie mantenga el poder, y de que los gobernantes asuman ese objetivo de abstracción inalcanzable. De ahí la importancia del sorteo por encima de la elección. La democracia supone “gobernar y ser gobernado por turnos”.

La expresión “gobierno del pueblo”, que parece presuponer que ese “pueblo” es efectivamente “alguien”, solo se deja entender asumiendo que “el pueblo” solo puede ser “alguien” siempre y cuando no sea “nadie”. “Gobierno del pueblo” equivale a decir “gobierno de nadie”. Atribuir el gobierno al “pueblo” es la manera griega de evitar las pésimas consecuencias de que alguien se lo pueda atribuir inmerecidamente.

La palabra democracia, así entendida, parece inaplicable, por ejemplo, a la que hoy se articula basándose en la constitución de los EE UU (el país que con mayor ahínco se proclama impulsor de la democracia), por el hecho, sin otras consideraciones oportunas, de que el sistema electoral requiere, para optar a la presidencia, un patrimonio que ni se encuentra ni se podría encontrar jamás al alcance de la mayoría de los que, el mismo sistema, llama ciudadanos. Probablemente, para un ciudadano ateniense nuestras democracias no lo serían más que en apariencia. Nuestras “monarquías” y nuestras “aristocracias”, ni siquiera eso.

La crítica del liberalismo moderno a la democracia ateniense se debe a que la interpreta como un igualitarismo que otorga a cualquier ciudadano (ahora sí, con nombre y apellidos) las mismas posibilidades de gobernar. Esto nos dice bien poco de Atenas, pero bastante acerca de cómo entendemos (¿malentendemos?) una forma que perseguía lo contrario: no se trataba de permitir que alguien gobernara, sino de impedir que lo hiciera nadie en concreto. Stuart Mill teme que ese igualitarismo acabe constituyendo un “gobierno de los ignorantes”, despreciando el carácter sapiencial de la actuación política. Incluso este “padre” del hoy requetealabado “liberalismo” advierte que la “ley de la mayoría” no puede ser considerada un valor universal.
Así pues, el empeño en tildar de democráticas las organizaciones de cualquier tipo que se basen en una elección mayoritaria, levanta sospechas: cuando no podemos ni renunciar a las palabras ni respetarlas, cambiamos su significado, tejemos su disfraz. Palabras como democracia, pero también libertad… e incluso, limpieza, seguridad…

Para desconcierto de gobernantes, que ya las creían “limpias”, algunos 15-M parecen querer retomar las plazas que desocuparon. Hace unos meses, a muchos barceloneses habituales del centro de la ciudad se les antojaba la plaza de Cataluña, quizá no limpia, pero bastante más limpia que en otras ocasiones. Además, grata sorpresa, un simple paseo parecía más seguro que en muchos otros días de la última década: menos hurtos, menos hostilidad, e incluso menos “lateros”, dado que los acampados (”revolución no es botellón”, decían) intentaban lo que no consta que las fuerzas del orden de la municipalidad hayan conseguido (acaso pretendido) por ahora: acabar con el consumo taciturno indiscriminado de cerveza por la calle. Parecía haber más civismo en la plaza que el que enarbola la fracasada normativa municipal, y tal vez, si reparamos en la voluntad participativa, en la continua discusión, y la obstinación por no convertirse en golosina de partidos, más democracia. Democracia en la seudodemocracia.

CARLES FERRER I PANADÉSes profesor de filosofía.
UN FANTASMA EUROPEO NUEVO


M. Á. BASTENIER

EL PAÍS, 12-8-2011

Un nuevo fantasma recorre Europa. Una protesta masiva, que apenas puede tener algún parentesco distante con la legítima y pacífica indignación de los congregados en la Puerta del Sol, ha degenerado en Reino Unido en varias jornadas de vandalismo y saqueo. Y lo más curioso de este “grave desorden social” como lo ha calificado con pudor de clase la terminología oficial, ha sido como un salto atrás en el tiempo, precisamente hasta esa época del siglo XIX en la que Marx predecía la aparición del fantasma originario. Londres, como otras capitales de Europa, era entonces una aglomeración urbana sumamente peligrosa, en la que imperaba la ley del más fuerte, y tan solo en la madura fase maquinista de la revolución industrial pudieron la ciudad y el país contar con una policía capaz de pacificar las calles.

El deterioro de las condiciones de vida y de oportunidades de progreso social, tras el drástico plan de recortes del Gobierno conservador de David Cameron, en el contexto de la crisis económica mundial, explican en lo inmediato el estallido de los guetos de Londres y otras ciudades inglesas, pero en el horizonte figuran también, obstinados, los años de neoliberalismo y dejación de Estado durante el mandato de la señora Thatcher, la primera ministra cuyo mayor placer era decir que no a Europa. Hoy, ante el desmadejamiento de la Europa del euro, la dama de hierro podría incluso pensar cuánta razón tenía en reducir al mínimo practicable para mantener a Europa como cliente, la integración británica en la UE. Pero se equivocaría. Ese déficit político, que sufre la UE a causa de líderes como Margaret Thatcher, se encuentra en la base misma de la incapacidad comunitaria para combatir o, mejor aún, prevenir la crisis. Más Europa y no menos es lo que hace falta para combatir la desarticulación social. Pero, a medida que se amplía el enfoque del problema, aparecen nuevos factores que nutren el conflicto.

El racismo es condenable, venga de donde venga. Pero no todo él es siempre uno y lo mismo. El factor étnico ha sido central en el estallido de la protesta. La muerte inexplicada de un ciudadano negro a manos de la policía en Tottenham, uno de los barrios más pobres de la capital, dio lugar primero a una protesta pacífica de la comunidad, casi toda de color, ante la comisaría del barrio, pero al día siguiente era ya una orgía de salteadores de comercios y prácticas de la guerrilla urbana contra la fuerza pública.

Las grandes nacionalidades occidentales han sufrido -a semejanza de los autores de la Biblia- una morbilidad recurrente, que podría llamarse síndrome del pueblo elegido, lo que también es una forma de racismo. La Castilla imperial la padeció en su siglo: “El español es la lengua para hablar con Dios”; un puñado de intelectuales y revolucionarios franceses pudieron sentir que solo un pueblo excepcional podía darle al mundo la declaración de los derechos del hombre; y la Gran Bretaña se inoculó asimismo el virus, quizá, con el triunfo de la Reforma. Véase el God’s Englishman, de Christopher Hill, el gran historiador marxista del mesianismo puritano inglés en el siglo XVII.

Cuando reventaron hace unos años los bidonvilles de París y otras ciudades francesas, sus protagonistas, mayormente de origen norteafricano, protestaban porque siendo muchos de ellos ya naturales del país, no creían recibir los beneficios acreditados a esa condición. La tumultuaria refriega inglesa va más allá: separados, bueno, pero iguales. Las clases rectoras británicas tienen interiorizada la convicción de una superioridad innata que en Francia y en España es obvia, folclórica y declamatoria, como sus respectivos racismos. La superioridad anglosajona no es exhibicionista, pero igualmente crea guetos. Francia, glotona de legalidad, prohíbe el velo islámico en las escuelas, porque quiere regular hasta el último detalle de la grandeza de la nación. Reino Unido, en cambio, contempla con indiferencia la prenda como si fuera únicamente de vestir. Pero esa falta de fe británica en el poder de la ley para reformar la realidad es la gran aliada del statu quo. Son los llamados usos y costumbres.

Europa va a salir muy desmejorada de esta crisis, que ya puede calificarse de depresión, tanto material como moral. Los indignados son en España una justísima manifestación ciudadana, muy diferente de la premier league antidemocrática de Inglaterra. Pero que nadie dé por sentado que la enfermedad no puede declararse en ningún otro lugar.

M. Á. BASTENIER es periodista y analista político.

jueves, 11 de agosto de 2011

"HOOLIGANS" VERSUS "INDIGNADOS"


JOHN CARLIN

EL PAÍS, 11-8-2011


Si hay una debilidad humana que nos define prácticamente a todos es nuestro apego a las ideas fijas. Buscamos pruebas que las apoyen en los lugares más recónditos o nos negamos ciegamente a aceptar los hechos que las refutan. Caemos todos en ello, los poderosos que deciden nuestros destinos y los que andamos por el mundo haciendo lo que podemos.
Una rígida opinión que yo alimento desde hace tiempo (y siempre que la oportunidad se presenta) es que la sociedad española es más sana que la inglesa. Esta misma semana he encontrado una nueva razón para consolidar mi prejuicio. Me refiero a los disturbios en Londres, que se han extendido por el resto de Inglaterra.
Evidentemente lo que hay de fondo aquí es un descontento social, una insatisfacción con el mundo como es. ¿Cómo responden los ingleses? Pues robando televisores de pantalla plana y zapatillas deportivas, e incendiando coches y casas. ¿Cómo responden los españoles? Pues como han hecho los indignados del movimiento 15-M.
Ahora, di lo que quieras de los indignados -que les falta coherencia, que carecen de propuestas realistas, que son unos quijotes- pero lo que les motiva es el deseo de que tengamos un mundo mejor. Sus impulsos son nobles; sus acciones, claramente políticas. Quieren ocupar la Puerta del Sol, no quemarla y saquear El Corte Inglés. El origen del movimiento está en el desempleo, en la injusticia social, en los grotescos bonus que reciben los primeros responsables de la crisis que sacude el mundo.
El origen de los disturbios ingleses fue la muerte a tiros a manos de la policía de un tipo que, según parece, no disparó antes, pero sí iba armado con pistola, y sí era un pandillero y un matón, y probablemente traficaba con drogas. Como mártires para la causa se me ocurre que debe de haber mejores candidatos. Eso sí, la reacción a su fallecimiento ha sido coherente. Los cabreados ingleses han imitado su ejemplo: violencia, criminalidad, hooliganismo. Pero idealismo político: ni pío.
Igual me equivoco, claro, o estoy siendo deshonestamente selectivo con las pruebas que aporto para apoyar mi tesis. (Por supuesto que hay muchas cosas buenas en Inglaterra: carecen de esa pomposa solemnidad que se da tanto en los españoles, los cultos son muy cultos, la tele es mejor, etcétera) Pero a día de hoy estoy más convencido que nunca de que la generalidad de la sociedad española -la generalidad, insisto- es mucho más civilizada que la generalidad de la inglesa.
JOHN CARLIN es periodista y escritor.