"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







domingo, 31 de julio de 2011

QUIÉN SERÁ EL ENEMIGO

JAVIER MARÍAS

EL PAÍS, 31-7-2011


Siempre ha habido un gran atractivo en la derrota de los poderosos y en la resistencia a la autoridad, sobre todo entre los jóvenes y los aduladores de jóvenes, sobre todo cuando la autoridad y los poderosos han sido manifiestamente opresores e injustos. Cuánto habríamos celebrado, durante el franquismo, que una parte de la población, o un grupo de vecinos, se hubieran opuesto a una detención arbitraria -lo eran un elevadísimo número de ellas- hasta el punto de impedirle a la policía llevarla a cabo. Nos habríamos sentido exultantes y poco menos que héroes, y, en efecto, la hazaña habría rozado la heroicidad, porque las consecuencias de semejante rebelión habrían sido graves para cuantos hubiéramos participado en ella. Sin duda nos habrían detenido con posterioridad, habríamos sido juzgados severamente y nos habrían caído penas de larga cárcel. Tras cumplirlas, es muy probable que hubiéramos sido objeto de represalias, hubiéramos tenido dificultades para encontrar trabajo; por supuesto habríamos quedado fichados y con antecedentes penales que nos habrían valido, entre otras cosas, la pérdida del pasaporte. En comisaría o en la antigua Dirección General de Seguridad nos habrían dado una tunda de palos o tal vez nos habrían torturado. Pero lo más seguro es que esos palos nos los hubiéramos llevado ya in situ, durante la revuelta o rebelión, si es que no algo peor. La policía de una dictadura -como los grises de entonces- no se suele andar con prudencia ni miramientos. Ante una especie de motín popular que obstaculice una detención, no vacila en cargar contra los amotinados -a caballo y con porras largas, tantas veces en las manifestaciones estudiantiles contra el franquismo-, y bastante poco en disparar. ¿Cuánta gente murió a lo largo de aquellos treinta y seis años porque un gris o un guardia civil "se vio obligado a efectuar tiros al aire", según la fórmula monótonamente repetida por la prensa esbirra de entonces, siempre con tan mala suerte que "en el aire" flotaban los supuestos delincuentes o "individuos subversivos"?

Ese es el problema: que, precisamente porque se sabía que la autoridad era opresora e injusta, y a menudo despiadada -también lo eran las leyes-, nadie se atrevía a intentar frustrar una detención. Más bien se confiaba en no acabar igualmente en el furgón policial. Si uno se libraba, podía seguir haciendo algo en la clandestinidad. Lo que está sucediendo ahora tiene poco que ver. En un régimen democrático se presupone que la policía no actúa como la de una dictadura: que, lejos de perseguir a los ciudadanos, los protege; que no practica arrestos arbitrarios o injustificados y desde luego no se lleva a nadie por sus ideas o sus opiniones. Sin embargo, se está poniendo de moda ver a esa policía como "enemiga" en todas las ocasiones y como "opresora" en sí misma, cuando -de nuevo- se presupone que no lo es, sino que está sujeta a regulaciones democráticas -es decir, sancionadas por el conjunto de la sociedad- y además ha de responder de sus excesos, sus abusos o su posible desproporción: no son escasos los guardias que se han sentado en el banquillo y han acabado destituidos o en prisión. A diferencia de la dictatorial, la policía democrática no es impune y ha de rendir cuentas, como el resto de la ciudadanía, si comete un delito o un atropello.

La moda en cuestión ha llevado a que en varias oportunidades, en la región de Madrid -un par de veces en el barrio de Lavapiés, una en el de Carabanchel, otra en Getafe-, la policía haya sido acorralada, increpada, intimidada y ahuyentada por grupos de vecinos -quizá con el apoyo de algunas fracciones del llamado "Movimiento 15-M"- y haya debido retirarse y desistir de una detención. Una cosa es que se impida el desahucio de una pobre familia -las más de las veces injusto y cruel, por muy amparado que esté por la ley- y otra propiciar la libertad y fuga de un delincuente, como al parecer han logrado ya esos vecinos amotinados. Claro que, pese a las presuposiciones antes mencionadas, la policía democrática puede cometer injusticias, abusar y avasallar. Pero hay que partir de la idea de que se tratará de excepciones -porque si no estaríamos ante una policía propia de una dictadura- y de que, llegado el caso, pagará por ello. Resulta muy bonito -quién lo niega- impedir que se enchirone a un pobre inmigrante ilegal que sólo intenta buscarse la vida en medio de su desdicha. Pero no es tan bonito -si se generaliza la noción de que la autoridad es el enemigo siempre- que muchedumbres abertzales hagan imposible la detención de un etarra que haya cometido atentados; que quienes en Galicia o Andalucía se benefician directa o indirectamente de las mafias de la droga obstaculicen el arresto de un narco o un sicario con delitos de sangre; que los vecinos de un pueblo se opongan a que se lleven a "uno de los suyos" porque haya vapuleado a su mujer; que los militantes valencianos de tal partido se nieguen a que sean juzgados sus políticos corruptos a los que han votado masivamente; que los barrios madrileños se alcen contra la encarcelación de un delincuente o un asesino, sólo porque es la policía la que va contra ellos. No ha alarmado esta moda apenas, o incluso se la ha aplaudido acrítica y demagógicamente como si se tratara de escenificaciones de Fuenteovejuna. Contra una dictadura o una tiranía es así. Contra una democracia -por mucho que se la tilde de "sólo formal", y desde luego sea mejorable-, esa moda puede acabar conduciendo al reinado de la impunidad para los corruptos, criminales y asesinos, y a la desprotección absoluta de la sociedad.

JAVIER MARÍAS es escritor y articulista.
MÁS INFORMACIÓN, MENOS CONOCIMIENTO

MARIO VARGAS LLOSA
EL PAÍS, 31-7-2011

Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la Red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: "Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo".

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español, Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.

Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall MacLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. MacLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr, y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo, indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.

Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la "inteligencia artificial" que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado "la mejor y más grande biblioteca del mundo"? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?

No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O'Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: "Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos". Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para "informarse". Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: "Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros".

Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer Guerra y Paz o El Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce "la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos". En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que -para qué engañarnos- no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la "inteligencia artificial" es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.

MARIO VARGAS LLOSA es escritor , Premio Nobel de Literatura 2010.

sábado, 30 de julio de 2011

 LOS PORQUÉS DEL HAMBRE

ESTHER VIVAS

EL PAÍS, 30-7-2011

Vivimos en un mundo de abundancia. Hoy se produce comida para 12.000 millones de personas, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), cuando en el planeta habitan 7.000. Comida, hay. Entonces, ¿por qué una de cada siete personas en el mundo pasa hambre?

La emergencia alimentaria que afecta a más de 10 millones de personas en el Cuerno de África ha vuelto a poner de actualidad la fatalidad de una catástrofe que no tiene nada de natural. Sequías, inundaciones, conflictos bélicos... contribuyen a agudizar una situación de extrema vulnerabilidad alimentaria, pero no son los únicos factores que la explican.

La situación de hambruna en el Cuerno de África no es novedad. Somalia vive una situación de inseguridad alimentaria desde hace 20 años. Y, periódicamente, los medios de comunicación remueven nuestros confortables sofás y nos recuerdan el impacto dramático del hambre en el mundo. En 1984, casi un millón de personas muertas en Etiopía; en 1992, 300.000 somalíes fallecieron a causa del hambre; en 2005, casi cinco millones de personas al borde de la muerte en Malaui, por solo citar algunos casos.

El hambre no es una fatalidad inevitable que afecta a determinados países. Las causas del hambre son políticas. ¿Quiénes controlan los recursos naturales (tierra, agua, semillas) que permiten la producción de comida? ¿A quiénes benefician las políticas agrícolas y alimentarias? Hoy, los alimentos se han convertido en una mercancía y su función principal, alimentarnos, ha quedado en un segundo plano.

Se señala a la sequía, con la consiguiente pérdida de cosechas y ganado, como uno de los principales desencadenantes de la hambruna en el Cuerno de África, pero ¿cómo se explica que países como Estados Unidos o Australia, que sufren periódicamente sequías severas, no padezcan hambrunas extremas? Evidentemente, los fenómenos meteorológicos pueden agravar los problemas alimentarios, pero no bastan para explicar las causas del hambre. En lo que respecta a la producción de alimentos, el control de los recursos naturales es clave para entender quién y para qué se produce.

En muchos países del Cuerno de África, el acceso a la tierra es un bien escaso. La compra masiva de suelo fértil por parte de inversores extranjeros (agroindustria, Gobiernos, fondos especulativos...) ha provocado la expulsión de miles de campesinos de sus tierras, disminuyendo la capacidad de estos países para autoabastecerse. Así, mientras el Programa Mundial de Alimentos intenta dar de comer a millones de refugiados en Sudán, se da la paradoja de que Gobiernos extranjeros (Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Corea...) les compran tierras para producir y exportar alimentos para sus poblaciones.

Asimismo, hay que recordar que Somalia, a pesar de las sequías recurrentes, fue un país autosuficiente en la producción de alimentos hasta finales de los años setenta. Su soberanía alimentaria fue arrebatada en décadas posteriores. A partir de los años ochenta, las políticas impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para que el país pagara su deuda con el Club de París, forzaron la aplicación de un conjunto de medidas de ajuste. En lo que se refiere a la agricultura, estas implicaron una política de liberalización comercial y apertura de sus mercados, permitiendo la entrada masiva de productos subvencionados, como el arroz y el trigo, de multinacionales agroindustriales norteamericanas y europeas, quienes empezaron a vender sus productos por debajo de su precio de coste y haciendo la competencia desleal a los productores autóctonos. Las devaluaciones periódicas de la moneda somalí generaron también el alza del precio de los insumos y el fomento de una política de monocultivos para la exportación forzó, paulatinamente, al abandono del campo. Historias parecidas se dieron no solo en países de África, sino también en América Latina y Asia.

La subida del precio de cereales básicos es otro de los elementos señalados como detonante de las hambrunas en el Cuerno de África. En Somalia, el precio del maíz y el sorgo rojo aumentó un 106% y un 180% respectivamente en tan solo un año. En Etiopía, el coste del trigo subió un 85% con relación al año anterior. Y en Kenia, el maíz alcanzó un valor 55% superior al de 2010. Un alza que ha convertido a estos alimentos en inaccesibles. Pero, ¿cuáles son las razones de la escalada de los precios? Varios indicios apuntan a la especulación financiera con las materias primas alimentarias como una de las causas principales.

El precio de los alimentos se determina en las Bolsas de valores, la más importante de las cuales, a nivel mundial, es la de Chicago, mientras que en Europa los alimentos se comercializan en las Bolsas de futuros de Londres, París, Ámsterdam y Fráncfort. Pero, hoy día, la mayor parte de la compra y venta de estas mercancías no corresponde a intercambios comerciales reales. Se calcula que, en palabras de Mike Masters, del hedge fund Masters Capital Management, un 75% de la inversión financiera en el sector agrícola es de carácter especulativo. Se compran y venden materias primas con el objetivo de especular y hacer negocio, repercutiendo finalmente en un aumento del precio de la comida en el consumidor final. Los mismos bancos, fondos de alto riesgo, compañías de seguros, que causaron la crisis de las hipotecas subprime, son quienes hoy especulan con la comida, aprovechándose de unos mercados globales profundamente desregularizados y altamente rentables.

La crisis alimentaria a escala global y la hambruna en el Cuerno de África en particular son resultado de la globalización alimentaria al servicio de los intereses privados. La cadena de producción, distribución y consumo de alimentos está en manos de unas pocas multinacionales que anteponen sus intereses particulares a las necesidades colectivas y que a lo largo de las últimas décadas han erosionado, con el apoyo de las instituciones financieras internacionales, la capacidad de los Estados del sur para decidir sobre sus políticas agrícolas y alimentarias.

Volviendo al principio, ¿por qué hay hambre en un mundo de abundancia? La producción de alimentos se ha multiplicado por tres desde los años sesenta, mientras que la población mundial tan solo se ha duplicado desde entonces. No nos enfrentamos a un problema de producción de comida, sino a un problema de acceso. Como señalaba el relator de la ONU para el derecho a la alimentación, Olivier de Schutter, en una entrevista a EL PAÍS: "El hambre es un problema político. Es una cuestión de justicia social y políticas de redistribución".

Si queremos acabar con el hambre en el mundo es urgente apostar por otras políticas agrícolas y alimentarias que coloquen en su centro a las personas, a sus necesidades, a aquellos que trabajan la tierra y al ecosistema. Apostar por lo que el movimiento internacional de La Vía Campesina llama la "soberanía alimentaria", y recuperar la capacidad de decidir sobre aquello que comemos. Tomando prestado uno de los lemas más conocidos del Movimiento 15-M, es necesaria una "democracia real, ya" en la agricultura y la alimentación.

ESTHER VIVAS, del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales de la Universidad Pompeu Fabra, es autora de Del campo al plato. Los circuitos de producción y distribución de alimentos.

CRISIS Y SISTEMA


MANUEL CASTELLS

LA VANGUARDIA, 30-7-2011

Cuando miles de indignados afirman que no es una crisis sino que es el sistema el causante de los múltiples problemas que nos aquejan están diciendo algo tan básico como que si no se tratan las raíces, si persisten las causas, producen las mismas consecuencias.

¿Pero de qué sistema hablamos? Muchos dirían capitalismo, pero eso es poco útil pues hay muchos capitalismos. Hay que partir de lo que se vive como crisis para entender que no es una patología del sistema sino el resultado de este capitalismo. Es más, la crítica se extiende a la gestión política. Y surge en el contexto de una Europa desequilibrada por un sistema financiero destructivo que conduce a la crisis del euro y suscita la desunión europea.

En las dos últimas décadas se ha constituido un tipo de capitalismo global dominado por instituciones financieras (los bancos son sólo una parte) que viven de producir deuda y cobrar por ella. Para aumentar sus ganancias las financieras crean capital virtual mediante derivados y se prestan las unas a las otras incrementando el capital circulante y por tanto los intereses a percibir. En promedio, en Europa y EE. UU. los bancos disponen sólo de un 3% del capital que deben y son considerados solventes si llegan al 5%. El otro 95% circula incesantemente y se diluye en múltiples acreedores y deudores relacionados por un mercado volátil escasamente regulado. Dícese que unas transacciones compensan otras y el riesgo se reparte. Para cubrirse se aseguran, pero las aseguradoras también prestan el capital que deberían reservar. Tranquilos porque se presupone que en último término el Estado (o sea nosotros) enjuga las pérdidas a condición de que sean suficientemente grandes. El efecto perverso de este sistema, operado por redes informáticas mediante modelos matemáticos sofisticados, es que es tanto más rentable (para las financieras y sus financieros) cuanto más presta aun sin garantías. Y aquí entra otro factor: el modelo consumista que busca el sentido de la vida comprándola de prestado.

Como la mayor inversión de las personas es su propia casa, el mercado hipotecario (cebado con intereses reales negativos) se hizo jauja y estimuló una industria inmobiliaria especulativa y desmesurada, depredadora del medio ambiente, que se alimentó de trabajadores inmigrados y dinero prestado a coste cero. Ante tal bonanza quedaron pocos emprendedores para apostar por innovación. Incluso empresas tecnológicas, grandes o pequeñas, usaron su negocio como base para su revalorización en el mercado bursátil. No eran los beneficios de la empresa sino su valor capitalizado lo que realmente contaba. Para muchos innovadores ser comprados era la máxima aspiración. La clave de esta pirámide especulativa era la imbricación de toda esa deuda, de forma que los pasivos se convertían en activos para garantizar otros préstamos. Cuando los préstamos no se pudieron pagar y empezaron las bancarrotas de empresas y personas, las quiebras se propagaron en cadena hasta llegar al corazón del sistema, las grandes aseguradoras.

Ante el peligro de colapso de todo el sistema, los gobiernos salvaron a bancos y financieras.  Cuando se secó el crédito a las empresas la crisis financiera se convirtió en industrial y del empleo. Entonces los gobiernos asumieron el costo de del desempleo y de la reactivación económica. Como subir impuestos no da rédito político pidieron prestado a los mercados financieros, incrementando su ya elevada deuda pública. Cuanto más especulativas eran las economías (Grecia, Irlanda, Portugal, Italia, España) y cuanto más cortoplazistas los gobiernos, mayor gasto público y mayor deuda. Como la deuda era en euros los mercados siguieron prestando contando con la UE. El resultado fue la crisis fiscal de varios países amenazados de suspensión de pagos. La crisis fiscal se convirtió en nueva crisis financiera al cuestionar el euro y al aumentar la prima de riesgo a los países sospechosos de futura insolvencia. Y como la deuda de los países estaba en manos de bancos alemanes y franceses había que salvar a los países para salvar a los bancos. La condición ha sido imponer la austeridad en gasto social y la reducción en empresas y empleo del sector público, con pérdida de soberanía económica de varios países, incluida España. Y así se llega a los despidos, aumento del paro, reducción salarial y recortes de servicios sociales, coexistiendo con ganancias sin precedentes para el sector financiero. Claro que hay unas cuantas cajas y bancos que hay que poner en orden, pero se intervienen, se venden y a seguir. Por eso no es crisis para el sistema, porque el capital financiero sale ganador a costa de imponer la crisis a personas y gobiernos. De paso se disciplina a los sindicatos y a los ciudadanos. Y así la crisis se hace crisis política.

Porque la otra característica clave del sistema no es económica sino política. Se trata de la ruptura del vínculo entre ciudadanos y gobernantes. “No nos representan”, dicen muchos. Los partidos viven entre ellos y para ellos. La clase política es una casta con un común interés en mantener el reparto de poder mediante un mercado político-mediático cada cuatro años. Autoabsolviéndose de corruptelas y abusos mediante la designación política de la cúpula del poder judicial.

Así asegurado el poder político pactan con los otros dos poderes: el financiero y el mediático, que están profundamente imbricados. Y mientras la economía de la deuda marche y la comunicación se controle, la gente hace su vida y pasa de ellos. Ese es el sistema. Y por eso se creían invencibles. Hasta que la comunicación se hizo autónoma y la gente se enredó, Y juntas perdieron el miedo y se indignaron. ¿Adónde van? Cada cual tiene su idea, pero hay temas comunes: que los bancos paguen la crisis, control de políticos, internet libre, una economía de la creatividad y un modo de vida sostenible. Y, sobre todo, reinventar la democracia sobre valores de participación, transparencia y rendición de cuentas al ciudadano. Porque como decía una pancarta: “No es crisis, es que ya no te quiero”.

miércoles, 27 de julio de 2011

NO PERDEREMOS NUESTRO PARAÍSO NORUEGO

ASNE SEIERSTAD

EL PAÍS, 27-7-2011


Nos quejamos con frecuencia de que nuestra sociedad es aburrida, pero estamos dispuestos a luchar con fuerza para defender nuestros valores de tolerancia.
Hasta el pasado viernes, Utøya tenía un sabor dulce para la mayoría de los noruegos. Pero esta isla de rocas y pinos, en la que crecen flores silvestres entre los caminos, era, en particular, un paisaje fundamental para los políticos que gobiernan Noruega.

En nuestras conversaciones sobre cotilleos políticos es frecuente oír anécdotas sucedidas en Utøya en el pasado. En esa isla recibieron nuestros ministros socialistas sus primeros besos, tuvieron noviazgos adolescentes y debates de los de "quedarse levantados toda la noche salvando el mundo". "Esta isla es el paraíso de mi juventud", dijo el primer ministro, Jens Stoltenberg, en el discurso que dirigió a la nación la noche del ataque. "Ahora se ha convertido en un infierno".

La isla, en la que murieron al menos 68 jóvenes a manos de un loco, fue un regalo de una poderosa confederación de sindicatos a las juventudes del Partido Laborista tras la Segunda Guerra Mundial. Y este año, por 60ª vez, los jóvenes socialistas de la Liga Juvenil de Trabajadores estaba celebrando allí su campamento político de verano.

El ala juvenil del Partido Laborista ha estado siempre enfrentada a la dirección del partido. Los jóvenes militantes son más verdes y más rojos y, sobre todo, defienden el multiculturalismo y una política de inmigración más abierta y liberal en Noruega.

De ahí que Anders Behring Breivik los considerara sus principales enemigos. Quería herir al Partido Laborista y su capacidad de reclutar gente de la peor forma posible, dice su abogado.

Breivik se proclama salvador de la nación y quiere restablecer una Noruega blanca como aquella en la que crecimos él y yo. En los años setenta y ochenta, era muy poco frecuente ver a una persona de piel oscura, tanto para mí, que crecí en una ciudad de provincias, como para él, en un barrio de clase alta de Oslo. Breivik es un cristiano extremista de esos que planean un "martirio de masas" en una iglesia. Pero nos recuerda a los extremistas musulmanes que, con sangre fría y cegados por la religión, escogen la yihad.

En Noruega, como en el resto de Europa, la inmigración es un tema controvertido. En los países del norte, que no suelen ser el primer punto de entrada y que carecen de pasado colonial, las comunidades de inmigrantes tardaron mucho tiempo en aparecer. Pero ahora, a medida que crecen, lo hace también el racismo. En los últimos años han surgido grupos nacionalistas y páginas web extremistas. Breivik intervenía de forma activa en varias de ellas, y veía sus ideas alimentadas y reforzadas por los elogios de personas con las mismas opiniones, si bien la mayoría de sus amigos cibernéticos se sentirán hoy asqueados.

Si su locura asesina ha aportado algo al debate sobre la inmigración, es probablemente que, a partir de ahora, será más difícil expresar opiniones violentas, y más fácil que otros las refuten. Esperemos que quienes viven en esa zona gris entre la pura derecha y el nacionalismo extremista, avergonzados, rechacen esos foros racistas, después de saber adónde conduce el lenguaje desatado.

Breivik afirma que cuenta con seguidores, pero la reacción del pueblo noruego ha sido uniforme. En Twitter, Facebook e innumerables blogs, todos escriben que quieren luchar por los valores que hacen que Noruega sea Noruega. En la gasolinera de mi calle, o cuando hablo con un vecino con quien, hasta ahora, apenas había intercambiado una palabra, el mensaje es el mismo: no dejaremos que el terror nos cambie.

La respuesta de Jens Stoltenberg es típica del estilo de la sociedad noruega. Mientras que George Bush, al referirse a los terroristas del 11-S, dijo que Estados Unidos iba a "perseguirlos y atraparlos", nuestro primer ministro declaró: "Responderemos a este ataque con más democracia y más apertura". Porque no se ha atacado sólo a nuestro Gobierno o nuestro sistema político, sino también a nuestro modo de pensar, nuestra actitud abierta, inocente y confiada. Hay una forma de perder frente a un ataque como este, y es dejando de confiar unos en otros, permitiendo que la sospecha se instale donde antes vivía la confianza.

Mi editorial tiene las oficinas junto a la zona de la explosión, en el corazón de Oslo. Mi editor estaba en la calle esperando a sus hijas cuando estalló la bomba. "Que le den un buen abogado, un juicio largo y justo y un castigo humanitario", escribió esa misma noche en su blog. "Entonces haremos frente a esta situación como una sociedad civilizada. Así venceremos".

Un colega escritor, consciente de que, en ocasiones, le pasaban por la cabeza ideas despectivas sobre sus vecinos inmigrantes, ha dicho que quizás ha llegado el momento de que todos examinemos el virus del racismo que llevamos en nuestro interior, lo saquemos a la luz y los estudiemos desde todos los ángulos.

Los noruegos, a veces, pensamos que nuestro Estado socialista, con su sanidad gratuita y su educación para todos, es más bien aburrido; tal vez nos parece que los impuestos son demasiado altos, pero nos encanta cuando lo necesitamos. Sin embargo, este viernes maldito nos enteramos de que había una persona para quien este Estado y la gente que lo forma no eran aburridos, ni mucho menos; eran, éramos, el enemigo.

Nuestro Gobierno de coalición entre rojos y verdes ha sufrido críticas cada vez más duras de la extrema derecha por ser demasiado blando en materia de seguridad. Noruega es un país en el que hay que buscar mucho para encontrar a un policía armado. Es un país en el que uno puede pasear por los jardines del Rey a todas horas. Hasta el viernes por la tarde, en que saltó por los aires, también se podía entrar sin más hasta la recepción del edificio que alberga las oficinas del primer ministro.

Si el atentado hubiera sido obra de extremistas musulmanes, las críticas a la ingenuidad del Gobierno se habrían disparado. Se habrían oído sonoras exigencias de más vigilancia, más seguridad, más policía, más verjas y puertas, menos acceso a nuestras autoridades e instituciones y más distancia entre los gobernantes y los gobernados. La página web en la que intervenía Anders Behring Breivik se apresuró a acusar a terroristas musulmanes. Dos horas después del primer atentado, el responsable escribió: "Noruega está en guerra. El Gobierno ha fracasado. ¿Por qué no dice nada el primer ministro?".

Su exigencia no tuvo eco. Por el contrario, el líder de la Liga Juvenil dijo ayer, tras la pérdida de tantos de sus amigos: "Nuestras ideas siguen vivas. Volveremos a Utøya".

Utøya, esta isla de rocas y pinos, es un lugar que el asesino nunca volverá a pisar. Aunque la pena máxima en Noruega para cualquier delito es de 21 años, para obtener la libertad, el criminal debe demostrar que ha cambiado verdaderamente y no va a volver a delinquir. Noruega tiene una política liberal en materia de crimen y castigo, pero existe otra pena más que a Breivik le resultará especialmente severa: tendrá que permanecer, probablemente el resto de su vida, en el más multicultural de los lugares: una prisión noruega.

PODEMOS ESTAR TRANQUILOS: ANDERS BEHRING BREIVIK ESTÁ LOCO

RAMÓN LOBO

EL PAÍS, (BLOG  "AGUAS INTERNACIONALES"), 27-7-2011


Podemos estar tranquilos: Anders Behring Breivikestá loco. No tiene barba ni piel aceitunada ni turbante ni habla en idiomas incomprensibles. No es un 'Otro', de los que salen en la televisión   armados con un Kaláshnikov, uno que entra como un guante en los estereotipos, y desde el abismo cultural que separa nos hace sentir a salvo. Cuando son islámicos los asesinos no los llamamos locos, solo fanáticos.

O como dice mi compañera Verónica Calderón: "Si es blanco es uno; si es árabe son todos". Detrás de un fanatismo no hay preguntas incómodas, indagaciones; solo antiterrorismo.

Breivik es blanco, rubio y cristiano. Pasea por las mismas calles, compra las mismas marcas de ropa, acude a los mismos colegios. Es blanco, de esos que  llaman de raza pura. Esa cercanía preocupa, conmociona a una  sociedad europeaque se encuentra en un laberinto: necesidad de inmigrantes(menor con la crisis; sin trabajo, vienen menos y se van más) y rechazo a la  multiculturalidad, un rechazo mutuo, del que está y del que llega.

¿Cómo es posible que con la misma educación, la misma alimentación, el mismo aire respirado existan personas tan opuestas: el monstruo y el héroe?  La locura es la explicación que nos salva, que permite pensar:  "yo nunca lo haría", 'mis hijos nunca lo harían'. La locura es la explicación que lo cubre todo, que evita y aplaza las preguntas incómodas, las que carecen de respuestas. ¿Cuáles son las causas del odio profundo de una extrema derecha que ya no se contenta con gritar,  raparse la cabeza, patear a mendigos o profanar tumbas?


La tragedia ha sucedido en los idílicos países nórdicos, ejemplo y modelo de una izquierda sin rumbo y sin referentes desde que cayó el muro y descubrió que al otro lado no había paraíso, solo gulags, corrupción, dictaduras atroces y un sistema económico que nunca funcionó.

  Stieg Larsson y  Henning Mankell, entre otros, llevan años denunciándolo. La extrema derecha es un gran problema europeo. Algunos comentaristas culpan a la izquierda del brote xenófobo; para justificar la afirmación acuden a argumentos xenófobos: se les avbrió la puerta, les ha regalado educación y sanidad gratuitas, la izquierda es responsable del efecto llamada. La izquierda es tan culpable como la derecha en muchas cosas: ninguno supo ver y medir los riesgos de la extrema derecha.

En España el terreno de batalla sigue siendo la educación. Hay políticos que prefieren la enseñanza de mitos a la enseñanza de valores democráticos..

El único efecto llamada es nuestro estilo de vida, la exhibición de nuestra presunta riqueza que llega al Tercer Mundo a través de las canales satélites de televisión. Uno es pobre cuando toma conciencia de ella, cuando compara su vida paupérrima con otra menos mísera. La televisión global hace ese trabajo y enseña la ruta a El dorado.

El derecho a sobrevivir, a comer, genera el derecho a inmigrar. En muchos países africanos la esperanza de vida es la mitad que la europea. Dos vidas cómodas frente a una de subsistencia.

La educación ayuda a entender al 'Otro', a sentirle como una aventura, no como una amenaza.

No solo es un problema de las instituciones, o de unos políticos extraviados, es un problema ciudadano. La misión principal es que cada uno vigile el monstruo que habita en él. Nadie está a salvo cuando llega el momento, una guerra como la de los balc anes. Cuando llega ese momento, la educación y la cultura no garantizan la victoria del hédroe sobre el monstruo.

RAMÓN LOBO es periodista

lunes, 25 de julio de 2011


LA PROFESORA DE ARTE
ARTURO PÉREZ-REVERTE
EL SEMANAL, 25-7-2011


En la vida de todo hombre hay mujeres que lo marcan para siempre. Eso incluye a madres, esposas, hijas, amantes o cualquier otra variedad imaginable del asunto. En ocasiones, algunos individuos más o menos afortunados vislumbran claves ocultas, secretos de la vida a través de los ojos de esas mujeres. Llegan a conocer mejor el mundo y a ellos mismos gracias a lo que ven o creen ver en la mirada de ellas, y también en sus actitudes, sus palabras y especialmente sus silencios. Alguna vez escribí, o dije, que nadie habla con silencios mejor que las mujeres. O con palabras, cuando se ponen. Sobre todo si salen al palenque hartas, fatigadas o heridas.

Hoy quiero contarles de una mujer que marcó mi vida. Su nombre figura en libretas de apuntes que conservo desde hace más de cuarenta años, y que contienen las notas que tomé en 6.º y Preu sobre Historia del Arte. Por aquel tiempo yo era un jovenzuelo insolente con la mochila llena de libros, a punto de viajar a la isla de los piratas. Me habían echado de los Maristas y conseguí asilo en el Instituto de Cartagena. Sólo éramos once en Letras, y los profesores de Literatura, Latín, Griego, Filosofía e Historia, también recién llegados, resultaron jóvenes y brillantes. Nos dieron tres años de felicidad intelectual con alicientes extras: Gloria, la profesora de Griego, usaba minifaldas de vértigo y tenía unas piernas espectaculares; y la profesora de Historia del Arte era dulce, tímida y sabia. Se llamaba María Amparo Ibáñez; y, como digo, conservo sus apuntes porque son metódicos y perfectos. Todavía ahora, cuando necesito refrescar un dato de modo urgente, acudo a ellos antes que al Summa Artis, al Espasa o al René Huyghe. Por eso siguen al alcance de mi mano, en el estante más próximo a la mesa donde trabajo.

Esa profesora nos enseñó a mirar a través de sus ojos: arquitrabes, volutas, arbotantes, frescos, veladuras, adquirieron sentido gracias a su inteligencia paciente. Ella nos llevó de la mano desde el arco de adobe a la nervadura gótica, del tesoro de Atreo a la silla de Frank Lloyd Wright, de la cerámica cordada a las sombras largas de Chirico. Enseñándonos, entre otras cosas útiles, que la Historia del Arte, como la Historia a secas, es mucho más que una disciplina académica: es un espejo familiar donde mirarse, un libro ameno que explica lo que fuimos y somos. Un rico sedimento de siglos que proporciona al hombre occidental -o a lo que va quedando de él- memoria, explicación y consuelo. Sin Amparo Ibáñez, sin sus explicaciones y su inteligencia, sin su fe imbatible en los once muchachos que, con ella, analizaban fascinados el último detalle de cada catedral, cada escultura y cada cuadro, mi vida sería hoy, seguramente, muy distinta. Con la mirada que esa mujer me educó pude escribir, más de veinte años después, La tabla de Flandes: la historia de una joven que mira un cuadro como quien descifra un enigma, del mismo modo que, gracias a mi profesora, aprendí yo a mirar con diecisiete o dieciocho años. Y tampoco, sin esa mirada que luego contempló cosas que nada tienen que ver con la Historia del Arte -aunque en el fondo quizá tengan que ver, y mucho-, habría podido escribir más tarde la novela que llamé El pintor de batallas sin que haya nada casual en la elección del título: la historia del hombre que, encerrado en una torre circular, pinta en sus muros la fotografía que nunca logró hacer: el paisaje-resumen devastado, monótono, implacable, de todo el horror y todas las guerras.

Hace algún tiempo, cuando firmaba libros después de presentar una de mis novelas en Valencia, vi a Amparo Ibáñez en la cola de lectores, aguardando paciente con un libro en las manos. No la había vuelto a ver desde el Instituto, pero la reconocí en el acto: delgada, menuda, tímida. Estoy lejos de ser un fulano de lágrima fácil; pero verla allí, como uno más, me conmovió las entrañas. La cola de lectores era interminable: había mucha gente esperando una dedicatoria, y yo me iba esa misma noche. Así que hice cuanto pude. Como siempre firmo de pie, no tuve que levantarme. Hablé atropelladamente de lo mucho que mis libros y mi vida le debían. De la deuda inmensa y del indeleble recuerdo. Ella asentía complacida de escuchar aquello, mientras yo garabateaba unas líneas apresuradas en la página de cortesía de la novela. Después la besé y me quedé mirándola un momento, con dolorida impotencia, antes de atender al siguiente lector que aguardaba. Así la vi perderse entre la gente, con el libro firmado que apretaba contra el corazón. Entonces decidí que alguna vez, si lograba no ponerme demasiado sentimental, escribiría unas líneas como las que ahora escribo. Para decirle, al fin, lo que entonces no le dije.

jueves, 21 de julio de 2011

FUERZA Y VIOLENCIA
JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA 

EL PAÍS, 21-7-2011 

La actuación de los genéricamente denominados "indignados" suscita, una vez transcurrido más de un mes de su comienzo, una serie de reflexiones.

La primera y más llamativa (aunque quizás no sea la más importante) es la de que se están confundiendo tanto en el discurso como en la práctica dos ideas no equivalentes: las de violencia y fuerza. La actuación de los indignados se reclama como esencialmente pacífica o no violenta, lo cual es cierto pero insuficiente. Porque puede no ser violenta y, sin embargo, estar utilizando la fuerza (o a "las vías de hecho", como se dice gráficamente), y de esta manera estar siendo ilegal. Ocupar sin autorización espacios públicos, realizar colectivamente cencerradas o abucheos, o impedir en masa el cumplimiento de decretos judiciales legítimos es usar de la fuerza, por mucho que no sea violenta. Y conviene decirlo, porque la fuerza no es un argumento aceptable en democracia salvo cuando la utiliza la autoridad legítima.

La fuerza encarnada en la multitud tiene un atractivo poderoso. Hay en nuestra cultura una especie de atavismo genético que lleva a apreciar a una multitud como algo necesariamente bueno y justo, sobre todo cuando se trata de personas jóvenes y humildes. La reunión física en público de muchas personas suscita un sentimiento de comunión real de espíritus y cuerpos que subyuga tanto al participante como al observador. Probablemente, porque convierte una comunidad meramente imaginada (la sociedad) en un ente palpitante y real.

Por el contrario, la idea de que varios millones de personas han acudido un mismo día a realizar el repetitivo acto de votar de manera ordenada no despierta en nuestra mente sino una sensación de rutina aburrida. Mientras que ver y oler a 200.000 personas en las calles nos maravilla e ilusiona, porque nos parece que es el pueblo (nada menos que el pueblo) el que pasa en persona por la calle. Nuestra cultura política adolece de nostalgia de pueblo o, dicho de otra manera, de inmadurez democrática.

Una cosa es la prudencia, otra el goût démocratique. Probablemente es prudente no disolver por la fuerza convocatorias colectivas (tolerancia), pero no es democrático ensalzarlas y ver en ellas un valor superior al del ciudadano que se queda en su casa y se limita a votar a sus representantes. Si la ciudadanía toda ocupase la calle y se pusiera a discutir y reclamar allí sus derechos, descubriríamos de inmediato que así no funciona, y tendríamos que inventar reglas, estructuras, jerarquías y rutinas para que la voluntad del pueblo se realizase. Es por eso por lo que resulta estúpido reinventar la democracia a estas alturas. Y jalearlo.

Tampoco se compadece la democracia bien entendida con el persistir durante mucho tiempo en la presencia masiva en las calles sin proponer al mismo tiempo reivindicaciones concretas que puedan ser procesadas por el Estado de derecho. Una de dos: o se efectúan peticiones concretas que sean reconocibles y tratables por los cauces democráticos instituidos (la reforma), o se sitúa uno fuera de esos cauces y se reclama la ruptura del sistema (la revolución).

Lo que no cabe es un tercer género, en el que se ocupa la calle con unas reivindicaciones que de puro genéricas son improcesables por el sistema político y se pretende al mismo tiempo que ese sistema proporcione respuesta al movimiento. Así lo único que se hace, en realidad, es socavar la legitimidad del sistema mismo aunque sin el coste de proponer un recambio, lo cual es la vía fácil del populismo.

Deconstruir un Estado de derecho poniendo de relieve sus fallos es fácil, pero constituye una irresponsabilidad el hacerlo si al mismo tiempo no se propone algún remedio concreto para su reconstrucción.

Hace dos siglos que un perspicaz pensador político observó que, en un régimen liberal, la reivindicación de grandes principios o abstractos ideales (justicia, libertad, fraternidad, etcétera) no lleva sino a la destrucción irreparable de la democracia. Porque esta no tiene respuesta para una petición tan general y grandilocuente.

Si se pretende pasar revista al sistema completo a la luz de la justicia absoluta, por ejemplo, el sistema democrático se hunde en el descrédito, porque ningún sistema imperfecto por definición puede soportar ese examen. Por eso, decía Benjamín Constant, en democracia sólo cabe reivindicar "principios intermedios", es decir, metas limitadas y concretas que puedan ser perseguidas por las instituciones sin poner en cuestión el sistema mismo. Vamos, que es mejor no pedir "justicia" u "otro mundo", sino la modificación de la Ley Hipotecaria.

Por eso, y a pesar de que suene a conservador, al movimiento de los indignados hay que recordarle que está obligado a concretar sus reivindicaciones, en lugar de recrearse de manera un tanto infantil en su capacidad de presencia callejera o en su indignación. Que está obligado a transformar este sentimiento en propuestas procesables por la democracia. De lo contrario, no conseguirá una "democracia real" (sea eso lo que sea), sino empeorar un poco más la que existe. Y no hay otra.

JOSE MARÍA RUIZ SOROA es abogado.

viernes, 15 de julio de 2011


 ¿QUIÉN SIRVE A QUIÉN?

JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA

EL PAÍS, 15-7.2011

En contraposición a las dictaduras, donde es el Gobierno el que censura a la prensa, las democracias se basan en la sencilla idea de que es la prensa la que tiene el derecho de censurar al Gobierno. Aunque la frase del presidente Jefferson -"prefiero periódicos sin democracia que democracia sin periódicos"- haya sido distorsionada, pues en realidad Jefferson nunca habló de "democracia" (un término que, paradójicamente, no está en la Constitución estadounidense) sino de "Gobierno", la frase se ha consolidado en la imaginación colectiva porque captura con extraordinaria sencillez la relación entre poder y prensa que debe regir en un sistema democrático. Por esa razón, mientras que en una democracia los controles gubernamentales sobre la prensa son excepcionales y las sanciones tienen lugar a posteriori, la prensa puede censurar todos los días al Gobierno sin más límite que algunas sencillas reglas que garanticen la veracidad de la información.

Gracias a este práctico arreglo, las democracias pueden funcionar de forma efectiva y, además, hacerlo respetando las normas básicas que rigen nuestros Estados de derecho. Por eso, independientemente de si una democracia adopta el modelo parlamentario o el presidencial, opta por un sistema mayoritario o proporcional o configura el Estado de modo unitario o de acuerdo con parámetros federales, la relación entre poder y prensa no debería variar gran cosa. Por un lado, la prensa sirve a los ciudadanos para controlar retrospectivamente la acción del Gobierno y sancionar los incumplimientos de las promesas o las violaciones de las normas en los que estos hayan incurrido. Por otro lado, transmite información a los políticos sobre las preferencias de la ciudadanía, lo que les ayuda a diseñar políticas que satisfagan al mayor número de personas. De esta manera, al llegar las elecciones, los votantes, que dispondrán de una información completa sobre las acciones de los políticos, podrán elegir racionalmente a aquellos que mejor sirvan a sus intereses. Mientras, los políticos, que dispondrán ante sí de un rico y amplio mapa acerca de cuáles son las preferencias de la opinión pública, podrán hacer una oferta electoral y de políticas públicas ajustada a las demandas de los electores. Por si fuera poco, en un sistema de libre mercado que funcione correctamente es hasta posible que, gracias a la publicidad, este sistema de control prospectivo y retrospectivo que garantiza la democracia sea sumamente barato para el ciudadano.

Esto en teoría. El problema, claro está, comienza cuando uno levanta la vista del manual de ciencia política que de forma tan cándida nos ha traído hasta este párrafo y observa el mundo real, un mundo en el que, como vemos estos días con el escándalo que le ha costado el cierre a News of the World, hay sectores enteros de la prensa supuestamente libre que han dejado de cumplir su misión para pasar a convertirse en un poder autónomo que aspira a capturar el poder político mediante técnicas chantajistas y matonas para ponerlo al servicio de sus propios intereses económicos. Como se ha visto, en ese mundo los lectores de periódicos dejan de ser tratados como ciudadanos, los políticos dejan de actuar como representantes de la soberanía popular y los periodistas dejan de ser honestos intermediarios que transmiten información que ayude a las dos partes a elaborar opiniones informadas. No es casualidad que la misma polarización que se ha instalado en la política tiente también a muchos medios de comunicación. La polarización ideológica sirve a los políticos para evitar rendir cuentas. Con los medios, ocurre algo parecido. En teoría, deberían competir por ofrecer un mejor producto a un menor precio. Pero en la práctica, como ocurre con las marcas comerciales, es más fácil mantener e incrementar la clientela mediante la polarización ideológica y la apelación a los más bajos instintos que mediante la objetividad y la transparencia. Paradójicamente, como ocurre en EE UU, cuanto más libre y más amplio es el mercado y, por tanto, más dinero hay en juego, más resquicios se abren para que la polarización se imponga, en la política y en los medios. Todo ello, sin que a cambio esté muy claro que una mayor regulación sea la solución o el comienzo de otra serie de problemas. En ese mundo distópico, partidos y medios invierten su papel 180 grados y terminan por hacer exactamente lo contrario de aquello para lo que fueron fundados: en lugar de servir a los ciudadanos, buscan ciudadanos de los que servirse.

JOSÉ  IGNACIO TORREBLANCA es  profesor universitario de Ciencia Política.