"Los periódicos se hacen, en primer lugar, para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público." Antonio Fraguas, "Forges", humorista español. * "Una prensa libre podrá ser buena o mala, pero sin libertad la prensa siempre es mala." Albert Camus, escritor francés. * "La literatura es el arte de escribir algo que se lee dos veces; el periodismo, el de escribir algo que se lee una vez." Cyril Connolly, escritor británico *







martes, 26 de abril de 2011

Terminal de salidas

EDUARDO VERDÚ


EL PAÍS, 26-04-2011

En una escena de la deplorable película Come, reza, ama, Julia Roberts apila todas sus posesiones en un contenedor alquilado. Al comprobar la holgura de sus pertenencias reunidas en cuatro metros cúbicos exclama: "Toda mi vida cabe en tan poco espacio...".

-No sabe usted las veces que escucho esa frase -responde el alquilador de contenedores.

¿Cuánto de lo que nos rodea es imprescindible? ¿Por qué nos cuesta tanto desprendernos de la ropa, los muebles, las casas que nos cobijaron durante años? ¿Qué clase de amor no correspondido nos atenaza? A la dramática pregunta de qué nos llevaríamos a una isla desierta respondemos con más o menos nitidez cuando hacemos la maleta para irnos, por ejemplo, de Semana Santa. El contenido del equipaje nos delata, nos pone a prueba, nos enfrenta a nuestras verdaderas necesidades y, la vez, a la versión evasiva de nosotros mismos que pretendemos representar en vacaciones.

Esta pasada semana de asueto nos ha varado a muchos madrileños a la orilla de una cinta de equipaje en Barajas. Allí hemos esperado ansiosos a nuestra maleta como a una mascota querida, reconocida entre los bultos extraños del resto de los viajeros, nuestra bolsa sonriéndonos tumbada en la alfombra de goma, tan diferente, tan familiar, como un hijo entre el resto de los nidos de maternidad.

No solo habla de nosotros el contenido de nuestro equipaje, sino la propia maleta. Allí, en el aeropuerto, intentamos deducir la personalidad de nuestros compañeros de vuelo contemplando el tipo de atillo que pescan en la cinta. La valija reluciente, el bolsón de cuero, esas maletas precintadas como cadáveres de mafiosos... los cofres vapuleados por los viajes, por los años, todavía útiles gracias a remaches de cinta americana, a potentes cinchas de goma. Nuestro mundo parece tan irreemplazable cuando cae rodando junto a otros planetas por la bocana de un circuito de equipajes...

Por Barajas, el undécimo aeropuerto a nivel mundial y el cuarto de Europa, circulan 55.000 pasajeros al día. Es decir, un fabuloso enjambre de maletas deslizándose al ritmo de los 15.000 motores eléctricos que propulsan los circuitos infinitos de las terminales y los cinturones que unen los edificios. A pesar del sofisticado sistema de control, a veces se pierden las maletas. Se extravía esa representación de nosotros mismos en forma de prendas dobladas si estamos en un aeropuerto desconocido o de inmensa bola de ropa sucia si la maleta desaparece en Barajas.

Sin equipaje nos sentiremos perdidos, especialmente en el extranjero. Sin embargo, parte de la liberación de los viajes consiste en desprenderse de lo querido. No solo nos desahoga dejar Madrid porque abandonamos sus atascos, su aire envilecido, su ruido y su frenetismo. No solo nos sentimos vivos al desasirnos del trabajo, de la rutina, de los compromisos. Sino al dejar atrás aquello que realmente nos define: nuestra cama, nuestro sofá, el coche, la mayor parte del vestuario, quizá incluso a los hijos y hasta a la pareja. No significa que deseemos vivir sin lo amado, sino que resulta placentero amarrar temporalmente el arca de nuestra existencia. Nadar sin lastres por otros escenarios, sin espejos ni pasaporte, para descubrir que lo imprescindible en nuestra vida somos únicamente nosotros mismos.

En los aeropuertos, en esas catedrales sin personalidad, asépticas y desalmadas, en los templos de los cosméticos duty free y los bocadillos de pan duro, también podríamos hacer un ejercicio liberalizador de las identidades.

Para jugar a calzarnos otra vida, a transmutar nuestra personalidad, bastaría con coger al azar cualquiera de las maletas que flotan en la cinta y llevárnosla a casa. Comenzar a vestir esa nueva ropa, a leer ese libro por la página con la esquina doblada, a aplicarnos esas cremas hidratantes y esa colonia, a ponernos ese antifaz para soñar. Y así quizá comprenderíamos que aquello que nos definía, que considerábamos irreemplazable, no lo es tanto; o es un tesoro, en realidad, parecido al de cualquiera.

Un día nos podrían dar la llave equivocada del contenedor de nuestra vida y seguiríamos adelante. Podríamos incluso perder nuestra propia consigna y no pasaría nada. Mientras sigamos contando con nosotros mismos, la vida es una terminal de salidas.

 EDUARDO VERDÚ es articulista.

lunes, 25 de abril de 2011

TORRIJAS

ALMUDENA GRANDES

EL PAÍS, 25-04-2011

Las del número 13 de Mesón de Paredes eran exquisitas, y tan famosas que los dueños del local presumen de que allí se acuñó la acepción más peculiar del término. ¿De dónde vienes?, preguntaban las madrileñas a sus maridos hace un siglo. De ahí, de la taberna de Antonio Sánchez, contestaban ellos mientras subían las escaleras apestando a vino, ¿o es que un hombre no puede tomarse una torrija? Cogerse una torrija pasó a ser sinónimo de emborracharse, y tener una torrija encima define desde entonces el embotamiento propio de la resaca. Así, un dulce que los pobres inventaron para aprovechar el pan de la víspera, alcanzó por sus propios méritos la aristocracia del lenguaje.

La semana pasada, mientras hacía torrijas con la receta que mi madre aprendió de mi abuela, la televisión emitía un reportaje sobre las revolucionarias innovaciones que los últimos chefs, esa nueva aristocracia, habían aportado a la fórmula original. Entre noticia y noticia de la crisis, vi torrijas de bizcocho, rellenas de crema, de trufa, hechas al horno y bañadas en almíbares insospechados, con aromas de mango o maracuyá. Yo seguía con lo mío, leche con azúcar, canela en rama y la cáscara de un humilde limón, y mientras me preguntaba por qué no inventarían postres nuevos, en lugar de desgraciar uno que funciona admirablemente desde hace cinco siglos, encontré una respuesta que no buscaba.

La España de las vacas gordas, el paraíso de los nuevos ricos en chalés adosados, fue el país que olvidó que las torrijas se hacen para aprovechar el pan duro. El desprecio de esa receta de pobres, arrumbada junto con otras antiguallas como los principios y la ideología, nos ha desembarcado en el centro del desierto que atravesamos. La nueva miseria desprende aroma de maracuyá, pero la torrija que tenemos encima no la mejora ni el chef más audaz de la posmodernidad.

ALMUDENA GRANDES es novelista y articulista.

jueves, 21 de abril de 2011

LA MALA EDUCACIÓN


PRIMO GONZÁLEZ


REPÚBLICA DE LAS IDEAS, 20-04-2011

España es posiblemente el país europeo que más reformas educativas ha realizado en los últimos 30 años. Pero ser campeones de esta liga no nos ha conducido por el camino de la excelencia. De hecho, uno de los resultados que aparece estrechamente vinculado al tremendo aumento del paro, especialmente entre los jóvenes, tiene bastante que ver con la desgraciada y desacertada trayectoria de tanta reforma educativa como hemos aprobado en los últimos años. España sigue siendo un país con mala Educación, Educación con mayúscula, y el paro masivo es posiblemente una de sus consecuencias más indeseadas.

Aunque algo de todo esto ya barruntamos desde hace tiempo, una autoridad europea, responsable de las cuestiones de Educación (entre otras materias) en el colegio europeo de comisarios, nos acaba de recordar que España es uno de los países en los que la tasa de abandono escolar ha alcanzado cotas más elevadas y crecientes, nada menos que un 31,2% de la población escolarizada frente al 14,9% de media en Europa. Una parte de la culpa se la echan al sector de la construcción, que en los años dorados del crecimiento explosivo de esta actividad ofreció empleo asequible y atractivo a muchos jóvenes españoles, que cayeron en la tentación de sacarse un dinero rápido dejando de lado los libros. Ahora, cuando la crisis del ladrillo nos ha dejado en precario con unas cifras de paro espeluznantes precisamente en este sector, ha quedado al descubierto buena parte del problema.

La explicación puede ser válida, pero desde luego no es la explicación, ya que ni contempla el paro juvenil femenino (la construcción apenas ha atraído mano de obra femenina que haya abandonado sus estudios) ni tiene en cuenta el hecho de que hay varias generaciones de españoles que han trabajado y estudiado al mismo tiempo y no han perecido en el intento. Facilidades para ello las ha habido casi siempre y de modo especial en los últimos lustros, con clases en horarios adaptados a las personas con empleo y otras facilidades diversas, de las que no dispusieron los padres y abuelos de muchos de los actuales parados que han abandonado prematuramente el desempeño escolar.

La proliferación de reformas educativas, la ampliación de las facilidades para “pasar” curso sin haber aprobado más que un reducido número de asignaturas, nada de ello ha servido para mejorar la dedicación y la permanencia de los jóvenes en las tareas educativas. El principal instrumento de la educación de los hijos es el que parece haber fallado estrepitosamente: la exigencia de los padres y su responsabilidad a la hora de exigir esfuerzo y resultados en vez de complacientes facilidades para incrementar el tiempo de ocio a costa de la imprescindible formación. Esa frase que por repetida se ha llegado a convertir en todo un prototipo (“mi hijo/a no sirve para los estudios”) es todo un compendio de la complacencia y ausencia de esfuerzo con los que la juventud española ha sido enviada en estos últimos años al paro más descarnado, sin posibilidad de reorientación.

Junto al abandono escolar y la deficiente responsabilidad de las familias en el proceso educativo, la falta de adecuación entre lo que enseñan las escuelas y universidades y lo que exigen los empleadores (empresas, Administración Pública, autoempleo…) es el segundo gran pivote sobre el que se asienta la imparable subida del paro en momentos de crisis económica. En España conviven un selecto aunque reducido grupo de jóvenes muy bien formados y una masa excesivamente grande de personas con muy escasa formación. No han fallado básicamente las escuelas ni las Universidades sino un amplio segmento de la cultura familiar dominante que ha confundido tolerancia con irresponsabilidad. Hay en el extranjero miles de oportunidades para españoles bien formados, como se puede ver bien en las cifras de exportación de talentos jóvenes y en algunos populares programas de televisión, en los que abundan los reportajes dedicados a españoles que triunfan en el mundo.

PRIMO GONZÁLEZ es articulista.

miércoles, 20 de abril de 2011

BOTELLÓN: LO ANORMAL ES LA REPRESIÓN

ARTEMIO BAIGORRI

EL PERIÓDICO, 19-04-201111

A10 años de mi primer análisis del botellón, lo que parecía una moda pasajera hoy sabemos que es un componente más del ocio nocturno. Como pasó con discotecas, terrazas (beber en la calle) y pubs, lo que empezó como trasgresión, problema para el stablishment, es hoy -y lo será allí en donde hoy se le persigue- un hecho cotidiano (y legal). ¿Por qué sigue existiendo en Madrid o Barcelona, donde las autoridades llevan años reprimiéndolo? Porque sigue respondiendo a la función por la que surgió. Los teenagers que lo inventaron ya tienen trabajo e hijos, se acercan a los 40, pero aún lo practican porque son jóvenes, siguen faltando espacios adecuados para reunirse con los amigos, y las copas aún son caras: es el calentón inicial, barato y con alcohol de calidad.

Los predicadores ya no demonizan a los jóvenes, aunque aún abusan de la palabra hedonismo. Aceptan que el botellón no es otra anormalidad nuestra, sino la expresión sinérgica local («borrachera española» lo llaman en Suiza, quizá por eso se persigue en alguna región) de tendencias globales: la sociedad de 24 horas (el fluir de capitales, productos y consumo sin horario); la conversión del ocio en un sector básico (una parte del ocio, el turismo, supone el 10% del PIB); la influencia y poder creciente de las multinacionales del alcohol; la ampliación de la placenta social (la progresiva extensión del periodo de maduración en nuestra especie, lo que no tiene nada que ver con las prédicas sobre la vida muelle de los jóvenes); la dimisión parental (dejación del ejercicio de autoridad por los progenitores); y la degradación del Estado del bienestar, que deja sin espacios a los jóvenes. Y ahora la generación de padres que ha apoyado electoralmente el adelgazamiento del Estado espera que la tríada escuela+televisión+policía les resuelva la papeleta de educar, dotar de valores y controlar a sus hijos.

Nos ha tocado a los sociólogos racionalizar el problema. A lo largo de los años, en cada innovación (macrobotellón, botellónsms, facebotellón…), cada nuevo país (Italia, Portugal, Francia, Suiza, Alemania…), región o ciudad en que brotaba, los medios de comunicación y los políticos inteligentes han buscado al sociólogo como counselor, y la sociología ha estado a la altura (salvo cuando ha ejercido de legitimadora de la represión). Donde unos veían molicie, otros han valorado que la juventud innovase una forma de ocio autogestionada por la que se apropian de espacios socialmente improductivos para encontrarse y compartir música, alcohol sin adulterar (y otras drogas, claro), confidencias y planes. Por supuesto que tiene efectos indeseados: el más grave, la presencia y consumo de alcohol por menores de edad, pero también conflictos con el vecindario que desea descansar, y vandalismo.

Desde el principio, hay dos tipos de respuestas. La represiva la fundamenta el PP en el 2002, cuando el ministro del Interior (Rajoy) anuncia una normativa que prohíbe beber en la calle (terracitas aparte), a la que se apuntaron Madrid, Bilbao, Barcelona, etcétera. Regiones y ciudades en donde hoy siguen vivos no ya los conflictos vecinales, sino incluso las algaradas callejeras.

La institucionalista la marca el Gobierno de Ibarra en Extremadura. En el 2001 encarga un informe urgente, y en el 2002 pone en marcha uno de los más complejos proyectos de investigación-acción realizados en España, que incluye un debate social en el que participan la inmensa mayoría de las familias y escolares de la región, mediante encuestas, cuestionarios de autoreflexión en el hogar (más de 25.000 recogidos), y 600 debates en todos los centros educativos, del que surge la idea de abordar el asunto a través de la regulación. Así, la ley de convivencia y ocio (2003) persigue lo perseguible: el consumo de alcohol por menores (con sanciones de 30.000 a 600.000 euros para quienes les vendan) y las molestias al vecindario (se obliga a los ayuntamientos a señalar espacios lejos de las viviendas para la práctica del botellón). Y se acompaña de espacios de creación joven, en las ciudades, para quienes quieren un ocio creativo. Salvo en Badajoz (única ciudad en la que el Ayuntamiento del PP permite que el botellón se siga celebrando junto a viviendas), el conflicto ha desaparecido. Como en las otras regiones o ciudades en las que se ha aplicado el modelo extremeño.

En una sociedad en la que el alcohol es una droga legal exaltada incluso como símbolo sagrado de su religión más extendida y las multinacionales financian proyectos para «enseñar a beber» o esponsorizan a rutilantes estrellas mediáticas, es hipócrita decir que el botellón fomenta el consumo de alcohol. Abórdese el problema del alcohol en su sitio, si es que es un problema, pero sin tomar el rábano por las hojas: el botellón es una práctica tan legítima como las terracitas de la Castellana, los chiringuitos de Cádiz o las discotecas para ingleses de Salou, en donde también hay menores, ruido, molestias al vecindario, drogas, vandalismo y suciedad, o sea, el normal residuo de la noche. Regúlese, por tanto. Con reflexión, sin represión.

 ARTEMIO BAIGORRI es sociólogo.

sábado, 16 de abril de 2011

LOS NARRADORES
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
EL PAÍS, 16-4-2011

Quién sabe de dónde vienen las historias. De joven uno piensa que inventarlas, construir tramas brillantes, encontrar una forma original de contar, es un talento específico y más bien secreto que posee muy poca gente, los escritores, los maestros. Uno quiere ser literario sin interrupción, sublime sin interrupción, como el dandi de Baudelaire, y se enamora de libros que tratan de escritores y de escritores que ejercen de manera incesante como tales, que van vestidos de escritores y hablan como escritores con otros escritores y son tan literarios que los críticos literarios los adoran, sabiendo que pisan un terreno seguro, el de la literatura evidente, la literatura literariamente enroscada alrededor de sí misma. Uno hace o se propone hacer diagramas de argumentos; uno lee las conversaciones de Truffaut con Hitchcock y las cartas de Flaubert y a poco que se descuide se convence desoladamente de que le falta originalidad o imaginación, o de que la literatura les sucede a otros y sucede en otra parte, en los lugares distinguidos y lejanos en los que las cosas ocurren de verdad, donde los escritores se juntan para discutir y beber hasta las tantas de la madrugada como si vivieran en el París de la Generación Perdida, donde los escritores viven esas experiencias que son propias de escritores y que sirven de material para los libros.

Yo recuerdo el complejo que tenía la primera vez que fui a Madrid a una reunión de escritores. De escritores de verdad, no los que compartían conmigo la visibilidad vehemente pero limitada por los confines de nuestra provincia. Ahora ha hecho veinticinco años. Yo había publicado mi primera novela solo un par de meses atrás y había descubierto que aparecer más bien por lotería en el catálogo de una editorial importante no lo libraba a uno de la quejumbrosa condición de invisible, o de una visibilidad sumamente limitada, que consistía sobre todo en ir a la sección de libros de Galerías Preciados -hablo de otra época- y buscar con aprensión el nombre de uno y el título de su novela en aquellas estanterías inundadas de novedades rutilantes: novedades además que tenían la ventaja de no estar tituladas en latín, de no llevar un guardia civil con tricornio y a caballo en la portada, de no ir firmadas con el nombre y los apellidos por completo vulgares de un desconocido.
Después de un rato de apuro encontraba el libro; a continuación el alivio de encontrarlo quedaba malogrado por la sospecha de que si estaba allí era porque no lo había comprado nadie. Pero de cualquier manera lo más desconcertante era que no parecía haber conexión entre aquel libro que ocupaba un lugar modesto pero indudable en el espacio y mi propia persona, a pesar de la foto deplorable que venía en la solapa. La novela estaba en aquella librería y sin duda, con ubicuidad asombrosa, en muchas más librerías de otras ciudades, pero aun así no me parecía que hubiera alguna conexión entre ella y yo. Las novelas las escribían los escritores. Los escritores aparecían retratados en los suplementos literarios de Madrid y de Barcelona, y se les notaba en las fotos que eran escritores: en el escorzo, en la manera en que miraban a la cámara, en las cosas que decían en las entrevistas. Cuando los vi de cerca en el hotel Wellington de Madrid, juntos, bebiendo copas en el bar, hablando de cosas de escritores, me sentí más ajeno que nunca a aquel gremio prestigioso. Los escritores jóvenes no llevaban bigote de funcionario municipal por oposición y no tenían hijos pequeños. Eran los años ochenta, y había que ser de verdad un pringado para trabajar de funcionario en un ayuntamiento de provincias y ser padre de familia. Me desmoralizó mucho escucharle decir a uno de los más renombrados que él vivía en un hotel.
¡Vivir en un hotel! Eso sí que era ser literario. Escribir novelas en una habitación de hotel, como un maldito de la novela negra americana, beber bourbon, andar por los bares hasta las tantas de la madrugada, caer bajo el hechizo de mujeres fatales. Vivir solo, desde luego. Solo como un lobo solitario. Apurar la noche, acostarse con la primera luz del día, levantarse a las doce. Nada de fichar a las ocho o de recoger a un niño llorón de la guardería. Trasnochar para escribir o para emborracharse o para escribir emborrachándose, no porque el niño tiene cuarenta de fiebre y hay que darle un Apiretal.
Lo que me atraía entonces del talento narrativo era que me parecía muy singular, exclusivo, reservado a unas pocas personas, los escritores. Ahora lo que me intriga, lo que me gusta de mi oficio, es la convicción de que casi todo el mundo está dotado para dedicarse a él, o por lo menos de que mucha gente que no escribirá nunca un libro o no llegará a publicarlo posee la capacidad de contar historias, o, para decirlo con más intensidad citando a Antonio Machado, el don preclaro de evocar los sueños. Las grandes narraciones no son una destilación rara y exquisita de unas pocas mentes especiales: andan por ahí tan libremente como el polen en primavera, como los vilanos o las obleas de los olmos o los huevos innumerables de los peces o de las ranas. En un libro extraordinario sobre el trabajo de escribir, On Writing, Stephen King dice dos cosas que me intrigaron mucho la primera vez que las leí, hace solo unos meses: que grandes cantidades de personas están dotadas para contar buenas historias; y que la razón de una gran parte de la mala escritura es el miedo.

Para ser pintor o para ser músico hace falta un entrenamiento concienzudo de muchos años. Para escribir, para contar, las dotes necesarias las posee en su plenitud cualquier niño antes de ir a la escuela: el dominio sofisticado del idioma, el instinto de dar forma narrativa a la experiencia. Cualquier persona que cuenta con claridad y coraje su propia vida está relatando una imperiosa novela. No hay vida que no merezca ser contada, que no sea singular y al mismo tiempo inteligible y común. Abro el periódico hace unos días y encuentro la siguiente historia: en China, durante un viaje en tren, una mujer se encuentra sentada frente a una familia feliz; un padre, una madre, los dos atractivos y jóvenes, bien vestidos, educados; una hija de tres o cuatro años. La mujer observa a esos desconocidos que las horas de viaje acaban envolviendo en una familiaridad afectuosa. Al llegar a su destino se despide de ellos: baja del tren y camina por una gran ciudad. Al final de la tarde ha de tomar un tren para continuar su viaje. Vuelve a la plaza de la estación cuando ya se están encendiendo las luces y le llama la atención una niña que está sola en un banco. Pronto habrá caído la noche y no parece que nadie vaya a recogerla. Y entonces la mujer comprende: ese padre, esa madre, han abandonado a su hija, porque quieren engendrar un varón y en China está prohibido tener más de un hijo. Lo que está sucediendo, lo que merece ser contado, lo que se ha contado tantas veces desde hace milenios, es el cuento de los niños abandonados por sus padres en mitad del bosque.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA es escritor.

jueves, 14 de abril de 2011

EL TRIUNFO DEL MORBO Y DE LA CONFUSIÓN

IRENE LOZANO

EL PAÍS, 14-04-2011

Qué tiempos tan enojosos para los periodistas. Acostumbrados a contar las noticias buscando respuesta a cinco interrogantes -los clásicos qué, quién, cómo, cuándo y dónde-, se ven en el lance de narrar su propia crisis sabiendo que los gurús de la prensa han reducido todas las preguntas a una: ¿gratis o de pago? Discuten sobre la rentabilidad de los nuevos soportes y buscan con denuedo el mapa del tesoro en esos medios de autocomunicación de masas que son Facebook y Twitter. Entretanto se les desmandan los provocadores que ellos mismos han encumbrado.

La coincidencia en el tiempo de tres escándalos relativos al comportamiento periodístico nos habla de la urgencia de debatir sobre los escrúpulos. Porque si a partir de ahora las exclusivas se van a conseguir acosando a discapacitados mentales y la opinión pública se va a formar en debates de rabaneras o con los escritos de gente que sufre evidentes taras morales, convendría al menos que el periodismo nos informara de su nueva naturaleza y su disposición a servirse de cualquier medio para arañar una décima de audiencia.

En momentos de grandes cambios, no hay decisiones fáciles. Los gestores se enfrentan a los problemas del día a día mientras organizan el futuro. Como decía Suárez en la Transición: "Tengo que cambiar las cañerías sin dejar de dar agua". El mandato de adaptarse a las nuevas tecnologías y a la inmediatez de la red obedece a la intuición de que en alguno de sus rincones se hallarán pepitas de oro. No está claro que las nuevas tuberías vayan a ser de 24 quilates, aunque es posible que para entonces ya no den agua potable, sino un brebaje reciclado apenas apto para regar los parques.

Está fuera de duda que los medios han de ser rentables, pues esa es la garantía de su independencia. Pero siempre se había entendido que el dinero era eso que llegaba a los despachos mientras los periodistas hacían su trabajo.

De la mano de gestores convencidos de que el negocio periodístico no difiere mucho de la venta de tornillos, el beneficio ha ido ascendiendo en la escala de prioridades hasta acomodarse en el corazón de las redacciones. Cuando el dinero ocupa la imaginación periodística, se recurre a atajos seguros: el enésimo vídeo de una inundación en Sichuan; las posibles prácticas zoófilas de la Junta Militar birmana o el estrangulamiento de una mujer por un hombre normal. Nada de esto tiene que ver con nuevas tecnologías, sino con viejas pulsiones del ser humano, aquellas que con tanto éxito satisfacía la revista Pronto en su sección de "Mundo insólito".

La confusión empezó cuando los gestores de prensa decidieron llamar "producto" a sus publicaciones. Un periódico no es un producto, es un servicio. Y no un servicio cualquiera, sino el que se presta a los ciudadanos para contribuir a su información y su criterio en cuestiones de interés para la sociedad. Si Joseph Pulitzer reconocía en el buen periodismo la "vocación por lo correcto", es evidente que en los estrambotes y el morbo late una infatigable vocación por el error.

Sin una conciencia clara de la responsabilidad social de la prensa, sin otro objetivo que el afán comercial, no solo la profesión pierde su sentido, sino que puede arrastrar con ella a un país entero. En palabras de Pulitzer: "Una prensa capaz, desinteresada y solidaria, intelectualmente entrenada para conocer lo que es correcto y con el valor para perseguirlo, conservará esa virtud pública sin la cual el gobierno popular es una farsa y una burla. Una prensa mercenaria, demagógica y corrupta, con el tiempo producirá un pueblo tan vil como ella".

El riesgo de envilecimiento aumenta de forma peligrosa al no ser la crisis del periodismo muy distinta de la general. Regidos por una mentalidad empresarial cuyo único criterio es el beneficio a corto plazo, se hace periodismo basura como se han hecho hipotecas basura. Olvidados de las consecuencias sociales de sus actos, los bancos fabrican desahucios y los medios crean debates de mala calidad, que contribuyen a destruir la noción misma de debate, la idea de que la discusión racional es el único modo de resolver las discrepancias y alcanzar acuerdos. Si los impagos bancarios llevan a la economía a la quiebra, el periodismo insolvente hace entrar a la democracia en bancarrota.

Tal vez la forma de evitarlo pase por contestar a las cinco preguntas de siempre: qué función tiene el periodismo; quién se beneficia de él, además de los accionistas; cómo puede engrandecer un país; cuándo deja de ser útil; adónde quiere ir. Se trata de cuestiones que la tecnología no va a resolver, puesto que las herramientas carecen de voluntad, y somos las personas quienes decidimos cómo emplearlas. Si todas las energías de los medios se concentran en perseguir hasta el último euro refulgente, poca fuerza les quedará para preocuparse de los escrúpulos. Vigilemos, no obstante, sus consignas, porque los dueños del lenguaje siempre han honrado el bien mientras practicaban el mal, como nos advirtió Julien Benda. Aún hemos de ver cómo invocan la libertad de información y de expresión quienes solo aspiran a blindar su ilimitada libertad de hacer dinero.

IRENE LOZANO  es periodista y escritora.

miércoles, 13 de abril de 2011

¿PUEDE DIOS SER DEMOCRÁTICO?

JUAN ARIAS

EL PAÍS, 13-04-2011

Podría parecer una provocación, en este momento en que tantos ciudadanos están sacrificando su vida en la defensa de la democracia y de la libertad -dos vocablos sinónimos- en los países árabes, que nos preguntásemos si Dios puede ser democrático.

Cristianos, judíos y musulmanes deben compartir que la peor democracia es mejor que cualquier dictadura
No lo es. Justamente, en este momento, en la nueva revolución que viven los pueblos de Oriente, están de alguna manera presentes las tres grandes religiones del Libro, las tres fes monoteístas de la Historia: judaísmo, cristianismo e islamismo.

Muchos de los miedos en esta hora que la humanidad vive con aprensión, perplejidad y esperanza al mismo tiempo, están impregnados de tintes religiosos. Baste recordar el miedo a que los movimientos islámicos extremistas y antidemocráticos puedan llegar al poder bajo la excusa de derrotar al tirano de turno.

Israel está perplejo. Es acusado de preferir la perpetuidad de regímenes dictatoriales, fieles a él, en detrimento de las democracias que podrían florecer en estos tiempos de la revolución de los jazmines. Israel es hija del Libro, de la Biblia, del Dios único del Sinaí, enemigo feroz de los ídolos, un dios que no fue ni podía ser democrático, pero que era también el Dios que liberaba a los esclavos de los faraones egipcios.

Los cristianos oficiales, la otra religión monoteísta, están a mi parecer, demasiado callados ante la revolución en curso en busca de la democracia árabe. No debería extrañar. No hace ni un año, el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, afirmó taxativamente que la Iglesia "no puede ser democrática" porque en la Iglesia el "poder es indivisible".

El Vaticano sigue siendo una monarquía absoluta, difícilmente permeable a los valores democráticos modernos. Y la Iglesia católica ya vivió regímenes teocráticos tiranos; ya usó y abusó de la Inquisición y de las guerras de religión. Una Iglesia en la que el Papa goza de la prerrogativa de la infalibilidad y del poder de excomunión, no puede ser democrática.

Y, sin embargo, hoy, quizás más que nunca en el pasado, es cuando los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas -judíos, cristianos y musulmanes- empiezan a ser sensibles a los valores modernos de la democracia, la mejor forma hasta hoy conocida, de expresar esa verdad irrenunciable de que todos los seres humanos son iguales y de que ninguno ha sido escogido por ningún dios para gobernar sobre los demás; muchos sacrifican sus vidas en la defensa de este principio sacrosanto de que todos somos igualmente libres.

Como en la antigua Grecia democracia era sinónimo de libertad, también hoy ese binomio es indivisible. Y ese es el gran interrogante de todos los creyentes de hoy, cómo conciliar su fe, que se funda en el absolutismo religioso, en que el poder se regala pero no se participa libremente, con los principios irrenunciables de los valores democráticos en los que el poder está en el pueblo, es de todos y no de alguien que se lo apropia.

En estas horas, sería importante que los seguidores democráticos, de las tres religiones que intrínsecamente no lo son, hicieran un esfuerzo para intentar conciliar las exigencias de su fe con el rechazo a los tiranos y tiranías, admitiendo que la peor de las democracias es mejor -yo diría más divina- que la mejor dictadura castradora de libertades.

Hice, como enviado primero del desaparecido diario Pueblo y, después, de este diario, más de 100 viajes con los papas Pablo VI y Juan Pablo II. Visitamos otros tantos dirigentes mundiales, dictadores y demócratas. Con tristeza tengo que reconocer que las simpatías del Vaticano, y hasta una cierta connivencia, era más evidente con los gobernantes y monarcas absolutos, con los dictadores de turno, de derechas o de izquierdas, que con los regímenes democráticos modernos. Aún recuerdo, por ejemplo, con innegable disgusto la familiaridad y campechanía de Juan Pablo II con el dictador chileno Pinochet en su palacio, donde se asomaron juntos desde una de sus ventanas para dar la bendición a los fieles presentes.

El Vaticano siempre se ha sentido incómodo con los valores de la democracia que nunca usó ni en su pequeño Estado independiente, regalo del dictador Mussolini, ni en el gobierno de la Iglesia, donde no existen votaciones para la creación de sus jerarquías.

Y, sin embargo, sin el apoyo de judíos, cristianos y musulmanes será difícil que el deseo que empieza a sacudir positivamente a los países árabes en busca de una democracia nunca conseguida, pueda convertirse en un sueño que nadie soñaba.

No sé si el dios de las iglesias y de las religiones puede ser democrático. Sí sé que la sangre derramada en las plazas de los países árabes en busca de democracia y contra la tiranía es del mismo color y valor de la sangre derramada en el madero del Calvario, la del profeta judío sacrificado por haber afirmado que todos los seres humanos, desde los Herodes del poder a los leprosos abandonados en las cunetas de la vida, eran iguales, porque todos tenían la misma dignidad de hijos de Dios.

JUAN ARIAS, ex-sacerdote, es periodista y escritor. 

lunes, 11 de abril de 2011

¿ES ELMÉRITO UN VALOR DE DERECHAS?

JOSÉ ANTONIO MARINA

EL MUNDO, 11-04-2011

Con frecuencia, creemos pensar cuando en realidad sólo estamos repitiendo ideas pensadas por otros o las creencias de nuestra tribu. Este pensar a lo loro olvida la genealogía de los conceptos, que suele estar llena de tensiones y malentendidos. Resultado: podemos estar diciendo, sin darnos cuenta, cosas contrarias a las que creemos decir, o pensar. Por eso, es una buena medida de higiene social recordar la historia de ideas fundamentales que utilizamos cotidianamente.

Una de ellas es la noción de mérito. Su significado original es humilde: mérito es lo que hace a una persona digna de recompensa o de castigo. Pero, durante la Edad Media, los teólogos lo relacionaron con el tema de la salvación, hasta tal punto que fue el centro de la polémica protestante. Lutero afirmaba que los humanos no podíamos hacer nada meritorio y que la salvación dependía sólo de los méritos de Cristo. Los católicos, en cambio, pensaban que los actos humanos cooperan a la salvación. Las revoluciones del siglo XVIII introdujeron el concepto en el campo político.

Durante siglos, la posición social, el estatus de una persona habían estado determinados por su nacimiento. La movilidad social era mínima. Los revolucionarios americanos y franceses rechazaron ese dogma atávico y construyeron un nuevo orden social basado sobre el mérito personal, tal como lo había descrito Locke: trabajo, conocimiento y esfuerzo. Thomas Jefferson quería para su nación una «aristocracia del mérito», y en la noche del 4 de agosto de 1789, los Estados Generales franceses abolieron los privilegios y establecieron la jerarquía del valor personal.

El artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano dice: «Todos los ciudadanos, siendo iguales a los ojos de la ley pueden acceder a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y de sus talentos». Los diputados no utilizaron la palabra mérito porque todavía resonaba muy cercano su significado religioso. Del principio «a cada uno según su nacimiento» se pasa al de «igualdad para todos», que está matizado por ese de «a cada uno según su talento». La palabra mérito había adquirido un significado positivo. Designaba un conjunto de cualidades que merecían aprecio o recompensa.

A partir de ese momento, la educación pública tuvo que encargarse de fomentar el mérito y de evaluarlo. En Francia, en 1794 se crean L’ecole polytechnique y l’Ecole normale superieure. Administración y educación superior comienzan una historia conjunta que se desarrolla durante todo el siglo XIX, cuyo núcleo es el sistema de méritos, y que ha constituido un factor esencial del funcionamiento del Estado francés y de muchos otros.

Este sistema fue blindándose y convirtiéndose en una nueva clase social, lo que despertó el recelo de los defensores de la igualdad. En 1958, Michael Young inventa la palabra meritocracia en su libro Las ascensión de la meritocracia. Un ensayo sobre educación y libertad. Acusa a las élites -que habían surgido gracias a la defensa revolucionaria de la movilidad social- de dejar de ser abiertas. Sin embargo, en el Reino Unido, tanto Tony Blair, laborista, como David Cameron, conservador, defienden la meritocracia. Richard Seymour en The Meaning of David Cameron (Zero Books 2010) critica esta postura porque piensa que la meritocracia es «un lenguaje de dominio de clase», ligado al sistema capitalista y neoliberal.

¿Cómo se ha producido este travestismo del concepto de mérito, que de ser revolucionario parecer haberse convertido en gran valor del sistema capitalista? ¿Por qué se ha vuelto un valor conservador o liberal, rechazado por el pensamiento socialista? ¿El reconocimiento del mérito y el fomento de la excelencia atentan contra la igualdad? ¿Es la distinción un insulto para la democracia? ¿El gobierno del pueblo (vulgo) significa el gobierno de la vulgaridad?

Estos interrogantes tienen su origen en una confusión suscitada, curiosamente, por lo más luminoso y noble que ha inventado la humanidad: la idea de que hay cosas que merecemos no por nuestras acciones, sino por el mero hecho de pertenecer a la especie humana. Nos hemos habituado de tal manera a esta afirmación, que ya no percibimos su rareza. Por ejemplo, nada hubiera irritado más a los personajes de la literatura griega y a sus pensadores como la idea de que la dignidad se tenía por el hecho de haber nacido, y no por el esfuerzo. «¿Cómo yo, que soy valiente en el combate, que me arriesgo por mi ciudad, voy a tener la misma dignidad que un ser mezquino que codicioso y cobarde que se esconde y se aprovecha de mi esfuerzo?», dirían los héroes homéricos.

Sin embargo, la afirmación de que hay cosas que todos merecemos por nuestra naturaleza de seres humanos es el principio fundamental e irrenunciable de la ética. Los derechos fundamentales amparan ese merecimiento no ganado sino recibido. Pero, una vez reconocido, hay que marcar sensatamente los límites de ese mérito pasivo, porque si se extiende demasiado valoraremos mucho nuestra naturaleza, pero devaluaremos el comportamiento. Y, al hacerlo, la búsqueda de la excelencia, o su reclamación, se vuelven sospechosas, como un retoño malvado de un aristocratismo insolidario que desea cargarse la igualdad. Esos límites se han vuelto borrosos en nuestro país e inducen a confusión.

Hace pocos años, Victor Pérez Díaz investigó lo que los padres españoles pensaban acerca de la educación, y una de las cosas más chocantes que descubrió fue el alto número de padres que creían que derecho a la educación significaba derecho a tener un título.

Aterricemos en lo que ha motivado este artículo: el debate provocado por la decisión de Esperanza Aguirre de crear un Bachillerato de Excelencia. ¿No se está con ello fomentando la segregación, el gueto meritocrático? Los posicionamientos han vuelto a ser, una vez más, ideológicos, es decir, se han esgrimido pensamientos pensados por la tribu. Por eso es necesario el análisis. Para el público poco versado en términos educativos he de decir que el bachillerato no pertenece a la enseñanza obligatoria, que se acaba con la ESO a los 16 años, sino que es voluntario y requisito para entrar en la Universidad.

Quiero explicarles la dificultad de la educación obligatoria, para que comprendan las dificultades con que nos enfrentamos quienes nos dedicamos a ella. Tiene que alcanzar dos objetivos educativos irrenunciables, pero contradictorios. El primero de ellos es la integración social y cultural de todos los alumnos, y eso nos fuerza a ampliar elásticamente sus límites para intentar que ningún alumno se margine porque eso supone casi su muerte social; el segundo objetivo es proporcionar una educación de calidad, lo que exige ser selectivos. Estamos por ello inevitablemente sometidos a un movimiento de acordeón.

La solución no es fácil, porque separar en unos centros a los buenos estudiantes y en otro a los malos acaba produciendo unas fracturas sociales y pedagógicas difíciles de superar. Así pues, la enseñanza obligatoria es una enseñanza socializadora. En cambio, con el bachillerato debe comenzar una enseñanza basada exclusivamente en el mérito y en la capacidad. Y lo mismo digo, en tono ya superlativo, de la Universidad. ¿Para qué queremos miles de universitarios mediocres, a los que no interesa estudiar, y que tardan un montón de años en terminar las carreras? Que los mejores alumnos de secundaria vean reconocido su esfuerzo, que haya centros de excelencia me parece bien, pero es una solución perezosa y si me apuran de aficionados.

Hay otras soluciones técnicamente más eficaces, y socialmente más justas y estimulantes Y también, por supuesto, más complejas. En cada centro de secundaria se pueden introducir cursos de excelencia voluntarios, cuyo resultado después se refleje en los expedientes académicos. Esta posibilidad de acceder a distintos niveles de esfuerzo y excelencia existen en los centros bilingües o en aquellos donde se imparte el Bachillerato Internacional.

Murcia introdujo un Bachillerato de Investigación, en el que los alumnos que querían podían ampliar con una asignatura más el curriculum normal. Este sistema nos permitiría también ayudar a los alumnos con altas capacidades, sin necesidad de sacarles de su entorno habitual. Se trata de hacer una sabia educación diferenciada, justa para todos. Tenemos una escuela rígida y monolítica. Hay que poner múltiples posibilidades al alcance de los alumnos, de los profesores y los padres. Unas mínimas y otras máximas. Café para todos no es una demostración de justicia sino de simpleza.

Nuestro sistema educativo es un diplodocus dormido. Las verdaderas soluciones educativas no son simples. Y tan simple es la propuesta de Aguirre, si piensa que esa es la solución, como simple es la afirmación del ministro de que esa no es la solución. Las soluciones existen, las conocemos, y podríamos ponerlas en práctica. Todas remiten al principio que debería regir nuestra convivencia: socialismo de las oportunidades, protección del débil y aristocracia del mérito.

JOSÉ ANTONIO MARINA, catedrático de Filosofía y ensayista. Su último libro publicado es La educación del talento, Ed. Ariel

viernes, 8 de abril de 2011

EL SENTIDO

JUAN JOSÉ MILLÁS

EL PAÍS, 08-04-2011


En la antigüedad duraban más las ideas que los alimentos.

Ahora duran más los alimentos que las ideas. Hemos mejorado los sistemas de conservación de la fruta, la carne o el pescado, pero no hemos dado con métodos eficaces para curar las ideas como se cura, por ejemplo, el jamón. Total, que mientras nos comemos como si fuera fresco un solomillo que llevaba dos años en el congelador, el pensamiento occidental se enmohece de arriba abajo como ese bloque de pan de molde olvidado en un rincón de la cocina. ¿Cuánta gente estudia hoy a Platón, a Kant, a Spinoza, a Hegel, a Marx, a Sartre..? ¿Cuántos ejemplares de un título cualquiera de Ortega se habrán vendido en España a lo largo de la última semana? El pensamiento no dura ya ni 24 horas. Sabemos producirlo, pero da la impresión de que se descompone antes de llegar a las mentes. Todo lo que se ha avanzado en la elaboración, almacenamiento, conservación y distribución de los productos perecederos se ha retrocedido en el de los imperecederos (quizá porque estábamos convencidos de que las ideas eran inmortales). El caso es que llegas a una librería, incluso a una librería de fondo, preguntas por un ensayo del que has leído algo seductor en la prensa, y ya no está. Nos trajeron un ejemplar, pero se lo llevaron, dice el librero tras consultar el ordenador. Se lo llevó un loco (tú eres el segundo) con el que seguramente no te cruzarás en la vida. A los dos días te has olvidado del libro porque ha aparecido otro más interesante que tampoco encontrarás (en el último mes no he leído tres o cuatro libros que me interesaban). Todo lo que creíamos que portaba dentro de sí el gen de la longevidad se encuentra en trance de extinción, mientras que lo caduco dura y dura como el conejito de Duracell. El conejito de Duracell está bien, tiene su gracia, pero coño, no da sentido a la vida.

miércoles, 6 de abril de 2011

EL "ANUMERISMO" TAMBIÉN ES INCULTURA

BERNARDO MARÍN  

EL PAÍS, 06-O4-2011


Comprar un décimo a Doña Manolita "porque ahí cae mucho" sin tener en cuenta la enorme cantidad de números que despacha esa administración de lotería. Traducir del inglés la palabra billion por "billón" sin considerar que en español ese término designa una cifra mil veces mayor. Asumir sin el menor sentido crítico el titular "ocho autonomías, por debajo de la media en gasto sanitario", sin preguntarnos qué tendrá de extraordinario la noticia.

Estos tres ejemplos son síntomas de anumerismo, la incapacidad en diversos grados para desenvolvernos en el universo de las cifras. La palabra la popularizó hace 23 años el matemático estadounidense John Allen Paulos en El hombre anumérico (Tusquets), un ensayo que ya es un clásico. Y aunque el término no ha entrado en el diccionario, describe una realidad vigente, un tipo de ignorancia que puede afectar a personas cultísimas en otras ramas del saber. Su precio, según Paulos, es alto. "Usted puede elegir entre tener o no ciertas nociones numéricas pero si no las tiene será más manipulable". Y más proclive a dejarse engañar por charlatanes y pseudocientíficos.

Emilio Lledó, profesor de Historia de la Filosofía y académico, reivindica también las matemáticas como una luz para alumbrar un mundo de manipulación informativa. "Esta ciencia es una lucha constante con la verdad porque en ella, en su exactitud, no caben las ideas mentirosas". Lledó recuerda su etimología: del griego máthema, aprender. Y no solo aprender, sino experimentar. Y no solo experimentar, sino deducir. Y no solo deducir, sino demostrar. Y no solo demostrar, sino estar en contacto con lo verdadero. "Y todo esto", lamenta, "no puede estar muy de moda en un universo que tiende a la falsedad".

A la lucha contra los efectos perniciosos del anumerismo dedica la Real Sociedad Española de Matemáticas su centenario en este 2011. Un combate difícil porque, según su portavoz, Adolfo Quirós, profesor de la Universidad Autónoma, este tipo de analfabetismo no tiene el reproche social de otras carencias. En una reciente entrevista en este diario, Quirós razonaba: "En un restaurante a nadie le preocupa decir 'haz la cuenta'; pero nos cortaría mucho pedir que nos leyeran el menú". "Ahora hay máquinas que lo hacen todo, pero tenemos que saber cuándo nos sale un disparate con una calculadora". Su organización pretende convencer a la gente de que esas cifras que le aterran representan cuestiones de la vida diaria y desentrañarlas ayuda a comprender la realidad.

Quirós propone un ejemplo de cómo saber de números nos vuelve ciudadanos mejor informados: al presentar la decisión de reducir la velocidad en carretera a 110 kilómetros por hora, el Gobierno aseguró, en un primer momento, que se pretendía ahorrar "el 15% en la gasolina y el 11% en gasóleo". Si no hacemos un mínimo esfuerzo intelectual asumiremos las cifras sin más. Una reflexión rápida demuestra que el dato no se sostiene: muchos vehículos no alcanzan los 120 km por hora. Y otros se mueven solo o preferentemente por ciudad. El resultado es que el ahorro real se acerca más al 3% del total de combustible, 90 millones de litros al mes, la cifra que dio más tarde el Ejecutivo. Una cantidad notable, pero muy por debajo de la primera. Situar la cuestión en términos cabales nos permite dar fundamento a nuestras opiniones y tomar decisiones más responsables.

Una buena parte de las confusiones provienen de nuestra dificultad para manejar cifras muy grandes, por ejemplo, el número de asistentes a una manifestación. Antes de que iniciativas como las del Manifestómetro pusieran coto a la hiperinflación de asistentes, 300.000 personas parecían pocas para algunas concentraciones. Ahora sabemos que alcanzar esa cifra tiene mucho mérito. "Hagamos la prueba", dice Quirós, "de visualizar ese número". Por ejemplo, esas 300.000 personas ocuparían, a 60 por autobús, unos 5.000 autobuses. Y a 12 metros por vehículo, pegados el uno junto al otro, formarían una hilera de 60 kilómetros que llegaría de Madrid hasta Guadalajara. Y ahora ¿es pequeña una manifestación con 300.000 participantes?

Para Raúl Ibáñez, profesor de la Universidad del País Vasco, esa dificultad para abarcar mentalmente las grandes cifras constituye un primer grado del anumerismo que padecemos todos en mayor o menor medida. En un segundo escalón sitúa a las personas que, teniendo unos conocimientos básicos de matemáticas, se bloquean cuando se enfrentan a una fórmula. Por último, están los que no tienen las más mínimas nociones numéricas, equivalentes en otro plano a los que no saben leer.

¿Los medios de comunicación andan un poco mejor de matemáticas o contribuyen a amplificar los disparates? Josu Mezo, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha, lleva siete años comentando en su blog Malaprensa los errores -numéricos pero también de concepto o de sentido común- que cometemos los periodistas. Cree que muchos errores recurrentes ya no se repiten, aunque otros están enquistados. "Hace poco volví a ver ese titular de 'las comunidades con mayor número de denuncias -en términos absolutos- son Madrid, Cataluña y Andalucía"... "Pues claro", ironiza, "son las más pobladas, la noticia sería que fuera La Rioja".

Para Mezo la cuestión no es tanto de falta de habilidades, como de no estar alerta. Muchos periodistas, dice, "no tienen activado el nopuedeserómetro". "Saben hacer un porcentaje o una regla de tres, pero no tienen la rutina de pensar si algo tiene lógica, de compararlo con otros datos que conocen para saber si es un disparate". No cree que los profesionales de los medios estén mal formados, pero sí que muchos tienen una vocación literaria o quieren intervenir sobre el mundo. "No se dan cuenta de que su reto se parece más al de un científico que al de un escritor: deben entender y contar la realidad". Y le asombra que los planes de estudio no incluyan materias específicas para aprender a indagar.

Ibáñez coincide en no vendría mal a los periodistas una formación extra en matemáticas. Y alerta de un error frecuente en las informaciones: muchas noticias dan datos desnudos que no significan nada si no se comparan con otros. Pone como ejemplo un titular reciente: "El 87% de los conductores involucrados en atropellos son hombres". Y se pregunta: "¿Sabe el periodista qué porcentaje de conductores son de sexo masculino? Porque sin ese dato, la noticia no dice nada".

¿Se enseñan mal las matemáticas en España? El informe PISA, de 2009, sitúa a nuestros alumnos 11 puntos por debajo de la media de la OCDE (485 frente a 496), pero en niveles similares a los de compresión lectora o ciencia.

Los profesores de matemáticas, como los del resto de asignaturas se quejan de falta de tiempo y de la masificación de las aulas. Pero apuntan otros problemas específicos. Mercedes Sánchez, profesora asociada a la Universidad Complutense, señala que los chicos desarrollan la inteligencia abstracta a edades distintas y ahí se abre una brecha enorme que solo una enseñanza más personalizada podría cerrar porque "un niño en la masa se pierde". María Gaspar, presidenta de la Olimpiada Matemática Internacional que se celebró en Madrid en 2008, coincide en que la falta de tiempo es uno de los problemas: "Esta materia es muy constructiva, hay que subir los escalones uno a uno para quemar etapas". Añade otra dificultad: "Las matemáticas requieren trabajo constante, un esfuerzo que no todo el mundo está dispuesto a hacer". Y recuerda que la asignatura ha estado marcada por un cierto estigma: "Antes, el que destacaba era un bicho raro, ahora, los compañeros reconocen su valía".

En este punto del debate, Lledó recuerda un chiste "estupendo" de El Roto: "Las carreras con más futuro son las de caballos, dejo la Universidad y me paso al hipódromo". Esta reflexión toca un problema fundamental, según Lledó: "Se está enseñando a los chicos solo a ganarse la vida, que es la manera más triste de perderla". "Hacen falta", reflexiona, "profesores que entusiasmen y eso se pierde en una Universidad absolutamente pragmatizada, mera transmisora de mecanismos vacíos para resolver problemas. Y al final no se profundiza en ese otro asunto, el del cosmos extraordinario del universo abstracto que los seres humanos han sabido crear durante miles de años". Un conocimiento con beneficios, además, para el estudio de otras materias. Porque las matemáticas son "una buena medicina para la fluidez del pensamiento, un mundo de universos ideales que ayuda a la construcción de cualquier realidad".

¿Por qué se acepta con tanta indulgencia la frase "soy de letras" para excusar la falta de nociones muy básicas? "Nadie debería enorgullecerse", opina el filósofo Fernando Savater, "quizá es así porque es más fácil que en una tertulia salga un tema de cualquier otra materia". Savater reconoce que las matemáticas no son lo suyo pero admite que "mal se pueden entender determinados campos del conocimiento sin saber nada de números".

En su terreno, la filosofía, ha habido grandes matemáticos, como Platón -cuya academia estaba presidida por el cartel "nadie entre aquí que no sepa geometría"-, Descartes, Russell... pero también pensadores alejados de los números, como Nietzsche. "Si uno quiere dedicarse a la filosofía de la Ciencia, son imprescindibles; no tanto si se va a centrar en la metafísica". En su caso, sí le hubiera gustado saber más de matemáticas. "Estoy avergonzado, cuando mi hijo empezó el bachillerato le empujé a hacer el que combina letras y ciencias, para que no fuera como yo", dice Savater. Pero se resigna: "Es una carencia, pero uno tiene tantas...".

Recapitulamos. Las matemáticas tienen una aplicación práctica en otras ramas del saber. Ayudan a entender el mundo en el que vivimos, a tomar mejores decisiones, a ser ciudadanos más responsables y a vacunarnos contra la manipulación. Pero también pueden proporcionar alegría. Bertrand Russell decía en su ensayo La conquista de la felicidad que si no se había suicidado en su adolescencia fue porque quería saber más de matemáticas. Sin tanto dramatismo pero con el mismo entusiasmo, Lledó se emociona hablando de un mundo que no es estrictamente el suyo. "Tengo un hijo matemático y me doy cuenta de lo que goza con lo que descubre. Intenté leer su tesis doctoral, no entendía mucho pero sí me daba cuenta de que hablaba de un universo maravilloso". ¿Por qué esa fascinación por una realidad que ni siquiera podemos ver? "Tal vez porque somos fórmulas perfectas en un universo hilado en deducciones, análisis, intuiciones...", concluye Lledó.

BERNARDO MARÍN es periodista digital.

sábado, 2 de abril de 2011

EL DESPRECIO  

VÍCTOR GÓMEZ PIN  

EL PAÍS, 2-4-2011

Indicaba La Rochefoucauld que lo propio de la mediocridad es el creerse superior. De tal ceguera, el desprecio es entonces inevitable corolario. Pero aquel que se entrega a la ebriedad del desprecio olvida que para su víctima este es quizás el sentimiento que puede con mayor dificultad ser superado. La historia del colonialismo da buena prueba de ello. Los resistentes árabes de la Argelia francesa, o los compañeros de Mandela en Sudáfrica, habrán podido superar el haber sido víctimas de explotación económica, de maltrato físico y hasta de odio, pero dudo mucho que haya habido sutura para el sentimiento de que su comunidad era vista como intrínsecamente poco decente o, en el mejor de los casos, tratada con condescendencia. En el conflicto bélico de Argelia hubo sin duda crímenes por ambos lados. Mas en esos diferendos en los que la responsabilidad es compartida, si una de las fracciones es víctima de desprecio por parte de la otra se da una asimetría que confiere a la primera una legitimidad moral. Por eso fue imperativo en su día tomar posición contra los partidarios de la Argelia francesa.

El desprecio se manifiesta en ocasiones en forma exclusivamente verbal, pero entre seres de palabra esta es potencialmente arma temible, por cuyas heridas se exige reparación. Sea cual sea el resultado de la crisis de Siria, me atrevo a conjeturar que los términos rebaño y horda con los que un esbirro del clan familiar en el poder se refirió a las víctimas de la masacre de Deraa acabarán pesando fuertemente en la balanza.

El mayor peso de la crisis en la Europa periférica ha sido ocasión de que ciertos políticos y comentaristas expresen con impudicia opiniones hirientes para la dignidad y que inevitablemente dejan huella. El mismo día en que el primer ministro José Sócrates estaba llamado a justificar su gestión de la crisis social y financiera de Portugal ante los demás mandatarios europeos, el director de redacción del diario económico parisino La Tribune efectuaba el siguiente diagnóstico: "En los orígenes de la crisis se encuentra el problema... del menú gratuito. Durante 10 años los convidados del euro han estado en el festín sin pagar la cuenta... y he aquí que ahora les es presentada. Demasiado elevada para los comensales sin maneras, convertidos de nuevo en famélicos".

Ni que decir tiene que los míseros gorrones en cuestión son los que en otro artículo del mismo diario se continúa calificando de Pigs, acrónimo que algunos creían ya en desuso y aquí enmarcado en una amable frase relativa a lo imprescindible del "recurso al palo" dado "que el incentivo de la zanahoria, bajo forma de fondos estructurales, de los que se nutrieron ampliamente los Pigs, realmente no ha funcionado".

Que no se trate de opiniones vertidas en alguna publicación marginal, sino en el segundo periódico económico de Francia, constituye un indicio de que la manifestación del sentimiento de pertenencia a comunidades intrínsecamente superiores ha dejado de ser en Europa algo chocante. Cuando en marzo de 2010 la revista alemana Focus esgrimía en su portada una Venus de Milo haciendo la peineta a la Europa seria, y ponía despectivamente en duda que Grecia (al igual que España, Irlanda y Portugal) tuviera intención de devolver a Alemania su dinero, muchos estimaron que estábamos ante una provocación anecdótica. Vemos, sin embargo, que la cosa ha calado.

No se trata de una Europa a dos velocidades, se trata del vejatorio sentimiento de que una Europa limpia y que trabaja ha de arrastrar el peso de una Europa tendente a la gandulería. Obviamente no hay lugar para el análisis. Lejos queda el tiempo en que lo decente era intentar dar cuenta de las múltiples variables y la complejidad en la relación de fuerzas que desde el siglo XIX habían determinado la división de Europa entre zonas rurales y zonas fabriles. Los clichés y prejuicios se generalizan, entre países comunitarios y en el seno de muchos de ellos, contaminando de paso otras causas, empezando por legítimas reivindicaciones culturales y lingüísticas que, a la larga, nada tienen que ganar con tal amalgama.

Nadie duda de que la Europa periférica tiene intereses objetivos en seguir vinculada a los países rectores de la llamada Unión, entre otras cosas para intentar salir juntos del pantano social y moral en que estamos inmersos, pero desde luego no al precio de interiorizar una jerarquía vejatoria entre comunidades del continente, a veces pertenecientes a un mismo país.

Cuando los tribunos de la Liga Norte sintieron por vez primera que con total impunidad podían referirse a los meridionales italianos como parásitos aprovechados de los que era sano despegarse, algo en la dignidad de los ciudadanos europeos se había ya resquebrajado. Mucho tiene que ver con ello la pasividad ante un orden económico y social que implica renuncia al ideario de fraternidad e igualdad heredado de la Ilustración. Es simplemente hora de restaurar tal ideario.

VÍCTOR GÓMEZ PÍN es catedrático de Filosofía.

viernes, 1 de abril de 2011

SABER DECIR 

ADELA CORTINA

EL PAÍS, 1-04-2011


 Me lo sé, pero no lo sé decir" es una de esas angustiosas expresiones, a medio camino entre la coartada y la sinceridad, que se oye decenas de veces en la escuela. Ante la pregunta elemental cuya respuesta el alumno debería conocer, o al menos eso se supone, responde con esta ancestral muletilla, con la que pretende defenderse de cualquier sospecha de ignorancia.

Pero la situación no mejora con eso, porque no saber la lección será malo, pero no saber hablar -o escribir- es mucho peor. La pobre libertad de expresión, tan amenazada ya en los regímenes autoritarios por la malsana tendencia a cerrar medios de comunicación o encarcelar sospechosos, y en los países democráticos, por el peso inmisericorde de lo políticamente correcto, tiene en la incapacidad de expresarse el peor enemigo.

El hombre -venía a decir Aristóteles- es un animal social, porque cuenta con un tesoro precioso, la palabra, que le permite deliberar con las demás personas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo bueno y lo conveniente. Y esta es la buena vida social, la de aquellos que dialogan sobre sus deseos, sus preferencias, sus valores y tratan de decidir conjuntamente qué les parece mejor. Pero ¿cómo puede llevarse adelante este proyecto de vida en común sin, entre otras cosas, saber decir?

Podría parecer que en esta nuestra "sociedad de la información" la infinita cantidad de cauces de comunicación, el número apabullante de redes que conectan entre sí todos los lugares de la tierra, nos ha salvado de las limitaciones comunicativas de otros tiempos.

Los chats, los blogs, la televisión y la radio interactivas, las TIC que pueblan las aulas escolares y universitarias, por supuesto los correos electrónicos y los teléfonos móviles con su inabarcable cantidad de prestaciones y, por último, pero no en último lugar, el Power Point son medios tan poderosos para conectar a las gentes que la incomunicación entre los seres humanos debería dormir ya el sueño de los injustos.
Pero ¿es realmente así?, ¿nos comunicamos mejor por eso? No parece. Y tal vez en el fondo de ese fracaso se encuentre, entre otras muchas causas, ese no saber decir, ese descuido del lenguaje, que es un mal endémico.

Si atendemos al vocabulario habitualmente usado no solo en la calle, sino en los medios de comunicación y entre los personajes públicos, al Diccionario de la Real Academia Española le sobran miles de términos. Con unos cuantos intentamos arreglárnoslas para expresar tal cantidad de contenidos que el fracaso está asegurado y el intento naufraga en un lenguaje paupérrimo. Caso emblemático es el del verbo "realizar", que lo mismo pretende servir para un roto que para un descosido. Como decía hace poco un amigo, acabaremos "realizando" tortillas.

No ayuda mucho en este menester el lenguaje de los SMS, tejido de peculiares abreviaturas y "emoticonos", ni la celeridad febril con la que suelen escribirse los mensajes electrónicos. Se redactan a toda prisa, con la misma prisa se envían, y si por casualidad al remitente se le ocurre repasarlos después de haberlos mandado, se le hiela la sangre en las venas ante la cantidad de faltas cometidas, si es que tiene un mínimo de sensibilidad ante el asesinato de la lengua. Y no son solo gentes de escasa formación cultural las que llenan de faltas los correos, sino profesores de solera, personas supuestamente cultivadas, alumnos brillantes. Encontrarse con un inadecuado "de que" en el lenguaje oral y escrito, topar con un rotundo "a grosso modo", y enterarse de que la misa fue "de corpore insepulto" son cosas corrientes en la vida cotidiana.

Claro que con la que está cayendo en materia laboral y económica este descuido del lenguaje parece una nimiedad. En nuestro país es urgente esa reforma estructural de fondo que genere empleo, cuide la sanidad y la educación antes de que sea demasiado tarde, que ya lo va siendo, permita atender a los dependientes, cree riqueza material e inmaterial, tenga en cuenta a los países incapaces de salir de la pobreza por sí solos. Pero lo cortés no quita lo valiente, no se trata de optar ante un dilema, sino de construir una sociedad capaz de cuidar de todos sus bienes con esmero, con delicadeza, con responsabilidad.
 
Pero para cultivar esas capacidades es indispensable la formación que viene de la lectura habitual y atenta de buenos libros, viene de una escuela convencida de que se hace un flaco servicio a los alumnos cuando no se les ayuda a cuidar el lenguaje, a saber comprender, exponer, redactar, porque más libres serán de comunicar lo que piensan los que manejan el discurso con soltura. Los informes sobre la calidad de nuestra educación nos ponen una nota pésima y, por desgracia, no sin razón.

Y es que sin duda es malo para una sociedad quemar libros, pero no es mucho mejor no leer los que están en la calle ni es mucho mejor destrozar el lenguaje.

ADELA CORTINA es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.